El autor señala que por tercera vez en los últimos veinte años recobra impulso el proyecto de avanzar hacia el "crecimiento con equidad"mediante sucesivas reformas del régimen político vigente. Indica que los teóricos del progresismo ya no declaran ingenuamente que "con la democracia se cura, educa y alimenta", ni proclaman que el "funcionamiento normal de las instituciones" es suficiente para asegurar la reindustrialización de la Argentina.
Pero nuevamente imaginan que mejorando los mecanismos constitucionales prevalecientes podrá conjugarse la prosperidad con la igualdad social. Estiman que el proyecto transversal de Kirchner ofrece una nueva oportunidad para ensayar la "democratización del capitalismo".
El entusiasmo que despierta esta perspectiva en la centroizquierda de origen nacionalista coexiste con la resignación de los viejos seguidores del radicalismo y la alianza. Actualmente ambos grupos consideran que sólo el peronismo puede gobernar a la Argentina [1].
Pero a diferencia del establishment esperan que Kirchner inaugure la "democracia redistributiva", que ningún gobierno implementó desde 1983. Esta esperanza se basa en cuatro proyectos.
"Democracia transparente"
El primer objetivo es gestar una "democracia transparente" y con reglas de juego estables, para que puedan desenvolverse la inversión y la competencia. Por eso aplauden los medidas que adopta Kirchner para erradicar el legado de corrupción del menemismo. Pero esta depuración -que el gobierno impulsa en la justicia, la policía, el Pami o las administraciones provinciales- sólo afecta a las camarillas que perdieron poder y no a los grupos capitalistas que se beneficiaron con el festival de coimas. La mayoría de los funcionarios de los 90 son tratados hoy como una escoria inservible. Pero los banqueros e industriales que se llenaron los bolsillos con las privatizaciones y los subsidios mantienen sus privilegios y son reivindicados como la nueva burguesía nacional que reconstruirá el país. Technit, Pérez Companc, Roggio o Fortabat han quedado eximidos de toda culpa por la malversación de los fondos públicos que padeció la Argentina.
Por mandato de la clase dominante Kirchner expulsa de la escena a los personajes más contaminados con las estafas. Se desprende de los mafiosos en declive que estorban los negocios y obstruyen el arbitraje estatal requerido para que todos los capitalistas lucren con la reactivación. Kirchner también busca utilizar este reordenamiento para borrar su vieja complicidad con el menemismo y para difundir una imagen de honestidad que le permita construir una base política propia. Los medios de comunicación apuntalan este operativo, porque el reforzamiento de la autoridad presidencial permitiría disciplinar al justicialismo, asimilar a la derecha y someter a la centroizquierda.
Este ensayo de estabilización se alimenta de un tradicional espejismo: la "lucha contra la corrupción". En este lema se apoya en la arraigada creencia de que el progreso capitalista está asociado con la transparencia de la administración pública. Pero esta impresión choca con la inexistencia de una correlación nítida entre la tasa de crecimiento y la honestidad de los gobernantes.
La limpieza en la gestión pública es un rasgo subordinado a la necesidades de la acumulación (en la Argentina y en el mundo), porque el poderío de los capitalistas no se basa en la buena conducta. Basta observar por ejemplo cómo actúa el temerario grupo que rodea a Bush, para verificar cuánto depende la rentabilidad de las grandes corporaciones norteamericanas de los fraudes contables, las maniobras bursátiles o los negociados con petróleo y armamento. La crema del capitalismo europeo o japonés está salpicada por este mismo tipo de escándalos.
Identificar el funcionamiento transparente de las instituciones con el éxito capitalista es tan ingenuo como atribuir el sostenido crecimiento de ciertos países periféricos a la honestidad de sus capas dirigentes.
El nivel de corrupción de la alta burocracia de China o Malasia ilustra, por ejemplo, cómo la pulcritud ética no converge con la tasa de inversión. Especialmente en las naciones subdesarrolladas, el soborno en gran escala siempre acompaña el acaparamiento de los beneficios extraordinarios.
Pero el apetito por la ganancia recrea la corrupción en todas las economías capitalistas. Cuando esta gangrena se descontrola y amenaza la continuidad de los negocios cierto orden estatal tiende a reestablece, hasta que la tentación por nuevos beneficios erosiona ese equilibrio.
Debido al carácter frágil y turbulento de la acumulación, esta secuencia provoca grandes conmociones en la periferia. La corrupción no es aquí mayor que en los países centrales, pero es más visible y desestabilizadora. Es también un arma de las empresas extranjeras que cuestionan la honestidad de los gobiernos para lograr ventajas sobre sus competidores locales. Para ello utilizan los absurdos indicadores difundidos por "Transparency International". El último informe de este organismo privado le asigna por ejemplo a Kirchner un nivel de corrupción superior a Memen y De la Rúa [2].
