Un asesor del Parlamento chileno ha sugerido la posible desaparición de Bolivia, en razón a los gravísimos problemas por los que atraviesa este rincón del Universo Mundo. La tesis pareciera reabrir la discusión sobre la viabilidad de Bolivia, cuya crisis revive, fuera de su eventual balcanización, una idea antigua a la que han jugado discretamente todos sus vecinos: cómo repartirse el territorio boliviano.
En la mañana de hoy, miércoles 9 de junio, el conocido analista Jorge Lazarte fue convocado a un programa televisivo mañanero para hablar exclusivamente sobre este inquietante tema. El politólogo afirmó, desde su particular punto de vista, que las tensiones sociales en Bolivia han llevado, inclusive, al cuestionamiento de la democracia.
Empero, estas y otras observaciones empíricas parecen confundir lo que es un evidente cuestionamiento al sistema político con la democracia misma. El primero es un reflejo concreto del modelo democrático adoptado que, como todo modelo, es abstracto y atemporal. En verdad, casi nadie discute la democracia en Bolivia -que costó esfuerzos, sacrificio y muchos muertos- sino únicamente el sistema político, esto es, la materialización de la idea democrática.
Admitido lo anterior, en todos estos análisis no se advierten las cuestiones complejas en las que intervienen varios factores. De ellos, distinguimos los principales: 1) el económico -acaso el más objetivo y de perenne importancia (cuestión social)-, que hoy evidencia el agotamiento del modelo económico de mercado; 2) el social, conforme al esquema marxista clásico de confrontación de una clase contra otra, concepto todavía insuficiente al que hay que añadir, por fuerza de la constatación de las nuevas reivindicaciones culturales, 3) el nacional (referido a la plataforma de los pueblos originarios, republicanos y estratégicos) que configura un factor que nosotros denominamos "cuestión nacional" o "cuestión de las nacionalidades" cuya urgencia se hace cada vez más patente e inexcusable
En tesis que reclamamos como nuestra, el factor nacional ha asumido un papel tan preponderante, que aún siendo un componente superestructural, evidencia la contradicción más notable, en su oposición al sistema político vigente. A nuestro juicio, es el factor que, al presente, tiende a incidir más notoriamente en las tensiones generadas en el riquísimo y complejo escenario de la dialéctica boliviana.
Y es que en Bolivia, si bien es importantísimo resolver el problema de la "cuestión social", esto es, la depauperización de las clases menos favorecidas por el ejercicio del modelo económico aperturista que resultó el gran fraude de los últimos años, es urgente -más que importante- resolver o, al menos encaminar la solución, del gran problema de las nacionalidades bolivianas.
Es cuestión del estadista de turno el elegir entre lo urgente o lo principal.
Es más, el catalizador de la crisis o tensiones está transitando, casi insensiblemente, de lo que es o fue la pura cuestión social a la cuestión nacional. Aunque ambos factores interactúan y a veces -a la luz de las reivindicaciones sociales- es difícil encontrar una clara línea de separación, es sorprendente advertir la prevalencia de la cuestión nacional revelando una extraordinaria paradoja de la historia: hay ocasiones en que el cambio revolucionario no viene por la transformación de la base económica o estructural, sino también por la modificación sensible y dramática del aparato ideológico e institucional.
No es novedad -y, al contrario, es una afirmación de Perogrullo- que el sistema político boliviano ha colapsado, a tal punto, que es cosa común la deslegitimación de los poderes públicos, incluso de aquellos órganos e instituciones que no están directamente relacionados con el quehacer político-partidario (desde el Poder Judicial a la Liga del Fútbol). Todos ellos son alcanzados, curiosamente, por el descreimiento de la sociedad civil, al igual que una bomba cuyos efectos expansivos hacen añicos las vidrieras de los edificios contiguos al objetivo directamente impactado.
En Bolivia, quienes gobiernan confían en que el referéndum, las elecciones municipales de fines de 2004 o la solución coyuntural de los interminables problemas sociales a punta de promesas casi imposibles de cumplir, impedirán la debacle final, aquella "hecatombe" que sugirió el presidente Mesa. Todos ellos apuestan, en el fondo, a la subsistencia del sistema político actual a través de un marcapasos que evite su muerte súbita por infarto de miocardio, esto es, por la vía insurreccional. Por ello, cada vez piden más hierro y fusiles.
