¿Qué escritor no ha querido asesinar alguna vez a su editor? Razones no le faltan y los móviles pueden ser diversos: argucias más o menos leoninas en las cláusulas del contrato, dilaciones en la publicación del libro, promesas incumplidas de cara al lanzamiento, poca o nula diligencia en lo pertinente a la divulgación y promoción de la obra, confusas cifras en el debe y haber de las liquidaciones periódicas, autopiratería y quién sabe cuántas otras malas artes justificarían el editorcidio tan temido.

Se argumentará que todo esto es factible, pues la mayoría de los escritores son asesinos en potencia y, además, están cobijados por una impunidad absoluta. Y no nos referimos aquí al tan extendido hábito entre periodistas y políticos de deshonrar y luego asesinar la lengua, sino a motivaciones más directas y específicas. Es comprensible -e incluso plausible-que un escritor desée matar a un crítico. O a todos los críticos.

También es frecuente que un autor, llevado por un celo exacerbado, quiera liquidar a un colega ungido por la gloria. Nada parece escapar al prontuario de móviles que un escritor puede esgrimir arrastrado por su ira. Ahí está el caso de ese refinado autor que envenenó a su suegra sólo porque la señora «tenía tobillos muy gruesos». A propósito, vale la pena mencionar aquí a Thomas Griffiths, ese artista de la estricina, ese literato asesino de quien el Times dijo: «su fatal influencia sobre la prosa periodística moderna no era el peor de sus crímenes». Ante los ataques de la sociedad bienpensante, Oscar Wilde salió en defensa de su colega: «Sus crímenes -dijo- tuvieron una gran influencia sobre su arte. Prestaron una vigorosa personalidad a su estilo, que faltaba realmente en sus primeras obras...». Y la verdad es que si un autor es capaz de asesinar a la más bella y tierna e indefensa de las heroínas a la que le ha dado la vida, ¿por qué extrañarnos de que se haga uso del veneno, el estilete o la artera bala contra sus acreedores, sus adversarios políticos o media humanidad?

En cualquier caso, si algo resulta raro es admitir que un editor mate a un autor, a no ser que use las siempre expeditas vías del hambre o la indiferencia. Por otra parte, algunas veces se ha dado el caso de un lector que, con fundadas razones, ha intentado matar a un autor y con algo de suerte ha conseguido su propósito. De todas formas, cosas más extrañas suceden en el mundode la escritura. Por ejemplo, que el segundo libro de Aristóteles sobre la risa mate a quien lo lea, como lo tramó el implacable ciego Jorge de Burgos en la célebre bibliometáfora que forjó Humberto Eco en El nombre de la rosa. O que un traductor se robe la mitad de las propiedades y riquezas que encuentra en una novela y nos ofrezca una mínima parte en la lengua en la que leemos esa historia, como el cuento «El traductor cleptómano» de Deszö Kostolányi. Y abundan muchas otras excentricidades por el estilo. Recordemos el texto que se borra, que se suicida a medida que el autor avanza en su elaboración, el poema «La encina» que aparece en Orlando de Virginia Wolf.

Pero si algo resulta totalmente extraño y paradójico en esa compleja familia que convive en torno al libro, es que alguien tan proverbialmente ecuánime y sensible como el librero se convierta en un asesino. Y no nos referimos a que mate a quienes tan furtiva como reiteradamente expolian los anaqueles de su negocio, sino que extermine metódicamente a sus más fieles y generosos clientes. ¿Qué lo impulsa a asesinar a quien con tan elevados precios le provee el sustento?

Es tiempo de evocar aquí a Fray Vicents, el librero asesino de Barcelona. Los hechos ocurrieron durante el primer tercio del siglo XIX en la Ciudad Condal y fue tan grande el impacto que causaron en la sociedad internacional, que escritores tan prestigiosos como Charles Nodier, Jules Janin y Gustave Flaubert, entre otros, no vacilaron en escribir inquietantes versiones al respecto. ¿Por qué razón un sensible fraile, exclaustrado del monasterio de Poblet y convertido en eficaz librero, decidió matar a sus clientes? Estudiantes y eruditos, bibliófilos y coleccionistas acudían a su tienda, en las Voltas o Arcos de los Encantes de Barcelona, para saciar su bibliomanía.