La experiencia de las últimas décadas evidencia que el logro de una democracia transparente exige desplazar del poder a los grandes banqueros y empresarios. Pero el progresismo evita esta conclusión y espera lograr ese objetivo introduciendo algunas reformas políticas. En cambio sus adversarios liberales -que cuentan con mayor experiencia gubernamental- destapan o entierran las denuncias de corrupción según las conveniencias del momento [3].
"Democracia participativa"
La centroizquierda promueve, en segundo lugar, una ampliación de la participación ciudadana para reducir la gravitación de la partidocracia y el clientelismo. Pero no registra que este mejoramiento de la "calidad de la democracia" choca con un obstáculo mayor: la ausencia de soberanía popular efectiva. Desde hace décadas, todas las decisiones relevantes son adaptadas a puertas cerradas por un selecto grupo de ministros, empresarios o enviados del FMI.
Durante los 90 el poder ejecutivo gobernó por decreto y los legisladores sesionaron de urgencia, cada vez que los acreedores exigían la sanción de alguna ley. Esta atadura de las instituciones a las demandas de los capitalistas persiste en la actualidad bajo otra forma. El Congreso ya no delega superpoderes como en la época de Cavallo, pero le otorga a Lavagna un amplio margen para actuar con discrecionalidad. El ajuste no se amolda al "déficit cero", sino al superávit fiscal. Es cierto que el parlamento sesiona sin "diputruchos", pero continúa aprobando las compensaciones que exigen los bancos y los tarifazos que demandan las compañías privatizadas.
El descrédito de muchos políticos frente a la población es producto de esta conducta servil. Ese rechazo popular ha disminuido desde que Kirchner logró neutralizar parcialmente la exigencia de "que se vayan todos". El presidente promete ahora renovar la vida política depurando el sistema electoral, con cambios en las circunscripciones y en la confección de las listas sabana. Pero aunque esta reforma se reduce a una disputa de espacios de poder entre rivales del PJ, muchos progresistas celebran el cambio esperando que reduzca la gravitación de los punteros. Aquí olvidan que la partidocracia no reúne sólo a una casta de aprovechadores. Conforma también un grupo asociado a los banqueros e industriales.
La difundida creencia que "los políticos gobiernan para sí mismos" es falsa. En su gran mayoría actúan por mandato de las grandes corporaciones y son utilizados como fusibles de un sistema manejado por la clase capitalista.
Dependen especialmente de un mecanismo que los apuntala y adula cuando demuestran solvencia para el engaño y que los desprestigia y reemplaza cuándo el régimen necesita oxígeno. Los medios de comunicación contribuyen a este manejo mediante el oportuno aplauso o la contundente denigración.
La renovada expectativa de superar la decadencia nacional a través de una reforma del sistema político se inspira en una creencia liberal, que divorcia a la elite gobernante de sus padrinos de la clase dominante [4].
Esta visión supone que los defectos del primer grupo son ajenos a los características de los capitalistas que detentan el poder.
Otra tesis del mismo origen pone el acento en el deterioro de los "mecanismos de representación" [5].
Pero aquí se ignora que esta fractura entre gobernantes y los gobernados no es una peculiaridad argentina. La brecha entre los ciudadanos y los funcionarios se acrecienta en todo el mundo, a medida que la población percibe su impotencia frente al manejo burocrático y secreto del poder.
Existe una generalizada pérdida de legitimidad de los regímenes constitucionales, porque se torna notorio que los votantes son convocados para optar entre alternativas de un mismo sistema. El desprestigio de la actividad política tradicional se acentúa, además, por la conversión de esta práctica en una rama del espectáculo. Cuándo la definición de candidatos y programas depende del ingenio mediático de los publicistas, la participación cívica se diluye por completo. Frente a esta degradación algunos analistas proclaman la "imposibilidad de la democracia" [6]
Pero en este caso se olvida que el obstáculo radica en el manejo capitalista del sistema.
Para erigir una democracia participativa habría que revertir el divorcio entre la igualdad ciudadana y el manejo inequitativo del poder. Este proyecto exigiría reconocer la fractura existente entre la democracia formal y real, que algunos teóricos de la centroizquierda ignoran y otros consideran obsoleta [7].
