No se, nunca sabré si pedir perdón es acto de dignidad o de cobardía, pero, este momento, no me importa. Pido perdón.
Y lo pido al mundo, comenzando por nuestros más cercanos vecinos, los colombianos, porque he visto las fotos de los niños, flagelados por efecto de las fumigaciones; y las macilentas filas de los campesinos, hueso, pellejo y pies para huir de los paracriminales, que cortaron con sierras a quienes no pudieron escapar de sus garras, y porque usted, señor Rumsfeld, es el autor intelectual de esos actos y prepara, y usted lo sabe, el arrasamiento de la zona andina, porque Venezuela se niega a poner de rodillas, Colombia le embosca sin temor y porque cometimos la estupidez de nacer sobre un suelo rico que usted ambiciona.
Pero, sobre todo, pido perdón porque hoy, este mismo momento, se pasea usted, impunemente, por calles y plazas de esta hermosa Capital, sin que se haya levantado, como tromba, la voz de un pueblo que se horroriza ante el genocidio que, minuto a minuto, comete contra el martirizado pueblo iraquí, y ya ni fuerzas tiene para decirle con voz atronadora pero cortés: “Váyase usted, por amor de nuestro Dios. No nos injurie” O hablarle en lengua de nuestros indios, que da igual porque ni español ni quichua entendería: “Llugshi caimanta”.
Pido perdón al combatiente de Faluya. A aquel cuya imagen hoy da la vuelta al mundo, malherido, mientras su soldado se burla de la agonía y lo remata. Y en él, quiero pedir perdón a los miles de ciudadanos que yacen eliminados, entre los restos de la inmolada Ciudad, a los cuales su “inteligencia” militar ya tuvo la prolijidad de contarlos: 1300. Le pido a aquel, el insurgente, porque creyó que es deber patrio combatir contra el agresor que viola su suelo; a los otros, hombres, mujeres, niños, ancianos, porque no tuvieron la ocurrencia de escapar antes del aniquilamiento.
Como pido perdón a los 39 soldados suyos, caídos estos días por la obediencia debida, aunque ella convierta a soldados en carniceros; y a los 2 mil reservistas de los 4 000 convocados a filas hace 2 semanas, para enviarlos al matadero, que se niegan a ir. Y pido, además, perdón a los 20.000 que debieron licenciarse y volver a los Estados Unidos y que usted, Rumsfeld, no los deja, porque no encuentra carne fresca de relevo. No lo digo yo: lo cuenta ayer mismo su “New York Times”. A ellos pido perdón, no a mi nombre: al suyo. Son sus compatriotas y vale que al huir de las filas hitlerianas, al morir, al enloquecer en ese manicomio infernal, tengan la ilusión de que algún sentimiento humano le queda, bien en el fondo, a usted, que les mandó.
No es una carta para usted, porque no entiende las palabras y porque, francamente, me avergonzaría escribirle.
Es una nota de humana solidaridad con sus víctimas universales, porque con su venida al Ecuador, ultrajó nuestro suelo también, y le dejamos. Por eso, pido perdón.
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