Una victoria de Bush sería una de las inolvidables ironías de nuestro país. No es preciso volver a hablar de las mentiras, las manipulaciones y la mediocridad espiritual de los años transcurridos desde el 11-S; lo que tenemos que hacer ahora es sobreponernos al asombro de que una trayectoria tan desastrosa (además de la total negativa a examinarla), pese a todo, tenga probabilidades de volver a ganar. Es decir, ¿quiénes somos? ¿En qué situación está el pueblo estadounidense?
Un vistazo rápido a nuestras estrellas de cine nos da alguna pista. La izquierda progresista se ha relacionado siempre con actores como Warren Beatty y Jack Nicholson. Apelaban a nuestro cinismo y nuestro idealismo frustrado. Pero el centro traspasó su lealtad de la decencia de Gary Cooper al valor y la seguridad en sí mismo de John Wayne.
Ahora tenemos la apoteosis de Arnold Schwarzenegger. Fue el más aclamado de la convención en el Madison Square Garden cuando, a través de su mera presencia física, aseguró a Estados Unidos que, si el país se encontrara alguna vez en la grave situación de necesitar un dictador, afortunadamente para nosotros, él, Arnold, puede ofrecer la mejor barbilla que se ha visto desde Benito Mussolini. Y la barbilla está dispuesta ahora a sustituir al mensaje.
En 1983, en pleno periodo inicial de los mensajes interpretados, 241 marines murieron en una explosión causada por terroristas en Beirut. Dos días después, el 25 de octubre, Reagan envió 1.200 marines a Granada, que está a 4.500 kilómetros de Beirut. Cuando el número de soldados llegó a 7.000, la invasión se terminó. Estados Unidos perdió a 19 marines y, en el otro bando, murieron 49 soldados del ejército de Granada y 29 trabajadores cubanos de la construcción. Era el final del comunismo en el Caribe (salvo por el pequeño detalle de Castro y Cuba).
Tras esta fulminante victoria frente a un enemigo muy inferior, Reagan se sintió animado y capaz de decir, como sus partidarios, que Estados Unidos había conseguido dejar atrás la humillación de Vietnam. Reagan comprendió que lo que querían los estadounidenses era un mensaje interpretado. Que nos dijeran que estábamos sanos era más importante que estarlo de verdad.
Bush y Rove lo han comprendido todavía mejor. Han actuado a partir de la premisa de que Estados Unidos es un país tremendamente inseguro. Como imperio, somos nuevos ricos. Intentamos superar el malestar que ello nos produce a base de acumular cuanto más dinero mejor.
Lo más triste de Estados Unidos, ahora que nos acercamos furtivamente hacia el fascismo (que puede estar en nuestro futuro si sufrimos una gran depresión o sufrimos una serie de atentados con armas radiológicas), es que contamos con que van a producirse catástrofes. Las esperamos. Nos hemos convertido en una nación que se siente culpable.
En algún rincón de nuestra conciencia nacional sabemos que estamos atrapados en la contradicción de adorar a Jesús los domingos y pasar el resto de la semana codiciando grandes fortunas. ¿Cómo no vamos a necesitar que alguien nos diga que somos buenos y puros, y que él se va a encargar de darnos seguridad? Para Bush y Rove, el 11-S fue la lotería.
La presidencia es un papel, y George podría haber tenido éxito como actor de cine. La tarea de Kerry, ahora, consiste en atacar el burdo machismo de Bush. ¿Pero cómo? Su única oportunidad de verdad consiste en los debates, que están llenos de limitaciones.
Kerry tiene que dominar a Bush sin pensar, ni por un momento, en los consejos conciliadores que le da su equipo -"No des una imagen cruel, John, o perderás a las mujeres"-; al contrario, Kerry tiene que ganarse a los hombres. Tiene que despedazar a Bush en público. Al acabar los debates, tiene que haber conseguido eliminar la sonrisa de Bush y presentarse como alternativa legítima, un héroe cuya reputación ha sufrido los ataques de alguien que eludió su deber. No es fácil. Bush es mejor actor.
Lleva muchos años encarnando a hombres más viriles que él. Kerry tiene que convencer a algún sector nuevo del público de que su rival, en el fondo, es un alfeñique que utiliza su inflexibilidad para fingir ante Estados Unidos que es fuerte. Bush conecta, sobre todo, con los más estúpidos. Ellos también son inflexibles y saben que aferrarse a su estupidez puede acabar siendo una especie de fuerza, siempre que uno no cambie de opinión.
