Al discutir sobre relaciones internacionales, el principio fundamental es: nosotros somos buenos. Nosotros es el Gobierno, una aceptación del concepto totalitario de que el Estado y el pueblo son uno solo. Nosotros somos benevolentes, buscamos la paz y la justicia, aunque tal vez cometamos errores en la práctica. Nosotros somos engañados por villanos que no están al nivel de nuestros elevados principios.

Los hechos de las últimas semanas, entre ellos las elecciones en EEUU, el ataque a Faluya, la muerte de Yasir Arafat y los cambios en el Gobierno de George Bush dan pábulo al principio enunciado y, a nivel humano, acrecientan el peligro de la guerra y del terror. La política militar de Washington "conlleva un riesgo apreciable de catástrofe final", escriben los expertos en estrategia John D. Steinbruner y Nancy Gallagher en la última edición de Daedalus, una revista no muy dada a la hipérbole.

Los autores expresan la esperanza de que la amenaza será contrarrestada por una coalición de países amantes de la paz, encabezados por China. Realmente las cosas están muy mal si debemos confiar en China. La democracia puede hacer algo mejor.

Es lo apremiante. En Irak, 100.000 civiles han muerto como consecuencia directa o indirecta de la invasión encabezada por EEUU en marzo del 2003, según un estudio publicado en The Lancet y efectuado por investigadores de la Universidad Johns Hopkins, que Washington y Londres rechazaron. Y ello sin contar las muertes recientes en Faluya.

El ataque comenzó cuando fuerzas norteamericanas e iraquís tomaron el Hospital General de Faluya, descrito por oficiales del Ejército como "un centro de propaganda y arsenal de los resistentes" desde el cual se habrían difundido "una serie de informes" falsos "sobre bajas civiles", según informó The New York Times. Otro artículo del diario señaló: "Pacientes y empleados del hospital fueron sacados de las habitaciones y se les ordenó estar sentados o acostados en el suelo mientras los soldados les ataban las manos a la espalda". El ataque al hospital es una explícita violación de la Convención de Ginebra, parte de la "la ley suprema de los territorios" y base de las modernas leyes humanitarias.

La ley contra crímenes de guerra de 1996 (aprobada por un Congreso con mayoría republicana) impone la pena de muerte para los mandos militares responsables de "graves violaciones" de la Convención de Ginebra. La ley de crímenes de guerra también reapareció con la designación del consejero de la Casa Blanca Alberto Gonzales como secretario de Justicia. En enero del 2002, en un memorando al presidente acerca de nuevas medidas en la lucha contra el terrorismo, Gonzales recomendó a Bush dejar de lado la Convención de Ginebra, pues de esa forma se reducía "de manera sustancial la amenaza de procesos penales internos bajo la ley de crímenes de guerra". Hacer caso omiso de la ley internacional es un elemento de orgullo para la gente de Bush. Condoleezza Rice, nombrada por Bush secretaria de Estado, expresó sus puntos de vista en enero del 2000 en Foreign Affairs, donde criticó "el atractivo, prácticamente similar a un reflejo condicionado, de nociones sobre normas y leyes internacionales y la creencia de que el respaldo de muchos países, o mejor aún, de instituciones tales como las Naciones Unidas, es esencial para el legítimo ejercicio del poder".

Actualmente, el propósito reconocido de Washington es implantar la democracia en Oriente Próximo. La muerte de Arafat ofrece otro instructivo caso de la práctica de la democracia. "La era posterior a Arafat será la última prueba de una convicción que representa el núcleo del pensamiento político norteamericano: que las elecciones ofrecen legitimidad, inclusive a las instituciones más frágiles", escribió Steven Erlanger en The New York Times. Pero el artículo plantea una paradoja: "En el pasado, el Gobierno de Bush se resistió a la convocatoria de elecciones nacionales palestinas. La idea era que las elecciones mejorarían la imagen de Arafat y le darían un renovado mandato, y eso podría dar credibilidad y autoridad a Hamás". En resumidas cuentas, la quintaesencia del pensamiento político norteamericano se aplica si los resultados son los deseados. De lo contrario, hay que bloquearlos.

La elección presidencial estadounidense presenta problemas que van más allá de las presuntas irregularidades en la votación. La elección vale lo mismo que lanzar una moneda al aire para elegir un rey cuando una de sus caras pesa más que la otra. Es injusto, pero ahora el asunto principales es el déficit democrático que padecemos. La evidencia demuestra que las opiniones de la mayoría de la población simplemente fueron eliminadas de la campaña, ya fuese dentro de los partidos o en los temas principales de discusión, con raras excepciones. El pueblo terminó votando a partir de simples imágenes. Bush era el hombre que compartía los valores morales de la mayoría y podía proteger a EEUU del terrorismo.

Y el senador John Kerry era el hombre que se preocupaba por la economía y por la salud pública. Sus campañas fueron lideradas por las mismas personas que venden pasta de dientes y automóviles. ¿Cómo puede esperarse de esa gente que diga la verdad? El déficit democrático se extiende a las Fuerzas Armadas de EEUU. En mi opinión, si hay que tenerlas, que sean del pueblo. La jerarquía militar prefiere un Ejército de voluntarios (con preponderancia de los sectores más pobres). En Vietnam, el Ejército norteamericano de dió cuenta de que había cometido un grave error al intentar que un Ejército de reclutas luchara en una viciosa, brutal guerra colonial.

Tenemos una idea bastante clara de lo que desean los asesores de Bush, pero lo que podemos esperar depende de las circunstancias, incluidas aquellas que podemos promover. Eso debe incluir la creación, y en parte la recreación, de una cultura democrática que funcione, donde el pueblo participa de los programas de manera efectiva, y donde aceptamos el principio moral básico de que aplicamos a nuestro país los mismos estándares que exigimos a los otros.