Todo lo que ocurre en Estados Unidos tiene impacto enorme en el resto del mundo. Y a la inversa. Situaciones internacionales constriñen lo que puede llevar a cabo inclusive el Estado más poderoso. También tienen influencia en el componente interno de la segunda superpotencia, término usado por The New York Times para describir la opinión pública mundial luego de las grandes demostraciones de protesta efectuadas antes de la invasión a Irak.

En contraste, serias demostraciones de protesta demoraron años en desarrollarse en Estados Unidos contra la guerra de Vietnam, lanzada en 1962, brutal y salvaje desde el comienzo.
El mundo ha cambiado desde entonces, no debido al obsequio de líderes benevolentes, sino mediante la lucha popular, demasiado tarde en desarrollarse, pero finalmente eficaz.

El mundo está en muy malas condiciones en la actualidad, pero mucho mejor que ayer en relación al rechazo a la agresión, y en muchas otras formas que solemos tomar por sentado. Debemos tener muy claras las lecciones de esa evolución. No resulta sorprendente que a medida que los pueblos se hacen más civilizados, los sistemas de poder extreman los recursos en sus esfuerzos por controlar la gran bestia (término usado por Alexander Hamilton para designar al pueblo). Y la gran bestia es realmente temible.

La concepción del gobierno de George W. Bush de soberanía presidencial es tan extrema que ha generado críticas sin precedentes de los más sobrios y respetados medios de prensa. En el mundo posterior a los ataques del 11 de septiembre de 2001, el gobierno se comporta como si las normas constitucionales y legales hubiesen sido suspendidas, señala Sanford Levinson, profesor de derecho en la Universidad de Texas, en el último número de la revista Daedalus. La excusa de que puede hacerse cualquier cosa en época de guerra podría definirse también como "no existe norma que pueda aplicarse al caos".

La cita, señala Levinson, es de Carl Schmitt, principal filósofo de derecho durante el periodo nazi, a quien describe como la verdadera eminencia gris del gobierno de Bush. Mediante la asesoría del consejero de la Casa Blanca Alberto Gonzales (en la actualidad elegido para el cargo de secretario de Justicia), el gobierno ha articulado un punto de vista sobre la autoridad presidencial muy cercano al poder que Schmitt estaba dispuesto a acordar a su Führer, dice Levinson.

En muy raras ocasiones se oyen tales palabras provenientes del centro del establishment. Esas concepciones de autoridad imperial subrayan la política de la Casa Blanca. La invasión de Irak fue al principio justificada como acto de autodefensa anticipada. El ataque violó los principios del Tribunal de Nuremberg, base de los estatutos de Naciones Unidas, que declaró que el comienzo de una guerra de agresión es el crimen internacional más grave. Y sólo difiere de otros crímenes de guerra en el hecho de que contiene dentro de sí mismo los males acumulados de todos los demás. De ahí los crímenes de guerra en Fallujah y en Abu Ghraib, la duplicación de la desnutrición aguda de los niños iraquíes desde la invasión (en la actualidad la desnutrición está en el mismo nivel de Burundi, y es muy superior a la de Haití o Uganda), y el resto de las atrocidades.

A comienzos de año, luego que se informó que abogados del Departamento de Justicia de Estados Unidos intentaron demostrar que el presidente podía autorizar el uso de la tortura, el decano de la Facultad de Derecho de Yale, Harold Koh, dijo al Financial Times: "La idea de que el presidente tiene el poder constitucional de permitir la tortura es como decir que tiene el poder constitucional de cometer genocidio". Los asesores legales del presidente, así como el nuevo secretario de Justicia, tendrán escasa dificultad en señalar que Bush tiene realmente ese derecho, si es que la segunda superpotencia le permite ejercerlo.

El gobierno trata de encontrar maneras de liberar a sus principales funcionarios de toda responsabilidad. La sagrada doctrina de autoinmunización seguramente podrá aplicarse al proceso a Saddam Hussein (en momentos en que escribimos este artículo, estarían a punto de presentarse cargos contra ex miembros del gobierno iraquí, y tal vez contra el propio Saddam). Cuando Bush, el primer ministro Tony Blair y otros personajes en posiciones de autoridad lamentan los terribles crímenes de Saddam, siempre omiten las palabras "con nuestra ayuda, pues a nosotros no nos importaba".

"Se están haciendo todos los esfuerzos para crear un tribunal que parezca independiente. Pero funcionarios estadounidenses han favorecido medidas para controlarlo, a fin de evitar poner en entredicho el papel de Estados Unidos y de otras potencias occidentales que respaldaron previamente al régimen", dijo a Le Monde Diplomatique Cherif Bassiouni, profesor en la Facultad de Derecho de la Universidad De Paul y experto en el sistema legal iraquí. Eso hace lucir todo el proceso como la venganza del vencedor, algo que era previsible.

¿Cuál es la mejor respuesta a esta situación? En Estados Unidos disfrutamos un legado de gran privilegio y libertad que resulta notable si se toman en cuenta estándares comparativos e históricos. Podemos abandonar ese legado y optar por la fácil senda del pesimismo: no hay esperanza alguna; por tanto, hay que abandonar la lucha. Pero también podemos aprovechar ese legado para ampliar una cultura democrática en la cual el pueblo desempeñe algún papel a fin de decidir no sólo en el terreno político, sino en la crucial área de la economía.

No se trata de ideas extremistas. Fueron articuladas con claridad, por ejemplo, por John Dewey, el principal filósofo social estadounidense del siglo XX, quien dijo que hasta que el feudalismo industrial sea remplazado por la democracia industrial, la política seguirá siendo la sombra que arrojan las grandes corporaciones sobre la sociedad. Dewey se basó en una larga tradición de pensamiento y de acción que se desarrolló de manera independiente en la cultura de la clase obrera desde los orígenes de la revolución industrial estadounidense, cerca de Boston.

Tales ideas permanecen apenas debajo de la superficie y podrían llegar a formar parte de nuestras sociedades, de nuestras culturas e instituciones. Pero, como otras victorias en favor de la justicia y de la libertad en el curso de los siglos, nada ocurrirá por su cuenta. Una de las lecciones más claras de la historia, incluida la reciente, es que los derechos no son graciosamente concedidos, sino ganados.