Enrique Hernández: Salvador Garmendia

Algún mediodía, en el barrio El Manicomio, montado en un cerro, al noroeste de Caracas, lindando el barrio con otro, más arriba, por nombre Lídice pues venía de ajetreo heroico. Algún mediodía, digo, en casa de mi madrina Enriqueta Ochoa, que en paz descansa decenios ha, echado en una cama por motivos de siesta, me perturbó el locutor de una radio novela, quien introducía impecablemente los acontecimientos a por suceder. El texto introductorio acabó con mi siesta, tal su lujuria narrativa, el modo apropiado de situar la acción para que entraran en juego las voces de unos y otros personajes. Confieso que me interesó muy poco cuanto dialogaban en medio de campanas, cascos, pasos quedos y voces altisonantes menguadas.

Me interesaba el relato inicial, la apertura que daba motivo a reclamos, improperios, excusas, agresiones y otras cosas más de los seres humanos: el padre agraviado, la madre en lágrimas, la muchacha dispuesta a renunciar cuanto hubiese de pecado en su vida de patios, aleros, celosías aparte de las prevenciones y chismes familiares en la casa solariega. Total, que sonaban el viento, la lluvia, pasos por los corredores, trinaban pájaros del porvenir y aves de mal agüero.
Al joven de la alterada siesta, lleno de afán por ingresar a la UCV, decidir su destino entre la medicina o la economía que la de Hipócrates provenía de los deseos de mi madre Rosa, al joven, le interesaba el autor de aquella radio novela que un locutor, con voz de garganta, animaba como el mejor. Media hora después, con los intermedios para anunciar Cafenol, Mejoral, Pepsi, o quién sabe que otro producto o empresa patrocinante, una otra voz informaba de los créditos de la susodicha radionovela: algo así como Salvador Garmendia distinguía al autor.

¿Es el mismo?, me pregunté ¿El mismísimo de Barquisimeto?

¿El hermano de Hermann, director de la Biblioteca Estadal? ¿Hermano de Carlos y Omar?

Tiempo después escuché nombrarle en el Bar Iruña, lugar de encuentro de poetas, escritores, abogados, pintores y amigos del buen beber, a tal llamábamos libar el frío "tercio" para muchos mejor que la "caraquita", aunque a los nostálgicos ni aquél ni ésta eran superiores al "botellón".

Anoto que, de las innumerables veces que oí hablar de Salvador, registré no pocas historias suyas. Verbigracia, la de una tarde muy caída de un Jueves Santo en la que nuestro autor escuchaba un canto gregoriano -acaso la tercera misa de Navidad, encerrado en un cubículo de Radio Continente, si no como devoto sí como amante de la música de aire conventual. Que la puerta fuera abierta y aparecieran un sacerdote de rigurosa y negra sotana, preguntando por el cristiano programador, fue suficiente para que Salvador diera contra el suelo con todo y su divino nombre y la silla por armadura.

La menos descalabrada historia, cierto, por sí amarga de la novia que, arrebatada por los celos, hizo trizas los originales de la primera novela de Salvador. (¡Qué de cervezas bebimos y, de alguna manera, plañimos por tan negro acontecimiento!)

Apunto que en los días iniciales de Sardio, en alguna escondida tasca, nuestro autor sacó de su chaqueta un cuento que dio a leer a Rodolfo Izaguirre, por si era de admisión en el primer número de la revista: Crusoe días después: Aplausos y jolgorio en el Iruña. El barquisimetano entraba por la puerta grande: miembro del Consejo de Redacción de la revista, publicación que sería el santo y seña del grupo.

No sitúo a Salvador en aquella primera versión del Iruña con sus cinco metros por diez , a no ser después de la inauguración de la Galería Sardio antes del 23 de enero fecha inscrita en la historia por la voltereta que dio alas al general Pérez Jiménez para aterrizar en La Florida, y asidero a una junta Cívica Militar para instalarse en el Palacio de Miraflores con amplio apoyo popular.

