Los temas humanitarios acompañan las guerras en todas partes, estos si con sangre y lágrimas. Pero casi siempre con lágrimas de las víctimas, con un largo duelo entre sus familiares, vecinos o asociados, y una pasmosa indiferencia de quienes han entrado en el vértigo de la confrontación o en el mercado de la violencia. Para los victimarios, la sucesión de acontecimientos macabros se va tornando "efectos colaterales", ajusticiamiento de enemigo disfrazado, costos inevitables o rublos complementarios en los presupuestos de guerra.

En este absurdo escenario, deja de ser noticia que en los cuatro primeros meses del año 2004, en Colombia hayan sido asesinadas más de 1.000 personas por razones políticas o de limpieza social, que los desplazados se han aumentado con los 41.773 que huyen este año de los combates o de las fumigaciones o que permanecen más de 2.500 personas secuestradas y 2.700 desaparecidas. Nadie en los medios masivos le para bolas a los boletines de Noche y Niebla, ni al inventario parcial de las desgracias que publicó en mayo el Observatorio de derechos humanos de la Vicepresidencia.

Un inconsciente colectivo se encarga de hacernos mirar para otro lado, tal vez como mecanismo de defensa; y las grandes discusiones del tema se trasladan al análisis de estadísticas. Incluso a la guerra informativa sobre las metodologías y categorías para los registros de violencia. Los más doctos se encargan de recordarnos que podría ser peor: La tasa de crecimiento del índice de homicidios por 100.000 habitantes ha disminuido en los últimos tres años, y otro tanto ha ocurrido con el secuestro y las "pescas milagrosas" en las carreteras. Claro que en el 2003 aumentaron los homicidios de civiles en medio del conflicto, las víctimas de minas o las detenciones arbitrarias en comunidades prisioneras de los nuevos teatros de operaciones militares.

También llegan las comparaciones con El Salvador o con Río de Janeiro, y si aquí tenemos 30 masacres por año o 100 muertos en masacres perpetradas este año en Arauca, La Guajira, Cauca, Caldas, Valle o en pueblos de Antioquia, quedan para tercera página; en primer plano aparece en cambio un súper Presidente aplaudiendo operaciones de bombardeos indiscriminados en Palestina, torturas en Irak y secuestros masivos ocultos en Guantánamo. El lema, aquí y allá, parece ser: "todo vale en esta cruzada antiterrorista o en la insurgencia por un paraíso indefinido forzado a tiros de fusil".

De tanto en tanto ocurren hechos que no pueden dejar de inquietar hasta a los más escépticos. ¿Qué puede llevar a un Coronel del Ejército, responsable de operaciones en Arauca, a suicidarse y a dejar una nota advirtiendo que no está de acuerdo con las masacres? ¿Cómo encaja en la tragedia, la espectacular presencia en el Congreso de la República, de Francisco Galán, que fue trasladado en helicóptero desde la cárcel de alta seguridad de Itagui para que volviera a decir, como hace dos años, que su organización esta dispuesta a un cese bilateral de hostilidades y a cambiar a todos los secuestrados en poder del ELN por la libertad de todos los presos políticos en cárceles del Estado? Y ¿Cómo entender que ese viejo discurso hoy aparezca como si fuera novedad y merezca editoriales, despachos planetarios de noticias y de pronto un foro internacional? ¿Qué pregunta queda pendiente ante un gobierno decidido a combatir sin cuartel ni diálogo a los grupos irregulares que no hagan cese unilateral de hostilidades, pero que solo deja constancia cuando sus interlocutores de las AUC sobre pasan los 1000 homicidios en plena tregua con la Fuerza Pública? Y ¿Qué decirle a la OEA que envía una Misión especial para verificar el cese de hostilidades de los "paras" y al cabo de varios meses solo alcanza a musitar que no tiene recursos y que esperara hasta el día en que se concentren los 17.000 efectivos de las AUC para entrarle de verdad a su mandato?

La voz de las víctimas

En medio de la guerra, o si se quiere con precisión de DIH-logo, en medio del conflicto armado interno, son las víctimas quienes ofrecen las respuestas más pertinentes. Como advirtieron en el encuentro nacional realizado el 29 de mayo en Bogotá, no se trata solo de una crisis humanitaria sino de una endemia de crímenes de lesa humanidad. Y coinciden con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los derechos humanos en Colombia, en reclamarle al Estado que asuma la responsabilidad por "acción u omisión" ante las violaciones a los derechos humanos y las actuaciones de grupos irregulares que se autodefinen "paraestatales" y promueven toda suerte de atropellos y homicidios. La guerrilla no la salvan de responsabilidad y por ello le reclaman " que respete en toda circunstancia las normas del derecho humanitario y las recomendaciones formuladas por las Naciones Unidas".

Las víctimas no se quedan en la discusión jurídica que ha tenido entretenidos a ex presidentes y a altos burócratas sobre el sentido de los "acuerdos especiales" mencionados en el famosísimo articulo 3 común a los Acuerdos de Ginebra sobre regulación de conflictos armados internacionales o de carácter no internacional. Para ellas, como para cualquier ciudadano normal, se trata simplemente de proteger a la gente de las atrocidades de la guerra y de disminuir el dolor con decisiones pequeñas y grandes que impliquen libertad para los que están de rehenes, o como prisioneros de guerra, que se de cuenta de los desaparecidos y se distinga entre combatientes y no combatientes para cualquier iniciativa del Estado, de los paras o de las guerrillas. Si en ese camino les sirve hablar del DIH, sus parágrafos e incisos, pues bienvenido sea; y si eso no basta, que recurran a la llamada voluntad política. Para avanzar pueden asumir compromisos unilaterales, o sincronizados para dar y recibir o pactados con firma y show, como se ha hecho tantas veces.

En el apremiante asunto de la liberación de soldados y policías que llevan hasta cinco años en poder de las FARC, la oficina del alto comisionado de las Naciones Unidas ha sentenciado que pueden ser objeto de acuerdos en nombre del DIH, para su libertad, teniendo como contrapartida la excarcelación de combatientes irregulares hoy detenidos. Para el resto, personalidades políticas o anónimos ciudadanos secuestrados, son pactos políticos de conveniencia de las partes, los que podrían precipitar una liberación masiva. Para algunos familiares de los diputados secuestrados en Cali, la liberación es bienvenida así sea por cuotas.

Pero ni la decisión del gobierno de arrinconar a las FARC con el Plan Patriota, ni la determinación de las FARC de esperar mejores tiempos y por ahora no darle la cara a los ultimatos de Álvaro Uribe, permiten vislumbrar escenarios para acuerdos humanitarios. Con el ELN se han hecho ensayos y promesas, la última de ellas a propósito de la liberación de un grupo de extranjeros en la Sierra Nevada de Santa Marta y se podrían dar otros pasos.

En todo caso la iniciativa no vendrá espontáneamente de las partes combatientes, que le hacen balance de perdidas y ganancias a cada paso, sin importar mucho la suerte de la población civil. La disminución del impacto del conflicto armado en la población civil procederá de la presión que se ejerza desde organizaciones y comunidades. Esa es la lección que están dando las organizaciones sociales y en particular los indígenas del Cauca y la Sierra; también los promotores del desminado, los trabajadores y profesionales de la salud que promueven el respeto a las misiones sanitarias o los docentes que están construyendo su propia red de alertas tempranas para detener la ola de asesinatos y amenazas.

Querido Bruno lo que está resaltado es un juego de palabras del autor que significa diálogo.