La política paramilitar es un asunto mucho más amplio y entretejido con todos los órganos del Estado colombiano. Estos datos no se conocen con precisión. Tampoco los de la corrupción que todo ello conlleva.

Aunque el apoyo que esos 13.500 hombres, repartidos en 49 frentes de las Autodefensas Unidas de Colombia reciben en algunas regiones, parecería un triunfo de las AUC, hay fuertes motivos para dudar de que se trate de acuerdo con su proyecto militar.

Sería, más bien, un reconocimiento a regañadientes a un orden regional impuesto por la fuerza. En muchos lugares, después de haber sufrido los abusos totalitarios de la guerrilla, las gentes vieron en los paramilitares su liberación. Pero la dicha les ha durado poco, ya que las mal llamadas autodefensas incurren en los mismos abusos totalitarios guerrilleros. En el fondo, la razón de que los nuevos amos logren instalarse en muchos sitios es el terror que sus comandantes inspiran, después de veinte años de torturas y masacres llevadas a cabo con crueldad estudiada para atemorizar a las poblaciones.

El emblema de este régimen del terror ha sido el descuartizamiento de víctimas vivas con motosierras destinadas a la tala de árboles. El emblema de su proyecto social y económico es la plantación, con sus campamentos de mano de obra desarrapada y sus bungalows, con todas las comodidades, para los patrones.

El proyecto político del paramilitarismo es insidioso porque llega disfrazado de participación democrática. En forma paulatina se descubre que dicha democracia es bastante restringida. Sus límites son claros: mano de obra hábil y sumisa, cero organización popular, corrupción en todos los niveles, estructura social mafiosa (relaciones económicas y sociales patrimoniales; justicia con base en la ley del silencio y en la pena de muerte). Sus áreas preferidas son todas las que llevan al enriquecimiento rápido.

Esta hegemonía no se ha impuesto de manera casual. El trasfondo del paramilitarismo colombiano es la ambigüedad política, cuidada con diligencia por los privilegiados, que ha llevado a que en el país conviva un aparato político moderno con un sistema feudal de barones regionales. Estos últimos operan a través de partidos políticos tradicionales, con base de clientelismo, mientras el gobierno central, se esfuerza en vano por modernizar su burocracia. Así se explica lo que algunos llaman la ausencia de Estado en vastas regiones del país.

Algunos de estos señores feudales pactaron, en su momento, con el narcotráfico, de forma tal que hoy es imposible, en la práctica, separar el narcotráfico de la política y de la economía colombianas. Esa misma ambigüedad ha caracterizado todas las negociaciones de paz. El caso actual es Santa Fe del Ralito, donde se llevan a cabo unas conversaciones secretas y sinuosas, de las que, a veces trascienden ecos que hacen temer por la justicia, la verdad y la reparación de un sin número de víctimas.

El resumen de esta saga de terror y sangre es la reforma agraria que se ha realizado mediante tales desafueros: millones de hectáreas que han caído en las manos de tales empresarios del terror. Cada metro cuadrado de esa tierra tiene una relación directa con los más de 3 millones de campesinos desplazados desde 1985. En esa forma, mientras repudiaron a las guerrillas por sus atentados contra la propiedad privada, los financiadores de estos ejércitos mercenarios fueron realizando un despojo sistemático de cultivadores pobres, indígenas, negros y mestizos.

Se está tratando, en estos momentos, de negociar con ellos: no con los señores de la tierra y de la guerra, sino con sus mercenarios (de los que algunos ya son también terratenientes). Es evidente que si se quiere desarmar hay que pactar, porque no se puede suprimir de golpe lo que se ha creado en tanto tiempo de connivencia.

Pero si se olvidan las víctimas, ignoradas hasta ahora de manera olímpica, tampoco el desarme durará mucho tiempo. Queda entonces la pregunta sobre la posibilidad y los términos de la reconciliación. Sin responder ambas preguntas no habrá paz.