Aguaytía es otro nombre a tener en cuenta estos días. Desde ese rincón de la selva peruana nos llegan nuevas señales de humo, como hace poco nos llegaron desde Ilave o desde Tingo María. Suerte de mensajes de alerta, indicios de que algo no anda bien en el país y que algo peor se nos viene encima. ¿Agorero de un aciago destino, sino cruel de nuestros días? Espero que no. Espero equivocarme y quedarme tan solo con la “fatalidad sino cruel” que cantaba Julio Jaramillo. Sin embargo, prefiero pecar por acción que por omisión.

¿Qué pasó en Aguaytía? Un comando militar de diez y seis infantes de marina fue emboscado por setenta senderistas bien armados y bien uniformados (pantalones camuflados y polos negros, como los que usan las huestes del “camarada Artemio”). Resultado: tres militares muertos y varios heridos. ¿Casualidad? ¿Golpe de suerte de Sendero? Difícil creerlo. Todo parece indicar, mas bien, que algún buen samaritano prosenderista avisó que por esa ruta y a esa precisa hora pasaría dicha patrulla. Sea como fuere, lo cierto es que los servicios de inteligencia de Sendero están funcionando mejor que los del Estado peruano. Perdón: están funcionando, y punto.

¿Qué podemos concluir de este hecho? En primer lugar, confirma que el gobierno central carece de voluntad política para desactivar los rezagos del terrorismo y, consciente de la convulsión social que vive el país, Sendero Luminoso está sacando provecho de la coyuntura. En segundo lugar, confirma que Lima está a siglos luz del interior del país. El establishment goza de muy buena salud. Es decir, para nuestras elites, aquí no pasa nada. Con vergonzoso candor, algunos incluso aseguran que no hay crisis sistémica ni caos alguno. Mientras unos buscan al ansiado mesías que supuestamente nos salvará de esta debacle, otros creen haberlo encontrado ya. Pero todos, por igual, toman la gravedad de esta crisis con espíritu deportivo. ¿Una whiskisito, hermanito? ¿Una sopita wantán? ¿Un tonito con el Zambo Cavero? Por ellos, el país bien puede irse al demonio mientras nadie atente contra su futuro ni contra su bolsillo. Prefieren el conciliábulo, la componenda y el silencio mientras ello les asegure un puesto en una ONG o un lugar en el próximo Congreso.

Es que el problema del Perú no está, como muchos quieren creer, en quién será el próximo presidente, o si éste será outsider o insider. Mucho menos en quién sera el próximo premier o el próximo secretario general del Apra. No, para nada. El problema está -lo hemos venido repitiendo hasta el cansancio desde esta columna- en nuestras élites, en el establishment. Ahí, como en el paraiso, todos son iguales. Y no hay Ilave ni Aguaytía que valga. Todos piensan, actúan y ganan casi igual. Importa poco si son liberales o marxistas, de izquierda o de derecha, apristas o comunistas. Todos bailan al mismo ritmo y hacen los mismos disfuerzos. Hasta los 80, al menos, aun existían ciertos principios éticos y ciertas pautas ideológicas que definían a nuestros políticos. Hoy eso ya fue. El corrupto de ayer es el demócrata de hoy. El marxista del pasado conspira con el reaccionario de antaño. Lo único que les importa a nuestras elites es mantener su status. “Estar en algo”, como dicen en Lima. Y por eso, precisamente, el país sigue siendo el mismo de siempre. Porque está al servicio de la frivolidad y el cinismo de sus elites. Llámenme aguafiestas, si quieren, pero yo estoy convencido que nuestros problemas están mucho más allá de capillas políticas, de maquinarias electorales y de de mezquinos intereses personales. Y eso, precisamente, es lo que adrede ignoran nuestras elites. Porque les conviene, aunque el lobo feroz vaya de caperucita roja, coma con ellos, les hable bonito y, al final, terminen aplaudiéndolo (a él sí) y haciéndolo presidente.

(Peru21, Domingo 6 de junio de 2004)