Y no se trataba de menesterosos ni advenedizos, sino de hombres de elevada cultura que, conscientes de las exóticas colecciones del librero, pagaban lo que fuera con tal de hacerse con las obras de su interés. Incunables del renacimiento, manuscritos de la Alta Edad Media, ediciones príncipe, en fin, piezas únicas que aguzaban el apetito de los entendidos, tan ebrios por el perfume de los pergaminos que no vacilaban en vaciar sus bolsas con tal de satisfacer su adicción al papel viejo. Nada parecía quebrantar la armónica relación entre librero y cliente, hasta que la paz de Barcelona se tornó alarma general tras la aparición de una serie de cadáveres exquisitos. Bibliófilos y coleccionistas aparecían muertos por doquier y las autoridades no sabían a qué obedecía semejante intelectualicidio. Hasta que un día no el afán de conocimiento sino el azar lleva a la policía a la tienda de Fray Vicents y éste los deslumbra con una inesperada confesión. Ama tanto a los libros que sólo por la voraz insistencia de los compradores se desprende de ellos, aunque, a continuación, sigue a sus clientes y en alguna callejuela los asesina y recupera sus textos.

En otras ocasiones los estrangula en la trastienda de su negocio. E incluso echa mano del fuego para liquidar al comprador y recuperar por tan sumario método la añorada pieza. El fraile no roba a sus víctimas, simplemente recupera lo que más ama. Como nos lo recuerda Ramón Miquel i Planas, el erudito detective de esta historia, «Lo que más apreciaba en su manuscrito era su vieja fecha indescifrable, sus caracteres góticos ilegibles, sus complicados, exóticos y extravagantes ornamentos, sus dibujos cargados de oro; aquella pátina polvorienta que empañaba sus páginas y que para él desprendía un perfume de suavísima frescura; aquella fórmula ritual de conclusión inscrita en una cinta sostenida por dos ángeles o en el zócalo de una fuente, en un túmulo, en un cesto de rosas o entre plumas doradas y azulados ramilletes...».

A pesar de los hechos, si en ellos hay alguna tragedia es la sospecha del librero de que ese libro por el que tanta devoción mata no es un ejemplar único.

Y aquí radica la grandeza de sus crímenes: la edición original e irrepetible, como el estilo del escritor, es lo que da sentido y valor a la vida. Por eso Fray Vicents mató sin remordimiento alguno a doce clientes que con su codicia la habían arrebatado sus tesoros. Porque esos crímenes tenían para su autor el sello de la obra de creación, el fuero de la libertad de un artista, la entronización de un estilo. Ya lo decía Wilde a propósito del librero asesino: «El hecho de que un hombre sea un envenenador no prueba nada en contra de su prosa...».

Estos acontecimientos ganaron notoriedad mundial cuando apareció la noticia del proceso en la Gazette des Tribunaux de París el 23 de octubre de 1836. Apenas ocho días después, el 31 de octubre, la noticia es readaptada y publicada en la misma ciudad por La Voleur, revista cuyo título es elocuente: «El Ladrón» Y menos de tres semanas más tarde, el joven Gustave Flaubert, que entonces contaba catorce años de edad y cursaba quinto de bachillerato, culmina la recreación de los hechos en el cuento titulado «Bibliomanía», publicado póstumamente por el editor alemán Conrad en 1910.

Durante años la historia fue traducida o reproducida, al tiempo que inspiraba nuevas y peculiares versiones. En 1843 la revista Serapeum de Leipzig la divulga en Alemania y en 1870 Jules Janin la incluye en su volumen Le Livre al hablar sobre los más célebres ladrones de libros. Nueve años después Prosper Blanchemain la incorpora a sus Miscellanées Bibliographiques, donde patenta el calificativo que desde entonces define Fray Vicents: «le Bouquiniste-Assassin». Todo esto lo sabemos gracias a las pistas y consideraciones que el editor catalán Miquel i Planas publicó el 30 de diciembre de 1927 en la «Colecció Amor del Llibre», de Barcelona. ¿Quién escribió la historia original? Para muchos críticos el autor no fue otro que Charles Nodier, a su vez autor de otro texto afín titulado «El biblómano». No obstante, no falta quien piense que «El librero asesino de Barcelona» es una obra de Prosper Merimée, hipótesis desestimada por muchos investigadores. Lo que sí está claro es que el misterio de esta leyenda incrementa su fuerza con el curso de los años.
Porque de eso se trata: de una leyenda, de una de las más brillantes supercherías literarias fraguadas en las mismas calles donde, a comienzos del siglo XVII, Don Quijote visita la imprenta y ve cómo se imprimen algunas obras, entre ellas una titulada «Segunda parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha». Se trata, ni más ni menos, que de afirmar la esencia de la literatura: el autor que se involucra en los meandros de sus propias ficciones; el autor que, ante el texto que escribe, revisa las galeradas del texto del cual es protagonista; el autor que, gracias a la impunidad que le brinda la imaginación, regresa sin compulsiones ni temores a la escena del crimen. Y no hay mejor escena para un crimen que la página en blanco.