Nos esperaba en Miraflores, a las diez de la noche. Poco antes, nos habíamos encontrado con el candidato a la gobernación del Estado de Miranda, Diosdado Cabello, quien salía de una reunión y estaba enterado de que nos entrevistaríamos con el Presidente venezolano Hugo Chávez Frías: “Prepárense, que seguramente será para largo”.

Fueron seis horas de conversación que volaron debajo de un techo de palmas, en el patiecito que queda a un costado de la oficina presidencial, sin más testigos que el frío que en la madrugada envuelve al valle caraqueño.

Sin embargo, con Chávez el tiempo de conversación nunca es demasiado. La mayoría de los temas que llevábamos en nuestra agenda se quedaron sin tocar, mientras otros aparecieron de forma inesperada y matizaron de emoción un diálogo que pretendía seguir las pistas de algunas historias truncas que compañeros, vecinos de la infancia y familiares del Presidente nos revelaron en una peregrinación por Caracas y por los Estados de Lara, Táchira y Barinas.

Queríamos rastrear los detalles que no aparecían en las numerosas -y casi siempre extensas- entrevistas publicadas desde los días de la rebelión militar del 4 de febrero de 1992. Más que reflexiones sobre la historia convulsa de la Venezuela de las últimas décadas, sobre la cual existe otra abundante bibliografía, nos interesaban los rasgos vitales de una personalidad fuera de lo común, turbulenta y sensible. Nos habíamos propuesto descubrir otras muchas facetas de este jefe de Estado que rompe todas las convenciones: alguien que suele cantar a mitad de los discursos, y a quien los venezolanos más humildes sienten tan franco y familiar.

Sabíamos que, aun cuando se prolongara durante horas, esta sería una entrevista incompleta con un ser humano que ha vivido muchísimo más de lo que cabría esperar en alguien que acaba de cumplir 50 años de edad. Con él no sentimos esa distancia protocolar, a veces fría, que supone el encuentro con un jefe de Estado. Hugo Chávez nos recibió despejado y animoso, vestido con camisa roja y jeans azul, y nos esperó al pie del elevador, sonriente, con el bate que Sammy Sosa utilizó el 25 de febrero de 1999 en un juego de exhibición en la Ciudad Universitaria de Caracas. Ese día el Presidente ponchó al pelotero dominicano y Sammy le respondió con seis jonrones. “Este no es cualquier bate -dijo con picardía-. Con este les voy a conectar un jonrón a los gringos el día del referendo. Ya lo verán”.

Y así fue.

Todos los niños tienen un sueño

Todos los niños tienen sueños y yo no tuve uno, sino dos. El primero nació uno de esos fines de año en que mi papá, quien acababa de regresar de Caracas tras un curso de mejoramiento profesional del magisterio, me regaló un ejemplar de la Enciclopedia Autodidacta Quillet. Eran cuatro tomos grandes y gruesos, con muchas figuras y gráficos. Me los bebí y viajé por el mundo a través de las ilustraciones y las historias. Hasta un pequeño curso de alemán traían aquellos libros, y me empeñé, con mi primo Adrián, en aprender ese idioma. Adrián soñaba con ser torero, miraba una foto y decía: “Cuando yo esté en la monumental de Valencia...” Ese era su sueño, y el mío era ser pintor. Gracias a aquellos ejemplares empecé a dibujar y, años más tarde, pasé unos cursos de pintura en Barinas, durante el bachillerato. Salía del liceo por la tarde y me iba a la escuela de pintura Cristóbal Rojas. Me daba clases una profesora bien bonita que nos advertía: “Lo más difícil de pintar son las manos”, y nos ponía unos moldes para que las dibujáramos. Ella nos explicó la técnica del claroscuro y la combinación de colores.