Hay un subtexto que puede utilizar Kerry. Bush no está acostumbrado a trabajar en ambientes hostiles. Le miman desde hace años. Una cosa cruel, pero cierta, es que tiene toda la vulnerabilidad de un ex alcohólico. Los miembros de Alcohólicos Anónimos se denominan a sí mismos borrachos secos. Dicen que, aunque ya no beben, la sensación de desequilibrio relacionada con la falta de alcohol no desaparece.
No es que Dios les ayude en sus esfuerzos para permanecer sobrios, sino, más bien, que esconden el impulso detrás de la fe. Es posible que dejar el alcohol fuera el acto más heroico de la vida de George W., pero tal vez Estados Unidos está pagando el precio. Su piedad se ha convertido en una pomada que sirve para tapar toda la inestabilidad apagada del borracho seco que aún se agita en su lívido interior.
Las palabras anteriores, tan pesimistas, las escribí antes del primer debate, celebrado el 30 de septiembre. El final era todavía más sombrío: "En esta era de repugnantes ironías, la más desagradable es quizá que tengamos que cifrar nuestras esperanzas en una serie de debates televisados que, históricamente, han ofrecido poca cosa aparte de unas cuantas frases para los contendientes y apnea para el espectador. ¡Dios bendiga a América! Quizá no nos lo merezcamos, pero desde luego que nos vendría bien su ayuda. No hay más que tener en cuenta que Bush está convencido de que el diablo nunca le abandonará en tiempos de necesidad. Su único error es que cree que el que habla con él es el Hijo".
Sin embargo, el debate nos sorprendió y nos dio motivos para ser optimistas. Kerry estuvo muy bien, conciso, enérgico, casi regocijándose en su virtuosismo. Pudo decir lo que pensaba a pesar de los límites implacables del debate. Y Bush estuvo muy mal. Parecía un niño malcriado. Estaba fuera de su elemento.
Estaba cansado de la campaña. Hay ocasiones en las que una persona ha trabajado tanto en la campaña que no le queda de dónde sacar. Incluso su rostro jugaba en su contra. Se le veía con mal genio y enfadado. Hace varios años que siempre puede hablar sin entrar en discusiones, proclamar su evangelio campechano y patriótico sin que nadie le interrumpa. Pero el otro día, en los noventa minutos de debate formal, la cámara captó varias de sus reacciones malhumoradas ante lo que decía Kerry, y se le veía lo bastante incómodo como para tomarse una copa.
Casi todo esto lo vi en un televisor grande y moderno, y el veredicto me pareció claro. Kerry había ganado por amplio margen. El único mérito de Bush fue que llegó hasta el final sin cometer errores irremediables. Las cifras de Kerry en los sondeos tenían que mejorar.
Sólo había un pequeño problema. Los primeros veinte minutos los vi en un televisor más pequeño, como los que tiene la mayoría de los estadounidenses.
En ese aparato, el debate resultaba ligeramente distinto. Karl Rove había vuelto a acertar. No sé cómo lo había conseguido, pero la colocación de las cámaras favorecía a Bush. Su cabeza ocupaba más que la de Kerry en la pantalla. Y en la televisión eso equivale a tener media batalla ganada. A Kerry se le veía largo y delgado, en lo que parecía un plano medio, mientras que Bush disfrutó de muchos primeros planos.
En el televisor grande, en parte, desaparecía esa ventaja. Sin embargo, en el aparato pequeño la técnica inclinaba la balanza del otro lado.
Tendremos que esperar a la votación y el recuento. ¿Estarán tan sesgados como los ángulos de la cámara? Da la impresión de que estamos viviendo en un caleidoscopio de ironías. ¿Nos queda aún lo peor? Si es una elección muy igualada, las máquinas electorales electrónicas se apresurarán a afianzar los malos recuerdos de Florida en el 2000.
Tal vez nuestro futuro no es ya responsabilidad de Jesús ni de Alá, sino que ha llegado de nuevo el turno de los dioses griegos. Al fin y al cabo, cuando se trata del destino, ellos fueron los primeros en concebir las Ironías.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
© Norman Mailer, 2004
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