Hubo un tiempo, hace 20 años, en que cualquiera que hubiera querido que terminara la pobreza y la penosa violencia de Haití bajo la dictadura de Duvalier, hubiera estado encantado de conocer a Jean Bertrand Aristide. El padrecito, como se lo conocía entonces, era un hombre cuya modesta estatura descansaba sobre un coraje de león en el momento de denunciar las injusticias sociales y políticas. Los visitantes periodistas lo podían ver en la iglesia salesiana de San Jean Bosco, en Puerto Príncipe, donde, en compañía de niños pobres, lisiados y mendigos, calmamente predicaba su mensaje de revolución y poder para los pobres. Era una extraña figura, con su rostro enjuto, anteojos redondos y su mezcla de timidez, carisma populista y su violenta erudición.

Nadie dudaba de su compromiso con su causa. A comienzos de los años 80, se vio obligado a exiliarse después de denunciar la violenta represión ejercida por Baby Doc Duvalier sobre las masas haitianas y de pedir que finalizara «este régimen en el que los burros hacen todo el trabajo y los caballos pastorean al sol». Después de la caída de Duvalier, regresó para luchar por un Haití nuevo que fuera evangelista, popular y socialista. Mientras el régimen de Duvalier daba paso a un período inestable de golpes militares e intentos de arruinar una democracia electoral, él fue el blanco de incontables intentos de asesinato. A través de toda esta época, Aristide jamás vaciló. «Tout moun se moun», cada ser humano es un ser humano, predicaba en creole. Las masas lo adoraban por ello, y juntos fundaron un movimiento llamado Lavalas, la inundación. Para 1990 era el nuevo presidente y la gran esperanza de la nación más corrupta, disfuncional y desesperadamente empobrecida del hemisferio occidental.

Eso fue entonces. Luego, después de siete meses de gobierno, un golpe militar lo derroca y lo manda al exilio. Este dura hasta 1994, cuando regresa al país con el apoyo de 20.000 tropas de EE.UU. En ese momento gozaba de la buena voluntad del mundo, el apoyo abrumador de su pueblo y suficientes fondos de las agencias internacionales para inhalarle vida a la moribunda economía de Haití. En resumen, todo lo que un líder de un país pobre podía soñar.

Pasamos rápidamente al presente y Aristide, el padrecito, es apenas reconocible. En muchos aspectos, se ha convertido en lo mismo que solía despreciar: un líder político autocrático, decididamente dedicado a enriquecerse él y su círculo más íntimo, mientras recurre al crimen organizado y a la violencia represiva para imponer su voluntad y combatir toda señal de disidencia. Durante su gobierno la pobreza de Haití sólo se ha profundizado, mientras que la democracia que prometía quedó en la nada. Aristide sufrió otra importante transformación durante sus años de exilio. Abandonó los hábitos, se casó y comenzó una familia, y lentamente abandonó los ideales de su juventud para obtener el apoyo internacional para su regreso. Hizo tratos con EE.UU., el Banco Mundial y el FMI, todos viejos enemigos.

La tragedia es que Aristide no sólo alienó a muchos de aquellos que comenzaron como sus partidarios más entusiastas. También creó un monstruo que ya no puede controlar, y ahora Haití está en el puño de una serie de bandas guerreras, mezcladas con la reaparición de algunos de los peores elementos de la vieja jerarquía militar que han declarado su intención de tomar el país por la fuerza.