Después comenzaron las junturas de los sueños y de los afectos

Entre una y otra visión del país, de su incipiente democracia; de la literatura, entre una y otra de los amores y de la complicidad, metidos unos dígase Gonzalo Castellanos, y Edmundo Aray en afanes de publicar los textos de los unos y los otros, en libros o en la revista, entre estos y aquellos, o viceversa, Salvador fue entregando más horas a las nocturnidades Sardianas, bien fuera porque la empresa -Radio Continente prefería al libretista, cerrándole, delicadamente, espacio al locutor, bien porque Salvador desprendía raíces familiares para sembrarlas en las mesas atiborradas de cervezas en el Iruña, junto a las innumerables colillas que iban a parar en el jardín aledaño, tierra propicia para que, por cierto, sembráramos una «matica de café» para la amigas que así lo quisieran o pudieran desearla, como también para el enemigo del Palacio de Miraflores que ya comenzaba a olfatear las azucenas del Norte. Entre unos y los otros suenen los nombres de Luis García Morales, Adriano González León, Guillermo Sucre, Elisa Lerner, Rómulo Aranguibel, Ramón Palomares, Francisco Pérez Perdomo, Rodolfo Izaguirre y Gonzalo Castellanos, como los de Manuel Quintana Castillo, Marcos Miliani, Perán Erminy, Antonio Márquez Salas, Héctor Malavé Mata, José Salazar Meneses, y otros más para que una "ordenadora" menos maltrecha que la mía haga registro de autores de aquellos días. Entre estos y otros se regaron los cuentos de Salvador.

(Permítaseme un paréntesis para acotar que el viejo Salva era un notable narrador oral).

Cuentos de a de veras. Conocimos de su adolescencia que de su infancia poco aportó, de la Maestra Casta J Riera, insigne educadora, para siempre en los recuerdos de Salvador y de Rafael Cadenas; de su fallida experiencia beisbolera y de las hábiles manos de Rafael Cadenas en la "tercera base", allá, en los campos de La Mora. Conocimos de sus hermanos Hermann y Carlos, por muchos años empedernidos anti adecos, para terminar luego en sus predios; y, con el mayor sobrecogimiento, de sus años metido en la hamaca, sometido a ostracismo en la última habitación de una casa del barrio de Altagracia en Barquisimeto, casa abierta a los aguaceros, cómoda para la calor y los zancudos.

Al "muchacho" le había venido la tuberculosis mal de moda de las inolvidables horas del romanticismo : ¡pues venga el cinturón de la salud!

Hermann no hizo mucho caso de la veda al adolescente, a quien, por falta de recursos, no podía llevarse a temperar en Sanare, erial de fresas, y de recuperación del mal que atacaba a ricos y pobres decir a los oídos atentos en las pláticas de sobre mesa o de las interpuestas por la radio, ese aparato infernal que, según la abuela de Salva separaba la familia. Pues Hermann., haciendo caso omiso a consejos y prevenciones, atiborró a Salvador de libros de caballería, del siglo de oro y de cuanto conocía de la picaresca.

Nuestro autor se bebió si cabe decir al Amadís de Gaula, Lazarillo, Estebanillo al señor Quijote, Mateo Alemán y el Guzmán de Alfarache. Como quiera que el adolescente no se saciaba, aparte de que la dieta para su estómago pecaba de frugal, Hermann convirtió la mesa de noche en un cerro luminoso con Francisco López de Úbeda y la pícara Justina, Luis Vélez de Guevara y el Diablo Cojuelo, el doctor Carlos García y "La desordenada codicia", médico superior entonces a cualquier galeno larense -que así lo opinó su hermano Carlos cuando vio el libro sobre el acongojado pecho del enfermo; Francisco de Quevedo: montón de sonetos pornográficos y no menos provocadoras historias de "La vida del Buscón", y pare de contar no sea que al Hermann de esos días, sino a mí, ahora, se nos tilde de abundosos.

Valga, para aliviar el peso, una cita de Memorias de Altagracia, manera de que alguna de las inolvidables tías de Salvador paseé por estas páginas: "Tía Augusta comenzó a hablar del cometa Halley, el que una vez había aparecido encima de la casa, mismo sobre el caballete de la galería. Al marcharse, después de muchos días, casi todos los relojes de la casa se habían parado por completo y muchos de ellos no volvieron a andar otra vez. Casi nadie se quedaba en sus casas durante esos días, como no fuera por las noches, cuando ni hombre ni mujer se atrevían a ir más allá de los portones". (¿No recuerda a don Mariano Picón Salas?)

