Hoy viernes en que tomando un título ciceroniano empiezo a prosar estos renglones, Cienciano del Cusco jugará la final de la Copa Sudamericana. Cienciano -el equipo del Colegio de Ciencias del Cusco- es como Jinetes en el espacio, aquella película del viejo Clint Eastwood, una escuadra que ante todo es un canto a la voluntad humana que es capaz de resistir los embates de la vejez y enmendar a su gusto los designios de la fatalidad.

Como diría Calamaro en su oda a Elvis Presley, en (Cusco) lo saben todos, pero es gente muy discreta y no dice nada: la Furia Roja se compone de siete jugadores cuyos equipos el año pasado marcharon a la baja y de otros cuatro entrados en años que fueron echados a patadas de los “grandes” clubes limeños.

El que recibió mayor mácula fue Óscar Ibáñez, su arquero. “36 años y demasiadas cicatrices, demasiadas derrotas para un arquero”, le dijeron en Universitario y, felizmente, le pidieron “que deje ya el fútbol para los muchachos”. Sin responder nada, Ibáñez se refugió en el Cusco, el ombligo del mundo, según enseñan los manuales de historia. Desde ahí se agigantó y se fue especializando en vencer a los equipos limeños, que los domingos llegan a la capital del imperio Inca con sus jugadores “casi cuatreros... pura plata/ Pura pinta...pura lata”, como versa el poeta Ángel Avendaño en sus épicas Crónicas del Cienciano.

El otro menoscabado fue Germán Carty, el goleador de la Copa Sudamericana. Con sus piernas de avestruz, Carty divagó como segundón en varios equipos limeños. Nunca fue ídolo, nunca tuvo la confianza plena de nadie. Un negrito sin jeta y con poco cuerpo, que confesaba en los camerinos que su máxima aspiración no era ganar un campeonato, sino lograr un gol con el culo, “sólo para joderlo a Beingolea, para que tenga que gritar por la radio y por la tele: ‘goooooool... Germaaaan, Germán Carty volteó el partido con un rotundo culazo, gooooooool... bendito sea el culo de Germán Carty, señores’”-. Un negrito con ese pensamiento era un caso perdido para los técnicos limeños; y con sus treinta años -“son muchos para un delantero”, le dijo un periodista de la teve- también tuvo que ir hacia el sur, hacia el Cusco. A cumplir con su destino.

El Cienciano, el Rojo, el Once Inca... es también casi una anomalía. En sus orígenes aparece la mano de un hacendado de Urco y un profesor de educación física del Colegio de Ciencias del Cusco, cuyo director, Juan Manuel Triesierra, proscribió el 1902 la práctica del fútbol, “ese deporte lujurioso”.

Luego la historia se detiene. El Cienciano marcha a la deriva hasta que es invitado a participar en el campeonato descentralizado, la liga mayor. Y después de los obvios desbalances, todo el Cusco sale a la calle a hacer colecta “para salvar el honor del departamento”. Es el momento en que el cojo Juvenal, todo de rojo, “la camisa, la camiseta, los calzoncillos y los huevos” se arrastra por la plaza del Cusco, ya había vendido por 83 soles sus muletas, para depositar en el buzón de la colecta 80 soles con cincuenta. “Los otros dos cincuenta los gasté en un paquete de velas que le puse a San Bernardo, ese santo que tiene su burrito, para que no nos goleen en Lima”, contó.

Así se fue haciendo el Cienciano. Como todo equipo chico, sin dinero, lleva una historia pundonorosa por dentro. El poder político y los otros poderes que hoy se montan sobre sus triunfos nunca quisieron construirle un estadio y por eso tuvo que coronarse campeón jugando de “local” en Arequipa, a cientos de kilómetros del Cusco, donde los seguidores del esforzado Melgar, saboreando la envidia, prometieron hinchar por River Plate.

Así se hizo el Cienciano. El Rojo que humilló a los arquetipos de fútbol sudamericano, el Santos, La Católica, el Nacional de Medellín y al River del venerable Beto Alonso.

Como toda historia hecha de girones, es casi seguro que el próximo año todo esto sea nada más que una marca en la historia del fúbol. El equipo hecho con los jugadores que otros clubes desecharon -ese Frankenstein, como le dicen los comentaristas deportivos- irá palideciendo y se irá desmembrando. Y sin embargo la enseñaza quedará ahí clavada como un Inri, pero no cristiano sino más bien shakesperiano : “Yo meto goles sólo para joderlos a quienes me despreciaron, yo juego para que mis amigos se chupen una cerveza en mi nombre”, dice Carty. Y precisamente, creo, que en esa enseña descansa la esencia del fútbol verdadero. De ese futbol jugado por aquella raza a la que pertenecen Piebdebene y su arrogancia; Obdulio Varela y su rencor; Chilavert y su soberbia; Maradona y su cocaína: el futbol jugado por odio y orgullo, por entrega y venganza, por pasión y grandeza.