Mi otro gran sueño era el béisbol. Lo traía en el alma desde niño, pero fue en Barinas donde se consolidó, cuando ingresamos en un equipo organizado en 1967 ó 1968. Mi ídolo era Isaías “Látigo” Chávez, magallanero, un muchacho de Chacao que no era familia nuestra. A los 21 años estaba ya pitcheando en las Grandes Ligas. Le decían Látigo porque lanzaba como si tuviera un látigo en la mano derecha. Nunca lo vi porque televisión uno nunca veía -vine a verla de cadete-, pero logré imaginarlo muy bien, gracias a un extraordinario narrador que tuvimos en Venezuela, Delio Amado León. Lo escuchaba por radio: “Se prepara Isaías Chávez, levanta una pierna... El Juan Marichal venezolano lanza una recta...; strike, el primero”. Eso todavía lo tengo aquí, dentro de la cabeza.

El 16 de marzo de 1969, un domingo, me levanté un poco más tarde. Mi abuelita Rosa estaba preparándome el desayuno, y encendió el radio para oír música y de repente: “Ultima hora, urgente”, y salió la noticia, fue como si por un momento me hubiera llegado la muerte. Se había desplomado un avión poco después de despegar del aeródromo en Maracaibo y no había sobrevivientes. Entre ellos iba el “Látigo” Chávez. Terrible. No fui a clases ni lunes ni martes. Me desplomé. Hasta me inventé una oración que rezaba todas las noches, en la que juraba que sería como él: un pitcher de las Grandes Ligas.

A partir de ahí, el sueño de ser pintor fue desplazado totalmente por el de ser pelotero. Empecé a darme a conocer en el ambiente beisbolero de Barinas, y al año siguiente estaba en un campeonato zonal, como pitcher. Me decían que necesitaba fortalecer las piernas, y me ponía a trotar. Corría todos los días. Mi abuelita: “Se va a volver loco usted”. Llegaba del liceo y empezaba a lanzar piedras y cosas contra una lata que ponía junto a una palmera del patio. Hasta construí un dispositivo muy rústico para batear limones y perfeccionar los lanzamientos: “Usted me está acabando con los limones” -decía Mamá Rosa.

Se me metió una idea fija, pero fija, fija, de que tenía que ser pelotero profesional. Estuve tres años como pitcher abridor en Barinas. Eso me hizo daño, porque, además de mi obsesión, que ya era exagerada, me pusieron a pitchear en la categoría superior, como relevo. El brazo no aguantó.

La academia militar

Desde niño me gustó la vida militar. Cuando miro hacia atrás, me veo jugando a la guerra en el patio de Mamá Rosa. Inventamos unos fuertes militares con latas de zinc y tablas, y nos lanzábamos a conquistarlos. Primero, nos tirábamos frutas secas de almendras, pero, después, piedras. Una vez le dimos una pedrada a mi hermano menor y le rompimos el coco, y ahí se acabaron los juegos de guerra.

Cuando llegué a la Academia me encantó. Francamente, yo había querido estudiar física y matemática, y además, ser pelotero profesional, con los Magallanes. Esa era mi meta, a la que le dediqué mucho entrenamiento, especialmente, a cómo se agarra la pelota, a la técnica del pitcheo. Pero la vida militar me apasionó, hasta el punto de que lo subordiné todo a ella.

Cuando entré en la Academia, Adán, que me lleva un año, ya estaba en la Universidad de Los Andes, en Mérida. Le dije a mi papá que quería estudiar lo mismo que mi hermano. En Barinas no había universidad. Mi papá me dijo: “Bueno, nos vamos a Mérida a hablar con tu primo Angel para el cupo”. A mi padre y a mi madre tendremos que agradecerles toda la vida que pudiéramos estudiar, aun siendo una familia sin recursos. Ellos siempre nos dieron ese impulso, con miles de sacrificios.

Pero en Mérida no se jugaba béisbol profesional, y le dije a mi padre: “No, si no hay béisbol en Mérida, no voy”. Estaba en ese dilema, buscando la manera de irme a Caracas, cerca del Magallanes, cuando nos llevaron a una conferencia en el Auditorio. Un teniente del Fuerte de Tabacare, de Barinas, dio una charla sobre la Academia Militar a todos los muchachos del quinto año del bachillerato. “Esta es la mía, me voy para Caracas”. Pensaba que luego podía pedir la baja y quedarme en la capital, a tiempo completo en el béisbol. Era como un tránsito, como un puente, y comencé a prepararme para los exámenes físicos.

