La demostración de que no existía un programa de armas químicas y bacteriológicas en Irak prueba a su vez -¡Oh, sorpresa!- que la administración estadounidense de Bush mintió alegremente ante la opinión pública y la prensa internacional. Pero, esta simple reflexión no es suficiente. La democracia que la administración Bush dirige en los Estados Unidos y desea imponer al resto del mundo, pretende e implica la eliminación de contrapoderes, ya sean institucionales (como el poder judicial y el poder parlamentario) o externos al aparato estatal (ONGs -organizaciones no gubernamentales-, prensa, asociaciones).

Para retomar una fórmula muy apreciada en la Red Voltaire, «los ciudadanos no deben asombrarse ingenuamente de que el Estado siempre ha servido de pantalla o tapadera al crimen. Deben, por el contrario, recordar que, por esencia, el Estado es un leviatán [1] y que la nobleza de la política no consiste en administrar el Estado sino en controlarlo para ponerlo al servicio del interés general» [2].

La prensa occidental al servicio de las «guerras justas»

En este caso concreto, no es de extrañar que los miembros de la administración Bush, miembros en su gran mayoría del complejo militaro-industrial, hayan empujado a sus conciudadanos a una guerra mortífera a más de 10,000 kilómetros de sus fronteras, únicamente por satisfacer a la vez los reclamos de petróleo de los grandes grupos industriales y los desmesurados sueños de grandeza de los neoconservadores más belicistas.

Lo que sí es sorprendente es que el conjunto de contrapoderes existente en Estados Unidos -ya sean el Congreso o la gran prensa, que alcanzó desde los años 1970 la categoría de «cuarto poder»- no haya reaccionado ante la sarta de mentiras que urdían diariamente los expertos comunicadores de la Casa Blanca.

Como señala Michael Massing en el último número de la New York Review of Books, la prensa estadounidense esperó hasta septiembre de 2003, o sea cinco meses después del fin del conflicto, para empezar a publicar informaciones que ponían en duda las razones que el Pentágono había invocado oficialmente para justificar la invasión a Irak [3].

Las razones de tal complicidad mediática no hay que buscarlas en la eficacia de la propaganda de Donald Rumsfeld o de Dick Cheney. Lo sorprendente hubiera sido en realidad lo contrario. Desde el fin de la guerra fría -o más bien desde el derrumbe del bloque soviético- los medios de difusión empezaron, en efecto, a ser blanco de críticas en cuanto a su forma de cubrir los hechos mundiales importantes, siempre en función de la defensa de la posición estadounidense, o incluso «occidental».

Así sucedió en Rumania, cuando la caída de Ceausescu y la transmisión de las imágenes de la falsa matanza de Timisoara. Fue también el caso, naturalmente, durante la guerra del Golfo, uno de los raros episodios sobre el cual los periodistas de hoy aceptan reproches del género «lo que no se debe hacer y que no haremos nunca más». Sin embargo, los medios de difusión repitieron nuevamente los mismos errores más tarde en Somalia, en Rwanda, en Timor Oriental. Vinieron después el 11 de septiembre de 2001 y la cruzada subsiguiente a la designación inmediata del autor de los atentados -Osama Ben Laden-, la histeria del ántrax y, finalmente, la segunda guerra del Golfo. La justificación ha sido siempre la misma: ya no se habla de guerras de conquista sino de «guerras justas», de «derecho a la injerencia» y hasta de «guerras humanitarias» [4].

La lista es larga y tan ilustrativa que permite deducir una sola cosa: en la estrategia militar moderna, basada en la comunicación, los medios de difusión no se dejan simplemente «engañar» por la propaganda sino que ellos mismos son la propaganda.

Periodista especializado en cuestiones de defensa, una profesión bajo control

El asunto de las armas iraquíes de destrucción masiva (ADM Armas de destrucción masivas)) es un ejemplo perfectamente representativo de la manera que tienen actualmente los gobernantes de «comunicar la guerra». Para ese caso en particular, Washington nombró un responsable de relaciones públicas encargado del «marketing de la guerra». Se trata del ex-director general de General Motors, Andrew Card, quien cumplió importantes funciones políticas en la administración Reagan.

El 7 de septiembre de 2002, Card declaró al New York Times que la administración Bush había preparado lo que el Times calificó de «estrategia meticulosamente planificada para persuadir al público, al Congreso y los aliados de la necesidad de afrontar la amenaza que representa Saddam Hussein».

