El 6 de enero, cuando ya hasta las monjitas de clausura intuían que algo sucio se había cocinado en la captura del jefe guerrillero Ricardo Granda, el presidente Álvaro Uribe nos sorprendió con las siguientes palabras: "Esos individuos de las Farc [...] asesinaron a 17 campesinos, secuestran permanentemente, ejecutan actos terroristas a diario, negocian con droga y cuando los capturan salen a decir que los secuestraron".
Tengo la sensación de que el doctor Uribe deplorará muchas veces haber salido con semejante frase en circunstancias tan turbias como las que habían aflorado tres días antes de su declaración. A esas alturas ya el gobierno venezolano había advertido que la tal captura de Granda en Cúcuta parecía ser un infundio, y muchos indicios sugerían que el guerrillero había sido víctima de un secuestro que empezó en Caracas y terminó al otro lado de la frontera.
Si lo sabíamos todos, ¿cómo podía ignorarlo el Presidente de la República?
Su perorata, pues, pretendía aminorar el escándalo en ciernes y atenuar la gravedad de una detención practicada en otro país, clandestinamente y sin sujeción a las normas de Derecho. Resulta difícil no entenderla como una disimulada venia a la ley del Talión: ojo por ojo, secuestro por secuestro, delito por delito.
Como a Uribe, me indignan las atrocidades de las Farc: sus masacres, asesinatos, secuestros, actos terroristas y tráfico de drogas. Yo también quiero que el Estado persiga a sus autores, que los agarre, que los juzgue y los condene. Pero no como lo harían ellos. Sino con arreglo a los códigos. La ley es la distinción esencial entre la fuerza legítima y el crimen.
Hay unos procedimientos internacionales y un hábeas corpus que observar, incluso si el gobierno venezolano se muestra equívoco y alcahueta. Al prescindir de ellos, la autoridad legal deja de serlo y pasa a asimilarse a las bandas de delincuentes. Seguramente es más eficaz encostalar a un peligroso reo en una calle de Caracas y llevárselo hasta la frontera. Pero la eficacia que se logra al obviar requisitos acaba por dinamitar el fundamento de la autoridad del Estado y lleva a muchos funcionarios y ciudadanos a creer que los medios carecen de importancia si conducen a los fines propuestos.
Saltarse la ley es propio de gobiernos corruptos. Pero saltársela y tratar de justificarlo es digno de dictaduras. Habríamos preferido que el presidente Uribe expresara su rechazo a cualquier proceso ilegal de captura y que manejara el delicado momento con la verdad en la mano. Hace unos meses, cuando divulgó el Gobierno sus políticas de transparencia, esta columna fue la primera en elogiarlas. Cuánto nos habría gustado que el Presidente las hubiese acatado ahora. Por supuesto que también Hugo Chávez debe explicar por qué ampara a sujetos que han cometido crímenes en otros países.
Ya se cometieron los tres primeros errores: realizar el acto ilegal, intentar ocultarlo y deslizar el mensaje subliminal del "ojo por ojo". El Gobierno no puede seguir hundiéndose en arenas movedizas. Corresponde decir al Presidente quién lo informó mal y tomar las medidas pertinentes. Debe también aclarar por completo el torvo itinerario de este incidente y señalar si se han registrado casos semejantes, pues otra de las consecuencias de la ilegalidad tolerada es que siembra dudas acerca de todo incidente análogo. Y debe, finalmente, repudiar de manera clara y terminante el empleo de métodos de hecho para sustituir la ley.
El Gobierno ha de saber que la casi totalidad de los ciudadanos queremos derrotar la delincuencia -tanto la de los grupos armados como la de los criminales comunes y corrientes-, pero no a expensas de fomentar un Estado delincuente.
Todo esto lleva a preguntarnos qué clase de justicia se administra a los colombianos. ’Simón Trinidad’ fue extraditado a Estados Unidos a partir de la acusación bastante deleznable de un agente de la DEA. Este guerrillero, contra el que existen tantas y tan graves acusaciones, debería estar respondiendo por ellas ante nuestros jueces y no ante un magistrado de Miami por su supuesta participación en la venta de cinco kilos de coca. Al almirante Rodrigo Quiñónez le arruinó la carrera el chisme infundado de un informante de la DEA cuyos datos, obtenidos a cambio de beneficios penales, resultaron comprobadamente falsos.
A otro reo se le extradita con amparo en documentos tan frágiles que dos meses después está de nuevo en Colombia cuando un juez gringo protesta porque le mandaron al acusado que no era. Otro más escapa de su prisión, más tarde se entrega y el Gobierno lo premia con unas vacaciones en el Hotel Tequendama. Y a otro lo enmochilan en Caracas sin orden de captura ni protocolos legales y fingen que lo cogieron en Cúcuta.
Conviene reflexionar si es esta la clase de justicia que estamos decididos a aceptar en el propósito de hacer de Colombia un país más democrático y más seguro, y si será ese el camino para lograrlo.
Manténgase en contacto
Síganos en las redes sociales
Subscribe to weekly newsletter