Tenía un gran amigo, Angarita, que en aquel momento estaba en el primer año de la Academia. Cuando llegó a Barinas en Semana Santa, hablé con él y me consiguió los folletos para presentarme a los exámenes que se hicieron en Barinas y aprobé aquellas primeras eliminatorias sin problemas.

Poco después trajeron un telegrama a la casa donde decía que me presentara en la Academia: “¿Qué tú vas a hacer en Caracas en una escuela militar?”, y papá asombrado. “Yo presenté examen”. “¿Cuándo?” A mamá le gustaba la idea y me apoyó, finalmente, papá lo aceptó: “Bueno, hijo, vaya pues”. Me consiguió el pasaje del autobús, y me vine solo, asustado, a presentarme al examen definitivo de la Academia. Era la primera vez que venía a Caracas.

La pasión política

Adán fue uno de los que más influyó en mis actitudes políticas. El es muy humilde y no lo dice expresamente, pero tiene una gran responsabilidad en mi formación. Mi hermano estaba en Mérida y era militante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Yo no lo sabía, solo me llamaba la atención que él y sus amigos iban todos de pelo largo, algunos con barba. Aparentemente yo desentonaba con mi cabello cortico, mi uniforme.

Estaba naciendo el Movimiento al Socialismo (MAS), y yo andaba por ahí. Otros -Vladimir Ruiz y los hijos de Ruiz Guevara, un viejo comunista- estaban fundando la Causa R. Eramos amigos, y me aceptaron, con uniforme y todo. También hubo su discusión, claro. Cierta vez uno de esos muchachos, un hombre joven, me dijo: “Este uniformado debe ser uno de esos parásitos.” Casi nos entramos a golpes, pero el grupo me defendió. “Respeta, vale, que este es Hugo Chávez, amigo nuestro.”

Había una gran discusión política y muchas lecturas. Ahí me fui interesando por el tema social, aunque si miro más atrás, siempre tuve, desde niño, simpatías por los rebeldes. Esa zona de Sabaneta fue una zona insurgente. De mi pueblo varios se fueron a la guerrilla, y mi padre estuvo vinculado al Movimiento Electoral del Pueblo (MEP), de tendencia socialista, dirigido por el viejo Luis Beltrán Prieto Figueroa. Aunque tenía esa inclinación hacia la izquierda y el camino abonado hacia las preocupaciones políticas, nunca me incorporé a partido alguno. En una ocasión asistí con Adán a una de sus reuniones, como oyente, vestido de civil.

Fueron dos los acontecimientos que dispararon en mí una vocación política, que radicalizaron mi pensamiento. En primer lugar, el hecho de haber formado parte de un experimento educativo en la Fuerza Armada Nacional (FAN), conocido como el Plan Andrés Bello. Nos hicieron exámenes muy rigurosos y, ya en la Academia, nos aplicaron un filtro. Entramos 375 y nos graduamos 67. Hay un corte bastante profundo entre la vieja escuela militar y la nueva, con un grupo de oficiales de primera línea, entre ellos el director de la Academia, que es nuestro actual embajador en Canadá, el general Jorge Osorio García. También, Pérez Arcay, Betancourt Infante, Pompeyo Torralba...

Ese grupo de oficiales se dio a la tarea de forjar aquel ensayo a conciencia. Incorporaron también a profesores civiles y se preocuparon por darnos una formación humanista. Con ellos estudiamos Metodología, Sociología, Economía, Historia Universal, Análisis, Física, Química, Introducción al Derecho, Derecho Constitucional... El Consejo Nacional de Universidades (CNU) exigía estudios superiores para avalar la licenciatura.