En este grupo de intelectuales las expectativas optimistas de reforma política tienden a coexistir con recaídas pesimistas, que atribuyen la culpa del fracaso argentino a toda sociedad. Estas proclamas subrayan que "todos somos responsables". Si hay pobreza es porque la "sociedad lo tolera", si hay corrupción es porque la "sociedad la apaña", si hay criminalidad es porque "la sociedad lo acepta" y si hay explotación es porque "la sociedad se acostumbró".
Pero estos mensajes desconocen que la "sociedad" no es un patrimonio común. Los miembros de la comunidad no gozan de derechos y obligaciones equivalentes, en la medida que la división de clases le otorga privilegios a los poderosos mientras condena a la miseria a los trabajadores y desempleados. La reforma política del progresismo no resuelve este antagonismo social.
"Democracia soberana"
El tercer basamento del programa centroizquierdista es recuperar la autonomía nacional poniendo fin a la subordinación diplomática a Estados Unidos. Proponen complementar este giro con la gestación de un bloque común con otras "democracias soberanas" de América Latina. ¿Pero cómo es posible avanzar en esta dirección manteniendo el pago de la deuda y aceptando las imposiciones comerciales del imperialismo? El carácter ficticio de la democracia actual no podrá revertirse mientras los acreedores del FMI auditen las cuentas nacionales, absorban el grueso del superávit fiscal, impongan el congelamiento salarial o determinen el envío de tropas a Haití.
A veces el progresismo reconoce estas limitaciones, pero entiende que la recuperación de los márgenes de independencia debe ser un proceso paulatino y adaptado a la institucionalidad vigente. Evita observar que es la preeminencia de este marco lo que impide erigir una democracia genuina. Ignora que todos los organismos del régimen actual están bajo custodia de lobbys, fundaciones y hombres de negocios.
El proyecto de inducir la "maduración de las democracias periféricas" reproduce la creencia liberal en un avance gradual hacia el desarrollo [8].
Pero la repetición del sendero recorrido por las naciones avanzadas se encuentra bloqueado desde hace mucho tiempo y no se ha verificado en ninguna parte.
Como en el competitivo espacio del mercado mundial no hay lugar para todos, los capitalistas del centro se aferran a sus privilegios en desmedro de las economías subdesarrolladas. Por eso la economía mundial está sujeta a una polarización de ingresos que impide extender el nivel de vida vigente en las naciones avanzadas al conjunto de la periferia.
El acrecentamiento de esta brecha económico-social se traduce en un vaciamiento más brutal de la democracia en los países dependientes.
Lo ocurrido en Latinoamérica en las últimas dos décadas ofrece una dramática comprobación de este proceso. Los regímenes constitucionales que actuaron más descaradamente como instrumentos de la depredación imperialista perdieron por completo su legitimidad. Por eso han sido cuestionadas por numerosas sublevaciones populares en distintos países. Esta experiencia ilustra hasta que punto los sistemas políticos que enriquecen a las clases dominantes y sofocan a la mayoría popular impidiendo el surgimiento de una democracia genuina.
"Democracia redistributiva"
Muchos teóricos del progresismo señalan que la frustración padecida por las democracias periféricas comenzará a superarse cuándo la consolidación de la ciudadanía política permita el debut de la ciudadanía social. Reconocen que el divorcio entre ambas metas es mayúsculo al cabo de 20 años de constitucionalismo [9].
Pero suponen que el enlace entre ambos objetivos se logrará afianzando primero las instituciones y estableciendo luego los derechos sociales pendientes.
No registran que esta fractura temporal impide el logro de ambas metas. Cuánto más se extiende la pobreza y la explotación, menor vigencia efectiva presenta la soberanía popular.
Algunos intelectuales afirman que "al menos" se han logrado preservar las libertades públicas, en un país que arrastra una trágica historia de dictaduras, persecuciones y terror. Pero las conquistas democráticas logradas con la lucha popular no se identifican con el régimen político actual que manejan los capitalistas. Si el término "democracia" se ha tornado tan confuso es porque se lo utiliza para describir indistintamente estos dos procesos antagónicos. Lo que ha sucedido en realidad es que la democracia impuesta por abajo ha sido permanentemente amenazada por el autoritarismo proveniente de la cúspide estatal.
Todos los gobiernos de las últimas décadas intentaron suprimir o reducir las libertades impuestas por la población movilizada. Primero instauraron la Obediencia Debida y el indulto y luego criminalizaron la protesta social. Dos picos de este giro reaccionario fueron los 37 asesinados del 20 de diciembre y la masacre de Puente Pueyrredón. Pero existe, además, una secuela perdurable de este atropello en el procesamiento judicial que sufren tres mil luchadores contra el hambre. El hostigamiento contra los piqueteros constituye actualmente la principal manifestación de estas amenazas contra las libertades públicas, que algunos exponentes del progresismo avalan explícitamente [10].
