Según la ley, y hasta en el derecho eclesiástico, al fallecimiento de uno de los esposos se disuelve el matrimonio y el cónyuge supérsite, es decir, el que ha sobrevivido, puede volver a contraer matrimonio. En Bolivia, el matrimonio -o maridaje- entre el MNR y el MIR, concertado por el mismo ex presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, a pesar de su exilio forzado luego de los graves sucesos de Octubre, permanece vigente, hoy más que nunca, luego del pacto renovado entre estos partidos cuya unión goza de la aquiescencia del presidente Carlos Mesa e, incluso, de alguna fuerza de oposición.
La formalización de la alianza nupcial ha operado con la repartición, en exclusiva, de las directivas camarales entre el MNR de Sánchez de Lozada y el MIR. En verdad, este último no dejó nunca de ser fiel aliado y se mantuvo firme en el cogobierno, según había acordado con el ex presidente hoy en desgracia. En la hora actual, renovada la unión, surte plenos efectos jurídicos con el actual presidente Carlos Mesa, recientemente legitimado. El sistema político renace pues, como el Fénix, de sus cenizas de Octubre.
Ya lo anticipamos en diversos escritos anteriores (“En Bolivia todo pasa...”, “El gatopardismo...”, “El Parlamento escamotea...”), avizorando la transfusión energética sobre las justas para revivir -al menos por un tiempo adicional- al agonizante sistema político boliviano que entró en coma visible desde el año 2000.
La comparación con el vínculo esponsorial no es nuestra y, por ello, siguiendo la metáfora elocuente del mismo Sánchez de Lozada -que se complacía en utilizarla cuando negociaba una coalición perdurable con el MIR- es un caso extraordinario de matrimonio supérstite al fallecimiento político de uno de los esposos. Es decir, el matrimonio persiste incluso después de la muerte política -y ostracismo civil, según la condena popular- de quien ganara las elecciones nacionales un año antes de la insurrección de Octubre. En términos más llanos, el matrimonio de Sánchez de Lozada ha sobrevivido a su muerte.
Los renovados esponsales reconstituyen el sistema político que, en su momento, llevó a Carlos Mesa al sillón presidencial. Hoy, nobleza obliga. Argumentando respeto a la institucionalidad, el presidente alentó, en el ínterin de los nueve meses de su paso por el poder, el fortalecimiento de un sistema que por entonces parecía desahuciado. Hoy promete ser solamente disfuncional y en ello fincan sus esperanzas los políticos.
En efecto, el sistema político boliviano -como el de muchos países latinoamericanos- descansa en una rara especie de democracia de consenso, según afirman sus admiradores y beneficiarios. Acaso una innegable ventaja de este modus vivendi pragmático es la estabilidad y continuidad institucional. Pero, en rigor, estos pactos y conciliábulos a espaldas del sufragante que vota, pero no elige, empobrecieron contínua y progresivamente el contenido escasamente participativo del voto popular.
El sistema no tardó en evidenciar, con visos de alarma, pérdida de confianza y legitimidad, en especial, en su referente institucional más representativo: el Parlamento. El Congreso pasó, en el caso boliviano, de ser una institución altamente respetable y confiable, como en los primeros años de la vuelta a la democracia, a ser blanco repetitivo de los epítetos y menosprecio del ciudadano común. En contrapartida, este fenómeno llevó al ciudadano a buscar otras vías de expresión y participación pública como, por ejemplo, los medios de prensa, las autopistas informáticas o las calles y caminos. Se reveló así la disfuncionalización del sistema que no podía recoger las expectativas ciudadanas a través del mecanismo clásico de la democracia representativa.
Por ello, no extraña que uno de los primeros postulados de la llamada Agenda de Octubre pasara por el referendo. Acaso, no era tanto el contenido -o pretexto del movimiento- como la exigencia ciudadana de coparticipar en las decisiones de fondo. El contenido -la defensa del gas- se iría precisando posteriormente, lo que explica que el pedido inicial de un referendo evolucionara hasta la exigencia de la “nacionalización” de los hidrocarburos.
El actual presidente sintonizó en lo esencial de esta compleja textura de reivindicaciones populares. Así, promovió el referendo al que se negó Sánchez de Lozada y que consintió a la hora nona, cuando ya tocaban a rebato las campanas de la sublevación y su partida. La Constituyente es, a su turno, otro vehículo de realización del ansia participativa del ciudadano medio. A Carlos Mesa, por tanto, se le atribuye la gravísima responsabilidad histórica -entre otras- de no defraudar estas legítimas expectativas ciudadanas.
El reclamo de mayor autonomía para las regiones y pueblos originarios y republicanos que alberga el caduco Estado boliviano puede también comprenderse desde la perspectiva de una necesaria evolución a un estado superior de gobierno -el autogobierno- en que el Poder se acerca al ciudadano en un entorno social propicio a la autogestión. Aceptado ello, podría concluirse que la Agenda de Octubre, así como la llamada Agenda de Oriente de la denominada Media Luna -incluída la pacificación social- contienen varios puntos en común y sugestivas coincidencias.