El Plan Andrés Bello contribuyó enormemente a nuestra formación, aun cuando no basta con él para entender lo que ha ocurrido en la FAN. Hay otros muchos factores, porque también han salido de ahí unos cuantos traidores. De mi promoción y de las que vinieron después he recibido solidaridad y una compenetración mayor de las que imaginaba. Sin duda, los que se prestaron al golpe de abril de 2002 fueron graduados anteriores a nosotros, especialmente de la promoción inmediatamente anterior, que ha sido la última línea de retaguardia de la oligarquía, el último arañazo del fascismo y del anticomunismo.

El segundo acontecimiento, asociado a lo anterior, fue el descubrimiento de Bolívar. Comencé a leer vorazmente de todo, pero en particular sus propios textos y los materiales relacionados con su pensamiento y su biografía. Noche tras noche me iba para las aulas a estudiar, después del toque de silencio, a las nueve. Nos permitían estar allí hasta las 11 de la noche, y a veces me quedaba. En ocasiones me encontraron dormido encima de un pupitre y con un libro abierto. Recuerdo a un brigadier colombiano, que hoy es general en su país, quien un día me encontró así y pensé que me iba a castigar. Me dijo: “No, no, lo felicito, cadete, por su espíritu de superación.”

La primera vez que oí a Fidel

La palabra guerrilla, como les dije, nos era muy familiar. En algún momento uno oyó el nombre de Fidel y el del Che, y no lo olvidó más. En 1967 tenía 13 años y estaba en primer año de bachillerato, en Barinas.

Recuerdo haber escuchado por radio que el Che estaba en Bolivia, y yo me pregunté: “¿Por qué está solo?” Una vez se lo conté a Fidel: “Fíjate como es la vida, Fidel. Yo tenía 13 años y oía por radio que el Che estaba en Bolivia y lo tenían rodeado. Era un niño y pregunté: ¿por qué Fidel no manda unos helicópteros a rescatarlo?” Me imaginaba una película. ““Fidel tiene que salvarlo”.” Cuando mataron al Che: “¿Por qué Fidel no mandó un batallón, unos aviones?” Era infantil, pero demostraba una identificación absoluta con ellos, un punto de vista marcado por las simpatías que percibía en Barinas hacia ambos líderes.

Varios años después, en 1973, estábamos en las montañas, cerca de Caracas, en los entrenamientos con los aspirantes a cadetes que llegaban a la Academia Militar. Para entretenernos, escuchábamos noticias y música en los radios militares. Una de aquellas noches había un frío de espanto. Estábamos en Charallave, a unos treinta kilómetros de Caracas, y me acompañaban Pedro Ruiz Rondón -compañero de mi pelotón-, y otro brigadier cuyo nombre no recuerdo. A escondidas de los oficiales, empezamos a calibrar uno de esos viejos radios GRS9 de tubo, que tenían una manigueta para cargar la energía. De repente, se escuchó a alguien hablando, una voz que no conocíamos y que denunciaba el golpe de Estado en Chile y la muerte de Allende: “Esto está bueno” -dije yo-. Era Fidel, a través de Radio Habana Cuba.

Se nos grabó una frase para siempre: “Si cada trabajador, si cada obrero, hubiera tenido un fusil en sus manos, el golpe fascista chileno no se da”. Aquellas palabras nos marcaron tanto, que se convirtieron en una consigna, en una especie de clave que solo nosotros desentrañábamos. Cada vez que veía a Pedro Ruiz -amigo entrañable que murió hace un año y medio-, uno de los dos empezaba diciendo: “Si cada trabajador, si cada obrero...” El otro, completaba la frase. Lo hacíamos dondequiera que nos veíamos. La última vez que nos encontramos, en un avión, me repitió: “Si cada trabajador...”

Bolívar

A mi promoción le dieron el nombre de Bolívar. Ese fue para mí un día de emoción y júbilo. Se oponían algunos viejos militares, quienes argumentaban que el nombre de Bolívar era muy grande para un grupo, que sería enorme el compromiso que llevaríamos, que ya había otra promoción llamada de esa manera -la de 1940-. Aun así, nos dieron ese nombre y a partir de entonces no fuimos otra cosa que “los bolivarianos”, y nos sentíamos como tales.