Otros, que no somos tan optimistas, sospechamos que esta visión, cargada de ingenuidad y gatopardismo -la "hecatombe", en la mejor acepción del término- será, más bien, justo holocausto en homenaje a la construcción del nuevo Estado boliviano. En rigor, la catástrofe debiera afectar, únicamente, al sistema político actual cuyos personeros legales y representantes por antonomasia se autodenominan "clase política" que, herida de muerte, ha tenido tiempo y oportunidad, en estos cuatro meses de suplencia constitucional del presidente Mesa, para reorganizarse ominosamente.
Es posible, sin embargo, que las tensiones y torsiones en los vectores del sistema político hayan llegado, a tal punto, que su desmoronamiento arrastre consigo toda la institucionalidad boliviana vigente a duras penas. Es decir, que el colapso alcance a la misma conformación política del actual Estado boliviano. Luego, sería demasiado tarde, tanto para el proyecto de salvación de la partidocracia como, lamentablemente, para refundar el país en una novedosa unidad política que agrupe las naciones y pueblos bolivianos insatisfechos con su postergación inmemorial.
En otros términos, si la solución es tardía, el asesor chileno tiene toda la razón: Bolivia es la nueva Yugoeslavia en la América del Sur.
Parécenos que no ha llegado esta hora extrema. Pero, entretanto, se acelera, incontenible, la descomposición general, pese a los esfuerzos denodados -y hasta heroicos- del presidente Mesa y la fauna cadavérica que anida en el sistema político. Así las cosas, es inevitable, empero, la insurgencia social que adelanta -como en el caso de Ilave en el Perú- la marcha del lumpen, que precede o acompaña al cambio revolucionario y la instauración del nuevo orden reclamado, del nuevo sistema político. Calificar este fenómeno como puro desborde delincuencial es tan irracional como confundir el acelerador (causa) con la velocidad (efecto) de los acontecimientos históricos que asisten al nacimiento traumático de una nueva institucionalidad política.
En el transcurso de esta progresiva disfuncionalización del actual sistema, las señales inequívocas de una nueva plataforma de reivindicaciones sociales, económicas y, principalmente, nacionales, fueron haciéndose cada vez más audibles desde abril de 2000 a la fecha. Los pocos que vislumbraron -en aquel entonces- la necesidad de convocar a la refundación del país fueron acallados por premuras que parecían más importantes: el déficit fiscal, la promesa de un millón de puestos de trabajo, las elecciones nacionales, la reforma tributaria, la reforma constitucional, la venta del gas y, hoy por hoy, el referendo.
La historia les dio la razón a aquellos visionarios.
Vivimos un estado prerrevolucionario no insurreccional. Y es lo primero porque, intuitivamente, el clamor popular apunta a un objetivo certero cual es la construcción de un nuevo país, aunque no se ha planteado, todavía, una agenda completa y cabal. Denunciamos que este proyecto no puede ser monopolizado por la Media Luna cuya plataforma departamentalista ignora la petición secular y sempiterna de los pueblos y naciones, originarios y republicanos, que pretende trasladar la cuestión nacional, siempre irredenta, al interior del gobierno departamental. Se desconocen así las aspiraciones territoriales de los pueblos amazónico, vallegrandino, chaqueño o tupiceño. Hay que volver a diseñar el territorio de los pueblos y naciones autónomos, mas allá del límite de los departamentos actuales, tan anacrónicos como el damero español de las ciudades españolas en la América del siglo XVI.
No es insurreccional porque todavía hay ciertos márgenes de decisión política -aunque estrechos, por cierto- que nos ha dejado una momentánea retirada de la vieja y obsoleta maquinaria partidocrática. Sin embargo, el momento en que los cuadros partidarios tradicionales asuman el proyecto nacional, en exclusiva y a su modo mezquino y gatopardista, no habrá lugar para nadie más. Ni siquiera a nombre de la recién inaugurada era de la "democracia participativa" cuya primera lección -con respuestas incluidas- nos viene en el referendo convocado para apoyar al presidente Mesa.
Pero, el otro momento, el que sobreviene al desencanto nupcial de los mecanismos referendarios y eleccionarios -válvula mínima de escape de la presión social y nacional- será el momento insurreccional que suprime la racionalidad del debate por la discusión de las ametralladoras. Nos preguntamos a propósito de Yugoeslavia: ¿quién anticipó su cruento derrumbe? ¿Fueron los petulantes analistas que siempre pueblan el aparato mediático oficial? ¿Pronosticaron la diáspora los marxistas de viejo cuño para quienes estaba zanjada la cuestión social con el modelo de socialismo real adoptado por Josip Broz Tito?
Es la historia, y siempre es la historia.
Recién entonces ¡y cómo duele el decirlo! será el momento apropiado para predicar la desaparición de Bolivia.
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