Pero, estas legítimas aspiraciones de los pueblos y naciones bolivianas no pueden realizarse si el sistema político no se adecúa a la dinámica de los inevitables tiempos de cambio. Hasta el Nazareno enseñó que el vino viejo no se guarda en odres viejos.
Urgía superar los cauces tradicionales de la actividad política estableciendo vías de participación popular más efectivas que la simple concurrencia a elecciones. El referendo es un mecanismo muy idóneo siendo el otro la Constituyente y, por supuesto, la desmonopolización de la actividad política. Ello explica la dictación de la Ley de Agrupaciones Ciudadanas y Pueblos Indígenas que permitirá, se dice, la participación “directa” del ciudadano a través de agrupaciones independientes de los partidos políticos.
Aunque es harto discutible el alcance de esta última ley, todas estas medidas (referendo, Constituyente) que toma el Estado boliviano -cuya dramática urgencia será recogida por el historiador del mañana- sólo pueden realizar su propósito modelador de la conducta social si, en definitiva, cambia también el sistema político. Lo contrario será exponer, nuevamente, las recientes instituciones y vías de participación ciudadana, al descrédito y la deslegitimación, provocando la pérdida de la credibilidad generalizada de todo el aparato estatal. Una tensión de esta naturaleza no podría ser superada si no es a través de medios no racionales, esto es, rercurriendo al puro ejercicio de la violencia en el cambio, sea revolucionaria o involucionaria.
Por ello, resiente la lógica común -fuera de la indignación del ciudadano de a pie- la recomposicion del sistema político tradicional que significará, inevitablemente, las consabidas componendas de pasillo congresal o ministerial, el “cuoteo” y el retorno a la democracia “pactada” sin la coparticipación y contraloría del ciudadano. Se subvierten, peligrosamente, las reformas emprendidas. Si a esto se suma el propósito encubierto de burlar las aspiraciones populares con la “interpretación” del voto popular en el recinto parlamentario o la “preparación” oficiosa de la agenda de la Constituyente, la mezcla es altamente explosiva, a tal punto, que la fragilidad institucional boliviana no podría resistir.
En este cuadro de situación es, pues, un despropósito el ejercicio excluyente y abusivo de las coyunturales mayorías parlamentarias que hoy copan las directivas camarales cuando todos sabemos que los congresales no representan la actual correlación de fuerzas del espectro político boliviano. ¿Cuál el propósito? Proveer al recientemente legitimado presidente Mesa, estabilidad en el cargo hasta el final de su gestión el año 2007.
Pero, sorprende que el mismo propósito aliente la principal de las fuerzas de oposición: el MAS de Evo Morales cuya estrategia, hoy ya desembozada, pasa por la apreciación relativa de las expectativas ciudadanas de hoy, en aras del proyecto trascendente -dice uno de sus personeros- cual es la ascensión de Morales al sillón presidencial el año 2007. Si así fuera, la estrategia masista es, inequívocamente, electoralista. Según aduce uno de los personeros del MAS, la construcción del nuevo Estado será recién a partir de 2007. En otras palabras, sólo cuando ellos ganen las elecciones nacionales podráse afirmar que el nuevo país, la nueva Bolivia, comienza a perfilarse. No antes.
Nosotros habíamos predicho que los cuadros partidarios del MAS y la presión social exigirían a Evo Morales un apartamiento del presidente Mesa al que apoyó encubiertamente en los últimos dos o tres meses y, más palpablemente, en la promoción de la fórmula 3Sí en el referendo, siendo corresponsables de las proporciones hiperbólicas de aceptación ciudadana a los designios presidenciales. Esta constatación produjo un reflujo de las corrientes sindicales y las más radicalizadas del MAS.
Pero ¿cómo conciliar la exigencia de una mayor radicalización con el proyecto Evo-2007? ¿Cómo conjugar la defensa militante de la “nacionalización” con la “lulalización” de Morales? Resignando parcialmente la primera. Anticipamos que no debiera sorprender que, en la próxima batalla parlamentaria sobre la nueva Ley de Hidrocarburos, la versión de Mesa sea la que, en definitiva, se imponga. ¿Y el TLC? Tema tabú.
Si albergáramos malicia, podríase afirmar que, detrás de este andamiaje circense, hay una suerte de compromiso tácito, de pacto de caballeros a largo plazo. Hoy por ti, mañana por mí. Hoy las directivas camarales y mañana, ya veremos. Que nadie se sorprenda, entonces, que luego se elijan, fácilmente y hasta septiembre, los ministros de la Corte Suprema, el Fiscal General, los superintendentes que faltan, etc. Son, no olvidemos, las ventajas de la democracia “pactada”, más real y efectiva que la “participativa” que, según insiste machaconamente la publicidad oficial, viven los bolivianos.
¡Salud y larga vida al sistema político boliviano en el día de reafirmación de los votos conyugales que un día concelebró Sánchez de Lozada!
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