Ningún teórico de centroizquierda ha logrado explicar cómo se gestaría una ciudadanía social a partir de un régimen político que afianza la miseria y mantiene siempre en reserva una carta represiva. Tampoco aclaran de qué forma se transformarían las conquistas logradas en el terreno del sufragio o la libertad de expresión en avances sociales. Su expectativa es la evolución del capitalismo argentino hacia un perfil "más humano y redistributivo". Pero los indicios de este curso no pueden vislumbrarse por ningún lado [11].
El progresismo igualmente supone que si por alguna vía el capitalismo es democratizado, quedaría despejado el camino hacia la reducción de las desigualdades sociales. Pero este avance requeriría en todos los casos cuestionar las relaciones de explotación en que se apoya el capitalismo. Aunque el sistema político burgués fuera permeable a insospechadas transformaciones, nunca podría traspasar ciertas barreras. Por eso la democracia se encuentra estructuralmente proscripta en los ámbitos estratégicos de la reproducción del capital. No puede amenazar en forma perdurable el derecho empresario a contratar y despedir, ni la atribución de los banqueros para manejar los recursos líquidos, ni la vigencia de un mercado laboral que acrecienta la polarización social.
Por estas razones la estrategia emancipatoria debería apuntar hacia la sustitución del sistema política actual por un régimen de efectiva soberanía popular. Sólo ese modelo -que podría incluir formas directas e indirectas de representación- comenzaría a ensamblar los derechos civiles y políticos con la ciudadanía social. Los objetivos del progresismo: transparencia, participación, autonomía y redistribución pueden alcanzarse. Pero el camino no es obtener "más democracia", sino gestar "otra democracia".
[1] "El único conglomerado que puede gobernar a la Argentina es el peronismo" (Beatriz Sarlo, La Nación, 23-8-03). "Después de la experiencia de la Alianza muchos hemos llegado a la conclusión de que por bastante tiempo este país va a ser gobernado por peronistas" (Luis Alberto Romero, La Nación, 15-11-03).
[2] Pagina 12, 8-10-03.
[3] Los sermones de Mariano Grondona son un ejemplo de esta oscilación. A veces promueve un "pacto contra la corrupción" que aseguraría treinta años de crecimiento y en otras ocasiones estima que una política de purificación ética es "utópica en la Argentina". "Más allá de las coimas y del odio, la nueva Moncloa" (La Nación, 4-12.03) y "Otra vez, los puros contra los impuros" (La Nación, 9-11-03).
[4] "Los argentinos somos personas competentes. Lo que ha fallado es la dirigencia", afirma Manuel Mora y Araujo. "De la Argentina real a las Argentinas posibles" ("La Nación, 1-2-04).
[5] "¿Por qué no sabemos representarnos? Lo único que puedo decir es que tengo la pregunta, pero no la respuesta".... "la crisis de representación no ha sido superada"... "la ciudadanía no termina de construir a sus mediadores" y " sin mediación no hay democracia contemporánea". Natalio Botana, "Se han olvidado de la seguridad" (La Nación, 27-12-03).
[6] "Creo que puede construirse una sociedad lo más civilizada y republicana, pero la democracia en un sentido estricto de la palabra es cada vez menos posible". Carlos Strasser, "La democracia es cada vez menos posible" (La Nación, 17-1-04).
[7] Un ejemplo es el análisis sobre este tema que plantea Beatriz Sarlo. (La Nación, 14-12-03).
[8] Sebrelli piensa que esta meta se alcanzará cuando surja un "conservadurismo democrático y una socialdemocracia a la europea, que es lo que existe en los países avanzados y civilizados" (La Nación, 18-8-03). Grondona estima que ese objetivo se logrará cuándo la población supere la tara que le impide copiar la trayectoria recorrida por Europa y Estados Unidos. Grondona Mariano, "Desarrollo y democracia capitalista " (La Nación, 6-4-04).
[9] "Los derechos políticos son lo único que tenemos. En estas democracias de América Latina, los derechos civiles son negados a la mayoría y ni que decir de los derechos sociales". Guillermo O’Donell. Página 12, 19-9-03.
[10] "La ley está hecha para todos. No puede haber una justificación para que los pobres (o quiénes) no tienen trabajo violen las leyes". (Luis Gregorich, La Nación, 3-1-04.).
[11] Un ejemplo de esta "impasse" son los planteos de José Nun. "Hay que reparar un barco en alta mar" (La Nación, 30-8-03).
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