El 16 de febrero entró en vigor el Protocolo de Kyoto. Ello significa que los 128 países que lo han apoyado deben empezar el avance hacia el objetivo humano declarado: la disminución de la presión antropogénica sobre la atmósfera. Se plantea la tarea de reducir en cinco años (de 2008 a 2012) los escapes de los gases de invernadero el 5 por ciento, como mínimo, contra el nivel de 1990. También se pretende aclarar si la Humanidad puede afectar con su actividad la atmósfera y cambiar parámetros climáticos.

El Protocolo de Kyoto tiene la fama de ser un documento disputable, provocó acalorados debates que no acallan hasta hoy día en Rusia. Según Andrey Ilarionov, asesor para cuestiones económicas del presidente de Rusia, su ratificación no era de aquellas decisiones que se adoptan gustosamente. Hasta sus apologistas reconocen que tomaron champaña por su aprobación sin “sentir ningún gozo”. Serguey Kuraev, subdirector del Centro Ecológico Regional Ruso de la Comisión Europea, uno de los redactores y vehementes partidarios del Protocolo, dice: No nos felicitábamos por la “victoria”, conscientes de que ésta se consiguió no tanto gracias a nuestros esfuerzos cuanto partiendo de la conveniencia política: se jugaba la admisión de Rusia en la OMC.

Pero las decisiones políticas de por sí no llevan a reducir los escapes de pulverizadores, hacer parar el humo que sale de chimeneas ni disminuir el consumo de combustibles. De enfocar las cosas de manera pesimista, se debería reconocer que existe un peligro real de privar al Protocolo de Kyoto de la energía de funcionamiento, de ponerlo “bajo el tapete” y estar sin hacer nada, pues se trata de un proyecto piloto, cuyo incumplimiento no trae consigo ningunas sanciones, dice Kuraev.

Rusia, que junto con otros países signatarios asumió el compromiso de reducir los escapes de gases de invernadero, debe abrirse paso hacia el mercado global de venta de los excesos de cuotas, pues tiene sustanciales reservas de éstas. De acuerdo con lo convenido inicialmente, el país tiene una cuota igual al nivel de sus escapes que existió en 1990, más otras 37 megatones de carbono como compensación del volumen del CO2 que absorben sus bosques.

Rusia no excederá en ninguno de los casos el nivel de escapes establecido para ella por el Protocolo de Kyoto. Ello es bueno y malo a la vez. La falta de riesgos da fundamento para no apresurarse a tomar medidas. Tengo la impresión de ver delante mío una montaña de arena y de disponer para moverla sólo de una pequeña pala. No vislumbro el mecanismo que permita desbrozarlo rápidamente, porque no se ha creado potencial para emprender acciones prácticas, dice Kuraev.

En opinión de él, las ideas de Kyoto tienen poca probabilidad para arraigar tanto en Rusia como en todo el planeta, porque entran en conflicto con las ambiciones humanas y el irrefrenable avance del progreso técnico. Baste con observar la conducta de las compañías automovilísticas del mundo: cada marca nueva del automóvil ofrece un chasis 10 o más centímetros más largo, lo que significa más elevados gastos de metal y combustible.

No obstante ello, tampoco se puede desechar el guión optimista de desarrollo de la idea de Kyoto. El calor sofocante en Europa o la nieve desaparecida en las cúpulas del Kilimanjaro en Africa son señales de que no podemos permanecer sin hacer nada esperando a que sobrevenga un apocalipsis climático.

Hace poco, en Kaliningrado, exclave occidental de Rusia en el Báltico, se realizó un proyecto de reducción de los escapes de metano en las redes municipales de distribución de gas. El metano es un gas de invernadero agresivo, segundo por su importancia tras el CO2. Las medidas tecnológicas adoptadas dieron un palpable efecto económico: la gente empezó a consumir gas de modo más ahorrativo y pagar tres veces menos. Este es un ejemplo en miniatura de cómo podría funcionar el mecanismo de Kyoto, que puede resultar atractivo para todo el país.

RIA NOVOSTI

Fuente
RIA Novosti (Rusia)