Desde la Academia, no solo impartía de vez en cuando algunas charlas a los soldados sobre el pensamiento del Libertador, sino que cuando me tocaba sancionar a los cadetes, jamás les imponía un esfuerzo físico -dar vueltas al patio corriendo, que era lo que se hacía-, sino que los paraba en grupitos frente a la estatua de Bolívar. Les leía sus textos, o los llevaba a un salón de clases, a la hora del casino y de la diversión, y les contaba pasajes de la Campaña Admirable.

Esa pasión por Bolívar comenzó en aquellos años, estudiando la Historia Militar con el general Jacinto Pérez Arcay y con el comandante Betancourt Infante, que era otro excelente instructor de Historia. Pérez Arcay les contó a ustedes el lío del cual me salvó, luego de una conferencia en la casa natal de Bolívar, en la que me enfrenté públicamente a alguien que dijo que el Libertador era un tirano.

En mi intervención de ese día traté de argumentar la situación que afrontó Bolívar. Sí, él gobernó realmente bajo dictadura; pero una cosa es una dictadura por necesidad, por obligación, debido a la anarquía, y otra, tiranizar a un pueblo. En una ocasión, le dijo a su pueblo: “No me pidan que hable de libertad, ¿cómo hablar de libertad, si he asumido la dictadura?”.

Frente a aquella tendencia antibolivariana, de descrédito a su figura, comencé a argumentar con datos históricos esa situación. ¡Ah!, entonces alguien dice -una mujer-: “Estos son unos pichones de dictadores”, le repliqué duro y se abrió el debate. Después se paró un profesor de historia del MEP y defendió mi posición. La novedad llegó a la Academia. Tuve que hacer un informe el domingo por la noche y Pérez Arcay me salvó de aquel lío que hubiera podido costarme la expulsión de la Academia por emitir opiniones políticas.

Cuando Carlos Andrés Pérez me entregó el sable de graduado en la Academia, ya yo traía el acimut, la brújula perfectamente orientada. El Hugo Chávez que entró allí fue un muchacho del monte, un llanero con aspiraciones de jugador de béisbol profesional. Cuatro años después, salió un subteniente que había tomado el rumbo del camino revolucionario. Alguien que no tenía compromisos con nadie, que no pertenecía a movimiento alguno, que no estaba enrolado en ningún partido, pero sabía muy bien a dónde me dirigía. Como dijo José Ortega y Gasset, “soy yo y mi circunstancia”. Hugo Chávez ya era el hombre y su circunstancia.

Los primeros signos de rebeldía

El dolor disparó en mí muchas cosas. El año 1982 fue de muerte y de vida. Nació mi hijo Hugo. Ascendí a capitán. Fue, también, el año del juramento del Samán de Güere. Ya estaba prácticamente consolidado como militar, después de haber pasado por muchas dificultades, por dudas: me quería ir, no me quería ir...

En la profesión militar, la Orden de Mérito es muy importante. Eres de los primeros o eres de los últimos. Por tanto, ser de los primeros es muy importante para el militar, particularmente para quienes hemos tomado la carrera como un apostolado. Me gradué con el número siete en la Academia, y éramos 67. Sin embargo, llegué a teniente entre los últimos, porque tuve muchos problemas. Como vaticinaría mi abuela, era rebelde pues.

Discutía con los superiores, nunca me quedaba callado. Tuve un lío serio en un campo antiguerrillero, porque vi cómo torturaban a unos campesinos, supuestos guerrilleros, prisioneros de guerra. Les estaban pegando con un bate forrado en una cobija y daban unos gritos tremendos. Se notaba que eran pobres gentes, casi muertos de hambre, flaquitos. Me enfrenté al coronel: “No, yo no acepto esto aquí”, y le quité el bate y lo lancé lejos. Luego el coronel hizo un informe en mi contra, acusándome de haber entorpecido el trabajo de Inteligencia... Llegué incluso a pensar en irme para la guerrilla y hasta fundé en 1977 un ejército: el Ejército de Liberación del Pueblo de Venezuela. Ahora me río cuando lo recuerdo, porque sus miembros no llegábamos a diez.

