No es ahora atenazados por barrotes nuestro peor momento. En Colombia hace mucho tiempo es el peor momento: La codicia y la insensatez funcionan como única lógica de poder extendiendo como epidemia la angustia y la incertidumbre. Todo lo bello ha sido trastocado en mercancía y el derecho natural a los bienes que nos ofrenda esta hermosa parte del planeta que nos tocó por territorio, ha sido suplantado por obligación tributaria y transacción de soberanía. Ni aire, ni agua, ni luz solar, ni gen escapan de este síndrome rentabilístico de gobernantes Midas que, como aquél convertidor de oro, trocan en muerte todo lo que tocan.

Ya de antes había razones poderosas para dolernos el alma; ya en el rostro apagado de niños y ancianos, en sus esqueléticas manos implorando sobras como rogando vida, habíamos descubierto la fuente de un daño superior contra nosotros como colombianos, como parte de un pueblo experto en sufrir.

Lo de ahora, este freno mural para recorrer geografías y escenarios no es nada comparable con la magnitud de la emboscada que día tras día ha soportado durante décadas el digno espíritu de nuestro pueblo. Es una cuota más –y no la más alta- que paga la libre expresión en este país de estrambóticas libertadas para robar, matar y huir condecorado.

Esta detención más bien nos ha servido para comprobar el quebrantamiento del equilibrio entre los poderes basales del estado de derecho; la disolución del espíritu de la ley y de la filosofía del derecho en la jactancia estadística del ejecutivo, poder ávido de imponerse mediáticamente como eficiente vencedor en su lucha antiterrorista.

Además hemos descubierto en la cárcel un lugar de incomparable riqueza. Sorprende el vertido de su movimiento cotidiano, el ímpetu de una pequeña ciudad que deriva en lenguaje propio para nombrarse y entenderse a sí misma. El obligado afán de sobrevivencia que demanda del individuo la concesión de su intimidad en aras del acuerdo y la permanencia colectiva. Un sistema de relaciones de mutua entrega y avispamiento permanente, donde cada uno es el par de ojos de todos.

Es ella el lugar de la cofradía donde todos los internos sin distinción de rango hacen parte de la grey exclusiva de los expulsados sociales, los no cabidos en el molde; la población carcelaria es el encierro de las molestias al orden y en ese sentido todos los detenidos y detenidas conforman una categoría que sobrepasa las tipificaciones divisorias que conlleva la amplia gama de sindicaciones existentes.

Es aquí donde aflora un festín maravilloso de historias: el retrato de una nación atiborrada de drama y esperanza, la jerga primordial para pintar el paisaje inaccesible a las palabras comunes. La cárcel, en fin, se traduce en un encuentro más endulzante que espeluznante con ese rostro de país que el país mismo evita mirar y reconocer como suyo.

Estamos viviendo este episodio con la rudeza y lágrimas necesarias a fin de que sea una ventana más a comprender en nuestra vida de cantores.

Ya marcados desde antes por la tragedia mayor de la patria, esta circunstancia que hoy ríos envuelve nos resulta menor. Más aún, nos sentimos dichosos de haber atizado a tiempo el coro de nuestro pueblo reclamando justicia y de encontrar en el fondo de cada calabozo una historia viva que espera de nosotros ser contada.