Regresemos al decenio de los 60

Se nos vino encima la violencia. La Revolución Cubana hacía de las suyas allá y aquí. Agitaba los espíritus y enardecía voluntades. Se nos vino encima el desamor a la democracia. Pusimos en juego una novela de Salvador: Los pequeños seres (1959). Después, desde la UCV, Los habitantes (1961), y en medio de la confusión, al través de Guillermo Meneses y de la revista CAL, una otra novela Días de ceniza, (1963).

Se nos vino, para colmo, la separación. Unos, en París. Otros, en esta tierra.

Algunos más flor de la andante caballería : Carlos Contramaestre, Caupolicán Ovalles y Alfonso Montilla haciendo de las suyas en Salamanca, pero con un estribo en Venezuela.
Tremenda confusión. Divisiones a la orden del día. Partidos políticos partidos en dos. Pasillos universitarios con anuncios de mochila al hombro para meterse en la montaña. ¡El desastre! La democracia falsaria y la utopía que viene del monte a redimir la historia. ¡A jugársela todo el mundo! Unos por el estatus, otros por su reverso. ¡Vaya uno a saber!

En nuestro caso, optamos por subvertir a partir de Lautreamont, Dadá, Bretón, con la guía de Rimbaud, si no de Sade. ¡Con el demonio una vez más! ¡Con el Pequod, los balleneros y sus arpones!
Salvador participaba por solidario y afectísimo, porque no tenía otro lugar humano en el mundo, además de Amanda y de sus hijos, que ser piedra del pedrerío con todo y terremoto; velador cómplice de la locura, aunque la suya fuera otra: escribir, escribir, escribir.
En aquella opción subversiva, "cambiar la vida, transformar la sociedad", se embulla El Techo de la Ballena, no sin antes publicar el número ocho de Sardio, con un testimonio encendido de Gonzalo Castellanos, el menos politizado del grupo, y la incursión de un manifiesto ballenero por las últimas páginas de la revista.

En París se caldearon los ánimos. Guillermo Sucre escribió una agresiva carta de protesta dirigida a Gonzalo, en la que rechazaba los contenidos de la revista y reprobaba el cambio en el Consejo de Redacción (conformado por sardianos residentes en el país). Adriano levantó por los aires y regresó a Venezuela. Encontró el proyecto en plena navegación, y se incorporó con toda su incontenible pasión. Desde la arboladura., el Techo alzó vuelo oceánico, hundió velas en los meandros de la violencia.

Salvador sostenía, con ahínco, su oficio de escritor, sin abandonar follones, arcabuces, tertulias ni convites. Seguramente armaba el libro Doble fondo., con cuentos escritos en la atmósfera de entonces, o La mala vida, novela inicialmente publicada en Uruguay, y por Arca, empresa editorial en la que participaba Ángel Rama -hincha de El Techo de la Ballena en aquella temporada en el infierno".

(Cuento que Salvador comenzó a adquirir el oficio de escritor antes de los diez y ocho años, en Barquisimeto. Para vivir, para participar de la existencia en Altagracia requirió de la locución y de las novelas radiales. Por escuela de la palabra y de los aconteceres de ficción: la picaresca y de cuanto dimos cuenta).

Del empeño en el oficio de la escritura, un pequeño testimonio personal: Tocó a Salvador ser huésped en la casa que entonces ocupaban los Aray en un barrio habitado por trinitarios, detrás de la avenida Andrés Bello, digo, detrás de una tienda por departamento llamada VAM. Casa de desafueros y desafueros, tragos, comilonas, festines y hueco de amarguras y llantos, de quebraduras y desalientos. Tocó a Salvador vivir en aquella casa por varios meses.

De aquellos días conservamos los amaneceres del escritor, merodeando las seis de la mañana, en una esquina de la mesa de bálsamo, metido en su escritura, a lápiz, para no despertar a los niños ni arrugarles el sueño a los anfitriones. Zonia - barquisimetana por cierto-, apreciaba el acomodo de Salvador, agradecía la gentileza aprendida así decía de sus tías de Altagracia, el señorío, las demostraciones de la buena crianza, y el ejemplo de las buenas costumbres y respeto a los demás.