Después de graduarme en la Academia y pasar por Barinas, formé parte de un batallón antisubversivo, primero en Cumaná y luego en San Mateo, en Anzoátegui. Estudiamos lo que era la guerra subversiva, pero ya yo me lo cuestionaba todo. Creo que desde que salí de la Academia ya estaba orientado hacia un movimiento revolucionario. Andaba muy inquieto, conversaba mucho con Adán y con otros compañeros de la izquierda. A esta influencia, se unió la investigación histórica sobre Maisanta. Todo ello fue alimentando mi sentimiento de rebeldía. En esa etapa comencé a leer a Fidel, Che, Mao, Plejanov, Zamora..., y libros como Los peces gordos, de Américo Martín; El papel del individuo en la historia; ¿Qué hacer? Y, claro, ya había empezado a estudiar profundamente a Bolívar.

Por cierto, algunos de aquellos libros aparecieron en la maletera de un Mercedes Benz viejo y agujereado por los tiros, que encontramos casualmente en un puesto antiguerrillero. El carro llevaba no sé cuántos años allí, arrumado dentro del monte. Agarré aquel botín, recompuse los libros, los mandé a empastar, me los leí y los guardé. Creo que todavía conservo algunos por ahí. Por tanto, me hice un hombre de izquierda a los 21 ó 22 años.

¿Cómo definir políticamente a una persona que se ha declarado maoísta, guevariano, marxista, bolivariano, peronista...?

Sencillamente soy un revolucionario.

Un padre

Su hija María Gabriela nos dijo hace un rato: “Quiero a Fidel como a un abuelo, porque él quiere a mi padre como a un hijo”.

Es verdad. Fidel es como un padre. Así lo veo yo también, y una vez hasta se lo escribí. Desde hace mucho tiempo, él ha sido para mí una referencia obligada. En la cárcel leí mucho La historia me absolverá, Un grano de maíz, sus discursos y entrevistas... ¿Saben qué le pedí a Dios en la cárcel?: “Dios mío, quiero conocer a Fidel, cuando salga y tenga la libertad para hablar, para decir quién soy y qué pienso.” Pensaba mucho en eso: en salir para conocernos.

Luego se produjo el encuentro en La Habana -ahora en diciembre se cumplirán 10 años-. Esa reunión fue para mí maravillosa, y no olvidaré aquel contacto, las primeras horas de conversación. A medida que han pasado los años, Fidel se ha venido erigiendo como un padre. Así lo vemos mis hijos y yo, y hasta el nieto Manuelito, que dicen que se desternilló de la risa cuando vio a Fidel.

El día que él entró a la casita de la abuela en Sabaneta tuvo que agacharse. La puerta es bajita y él, un gigante. Yo lo veía, ¿no?, y le comenté a Adán, mirándolo allí, como si fuera un sueño: “Esto parece una novela de García Márquez”. Es decir, 40 años después de la primera vez que escuché el nombre de Fidel Castro, él estaba entrando en la casa donde nos criamos. Recuerdo aquel acto en la Plaza Bolívar, que pusieron la tarima donde no era por un problema de seguridad: ¡Ay, Dios mío! Esto es como una novela de esas que escribe el Gabo, pero en vez de 500 años de soledad, nosotros tendremos 500 años de compañía.

Fidel para mí es un padre, un compañero, un maestro de la estrategia perfecta. Algún día habrá qué escribir tantas cosas de todo esto que estamos viviendo y de los encuentros que he tenido con él... Se ha venido fraguando una relación tan profunda y tan espiritual, que estoy convencido de que él siente lo mismo que yo: ambos tendremos que agradecerle a la vida el habernos conocido