Sin siquiera abolir la esclavitud, la elite política norteamericana se convirtió en adalid de la libertad y en paradigma de democracia, logrando que el poder de los ricos no sólo fuera acatado, sino además bendecido por todos los credos, loado por pensadores de todas las escuelas e incluso, aplaudido por las mayorías.

El éxito ideológico de aquel proyecto se alcanzó por el revés. Sus promotores, no aludieron a sueños seculares, sino que se atuvieron a realidades inmediatas, no alabaron las virtudes sino que consagraron los defectos. Nunca hablaron de desinterés, sino que estimularon la ambición; en lugar de criticar la riqueza la exaltaron y la preocupación por el prójimo, fue sustituida por la competencia. Donde antes estuvo el colectivismo, ellos colocaron el más feroz individualismo.

Con el Laissez-faire, la libertad alcanzó una inédita dimensión económica. No hubo espacio para las medias tintas. Había oportunidades para amasar cuantiosas fortunas mediante la colonización de vastos territorios, únicamente había que comprárselos a Europa, arrebatarlos a los indios, a los mexicanos e incluso a los esquimales. Puro trámite. Nadie se contuvo.

Al crear el sueño americano, según el cual, entre otras cosas, todos pueden ser ricos, la oligarquía estadounidense legitimó el poder del dinero, representado por una clase política formada por la elite presidenciable que encabeza el gobierno, seguida por el Senado, la Cámara de Representantes, el poder ejecutivo y el aparato judicial; a mucha distancia, marginado del mecanismo de toma de decisiones, aunque completamente integrado al sistema, está el pueblo.

Sobre todos, opulenta e intocable, reina la oligarquía económica.

Nadie la eligió ni nadie la combate. El poder de las grandes corporaciones norteamericanas y su influencia sobre la vida política nacional e internacional, es un hecho que la sociedad estadounidense conoce y aplaude.

La jerarquía económica estadounidense, reconociendo que el poder ejercido con violencia, asegura su dominio más no su prosperidad y que las herramientas idóneas para la administración de los negocios, no lo son para la dirección de la sociedad, cede ese espacio a la elite política que aporta el orden necesario y, sirviéndose del Estado, hace prevaler su moral y su ley, neutralizando los conflictos internos. Aunque no resuelve todas las contradicciones sociales, la democracia liberal, aporta las herramientas para administrarlas.

Si bien dominan la política interna, es en el ámbito de la política exterior donde claramente se expresa el dominio de las corporaciones transnacionales. Fueron los empresarios y banqueros norteamericanos quienes convirtieron al mundo en un mercado e hicieron virtual el precepto de que: “Estados Unidos no tiene aliados, sino intereses". Las cañoneras, los acorazados y los embajadores procónsules fueron un complemento necesario.

En Estados Unidos, mejor que en ninguna otra parte se evidencia el hecho de que en su acepción químicamente pura, el poder no se relaciona con el desempeño de cargos ni jerarquías, no es un fenómeno individual, tampoco un dominio ejercido sobre las personas, sino que, todo eso y mucho más conforman una dictadura hegemónica sobre la realidad. Los reyes que gobiernan por la gracia de Dios, los papas que lo representan o los mandatarios que lo hacen a nombre del pueblo o los dictadores que se imponen por la fuerza, son instrumentos del poder, no el poder en sentido estricto.

Quienes, como ocurre con los jerarcas de la sociedad norteamericana, disponen del poder en esa dimensión global, cuentan con instrumentos para establecer su hegemonía, entre ellos la prensa, el sistema escolar, las leyes y los aparatos represivos. Esa dimensión del poder, deja visibles las palancas y oculta a quienes las manejan. A diferencia del personero político que compromete su rostro, los jerarcas económicos lo ejercen sin compromisos individuales, límites prefijados, ni contenciones morales.

En ocasiones, algunos oligarcas caen en la tentación narcisista de hacer explicito su enorme influencia, toman en sus manos las riendas y se exponen a la evidencia de la corrupción a que conlleva el poder, cuando no está iluminado por una vocación de servicio. Tal vez eso esté ocurriendo ahora mismo.

La guerra en Irak ha destapado los más oscuros aspectos del maridaje entre el dinero y el poder político. El complejo militar-industrial, para muchos norteamericanos, una referencia retórica se ha vuelto tangible y despreciable y tal vez ha rozado el límite marcado por las mil cruces que recuerdan a otros tantos jóvenes caídos sin gloria, al servicio de espurios intereses mercantiles.

De todos modos, los dueños del poder no se alarman. En el sistema que Estados Unidos ha impuesto como paradigma, las corporaciones son las criaturas más queridas y acatadas porque, a diferencia de los políticos que cobran impuestos, las grandes compañías generan empleos y aportan bienestar. La ideología se ha impuesto: “Lo que es bueno para ellas, es bueno para el pueblo americano". Esa y no otra es la plataforma que nadie se propone seriamente confrontar.

Una parte de los norteamericanos, tal vez la minoría, concurrieron a las urnas para cumplir el ritual que la democracia impone: votar y elegir al hombre que regirá el entorno de sus vidas en los próximos cuatro años.

Desde sus atalayas los dueños del poder los contemplaran satisfechos, ellos administran el sistema más conservador de cuantos hayan existido. Desde que se instauró, hace más de doscientos años, nada ha cambiado y nada cambiarán aquellos votos.

Para el pueblo de EEUU la historia termina en ellos mismos. No hay que engañarse, el imperio los incluye. Son felices así. No esperen más de ellos.