En algún período de aquellos años, en que nos quedamos a la intemperie, vale decir: Adriano González León, Luis García Morales, Guillermo Sucre, Rómulo Aranguibel hacían vida en París. Elisa Lerner en Nueva York; Gonzalo anunciaba, desde Frankfurt, regreso con cartas escritas en un impecable alemán. Época en la que Rodolfo y Salvador trabajaban para la Dirección de Cultura de la Universidad Central de Venezuela. Y Edmundo en la Biblioteca de la Facultad de Economía.

Era de obligación encontrarnos cada mediodía para buscar restaurant en los predios de Los Chaguaramos. Pues bien, en una ocasión bajé del piso once del edificio de la biblioteca de la UCV, al piso diez, donde estaban las oficinas que ocupaban Salvador y Rodolfo. El primero solicitó que le esperasen dos minutos, tiempo suficiente para terminar con un "stencil"... ¿Qué significa esto? En el camino formulé la pregunta a Rodolfo. A lo que me respondió: "sobre el stencil escribe sus novelas para la radio". Repregunté: ¿y quién corrige las erratas? "Pues él", obtuve por respuesta, con el añadido: "para eso tiene el corrector de tintas". Lo cierto es que -valga el galicado-, cada tarde, los capítulos de la novela salían rumbo a la radio en esténciles listos para su reproducción.

De aquellos tiempos de junturas y afectos se nos antoja recordar las horas de decisiones para viajar al Perú, pues el general Velazco Alvarado se ofrecía como conductor de un mejor desarrollo político, pero, sobre todo, porque había mucha gente en Lima que deseábamos conocer: Algunos de ellos abiertos a la experiencia de Velazco. En todo caso, leviatánicos de un mismo hacer, de quienes páginas sueltas, manifiestos o libros habíamos aprehendido por azar voluntario, o por nostalgia de Vallejo, en la busca de este continente y sus creadores.
Pues bien, Salvador y Ramón Palomares dieron por participar en la disposición de echar riendas hacia Lima. De aquel viaje: mejores amigos, locuras de muerte y poesía, mucho pizco y el mediano desencanto con el acontecer político. También el disfrute de la aventura compartida.

Paso al tiempo. En algún lugar del trayecto olvidamos asuntos de la violencia, de las deserciones, de la poética del desencanto. La memoria responde a saltos y debo ordenarla para llegar a puerto.
¿De cómo nos alejamos? ¿De cómo el viejo Salva se nos fue perdiendo entre una y otra hojarasca? digo de Zonia y de mis dos primeros hijos. Al cómo, la respuesta no tiene pie, como de seguro que tiene por qué. (Los investigadores o bien los averiguadores de intersticios encontrarán., entre una y otra entrevista, en recuerdos de muchos, en terceras versiones de los más, material para rehacer cosas e hilvanar locuras, pretensiones y ejercicio de vida).

Volvamos a esto, nuestro asunto: Se nos arruinó la vida. En medio de mi afición por el deporte de la natación pues mi hija María Julieta dio por ofrecer condiciones para batir record nacional, y no más, en medio de mi extremismo político, mi fidelista pasión que diera lugar a la revista Rocinante, y los veneros que asumieron los compañeros de Sardio y de El Techo de la Ballena, si gozosos en su paso, puestos en entredicho por los del Rocín, se volvió mierda la existencia: Sardio enterrada en la extremadura del corazón, El Techo de la Ballena convertido en sumidero, la adarga de Rocinante descalabrada por la ausencia de caballeros augustos. ¡Sardio, piedra del Apocalipsis! Años después, en el alma devota., la amargura del cuerpo del Ché puesto sobre unas tablas en algún lugar de Bolivia que me doy por no acordar.
Nos queda la nostalgia.

Del tiempo, nos queda el río y su rumor, nos quedan las viñas de ira, uno que otro delirio del capitán Ahab, el arpón destartalado, la ballena sin grifo, las sacudidas de Bekect, Artaud mordiendo cada una de nuestras extremidades por no decir la médula del corazón.

Bienvenido el punto y aparte: nos quedan los vaivenes del amor, sus despechos, la desmelenada hojarasca, el afecto afectísimo, el reconocimiento, en esta oportunidad, con el sentimiento estremecido, por lo que me toca, a Salvador, al viejo Salva, a Salvador Garmendia, a su obra y destino inacabables, perduración de la escritura de este siglo.