En cuanto al momento escogido para comenzar la campaña, Andrew Card explicó que si se empezaba a hablar del asunto a finales de agosto o principios de septiembre era porque «desde el punto de vista del marketing no se lanza un nuevo producto en agosto» [5]. El plan necesita, por supuesto, el apoyo de la prensa. Ese apoyo será el de Judith Miller.

Esta periodista del New York Times parece ser el chivo expiatorio del conjunto de la prensa dedicada a la crítica de los medios de difusión estadounidenses. Especialista en armas de destrucción masiva, ella escribió varios libros sobre Saddam Hussein o la guerra bacteriológica. En 2002, ganó un premio Pulitzer compartido por sus artículos sobre la red terrorista al-Qaeda. Eso la convirtió en una de los «especialistas en cuestiones de defensa» que escriben basándose en fuentes gubernamentales o militares.

La cronología de los artículos que publicó sobre las armas de destrucción masiva sigue de cerca el calendario de la Casa Blanca. El 26 de agosto, Dick Cheney abre la campaña durante un discurso que pronuncia ante una convención nacional de veteranos donde denuncia la existencia de un programa de armas químicas y bacteriológicas en Irak [6].

El 7 de septiembre, Judith Miller firma con Michael Gordon un artículo sobre los famosos «tubos de aluminio» que debían demostrar la existencia de un programa nuclear iraquí, artículo basado en una fuente gubernamental [7]. El mismo día, el vicepresidente Dick Cheney participa en el programa Meet the Press, de NBC, y habla de los tubos de aluminio dándole el crédito de la primicia al artículo de Miller y Gordon: «Ya se sabe públicamente, [Saddam Hussein] trata de adquirir» los elementos necesarios «para construir una bomba». Ese mismo día, Condoleeza Rice y Colin Powell retoman las acusaciones y después lo hace el propio presidente George W. Bush ante la Asamblea General de la ONU.

Se trata de un ejemplo flagrante de «lavado de información». Para dar validez a informaciones vitales desde el punto de vista estratégico, los responsables del grupo de propaganda del Pentágono se las arreglan para hacer llegar «información confidencial» a una periodista conocida. Esta, para verificarla, acude a sus fuentes gubernamentales que son precisamente los autores de dicha información y que, por consiguiente, confirman su veracidad.

Después, los que toman las grandes decisiones no tienen más que retomar el artículo de la periodista para justificar sus propios argumentos y utilizando así el artículo como base argumentativa. Todo se basa en la credulidad de los «periodistas acreditados en asuntos de defensa» en el marco de su relación con los jefes militares que aceptan transmitirles información. La periodista que investigó sobre las relaciones nucleares entre Francia e Irán, Dominique Lorentz, expuso claramente los escollos metodológicos que hay que evitar en ese tipo de investigaciones, sobre todo «el que consiste en creer que los servicios de inteligencia están para [informar]. (...) Un agente de inteligencia que le trae un expediente falso a un periodista no lo hace por honradez ni por simpatía, menos aún porque confía en él.

Simplemente está cumpliendo una misión. En el mejor de los casos (...) está trabajando para los que detentan el poder al que se supone que debe servir». Y agrega: «el principal problema de la información que entregan los servicios secretos es que muy pocas veces es verdadera. (...) Yo podría leer cuentos increíbles escritos a partir de informaciones «de fuentes fidedignas», o provenientes de expertos confirmados.» En lo tocante al terrorismo, como en los asuntos militares, «el experto es el que miente» [8].

Judith Miller: el arma de «desinformación masiva» de la Casa Blanca

Las fuentes de Judith Miller no son solamente fuentes gubernamentales. Ella se basó también en gran medida en las «revelaciones» del Consejo Nacional Iraquí y de su dirigente emblemático, Ahmed Chalabi. En todo caso, eso es lo que demuestra el intercambio de correos electrónicos entre Miller y su jefe directo, John Burns, intercambio que reveló Howard Kurtz, periodista del Washington Post.

En el primer mensaje, John Burns le reprocha a Judith Miller haber escrito un artículo sobre Ahmed Chalabi en momentos en que el equipo de New York preparaba la publicación de una investigación sobre el controvertido adversario del régimen baasista. La respuesta de la ganadora del Pulitzer es elocuente: «Hace más de diez años que yo cubro a Chalabi y fui yo quien hice la mayoría de los artículos sobre él para nuestro periódico, como la larga investigación que hicimos sobre él recientemente. Él dio la mayoría de las primicias de primera plana sobre las ADM a nuestro periódico» [9].

Ahmed Chalabi representaba además la principal fuente de «información» para los hombres del Pentágono, según las investigaciones del periodista Seymour M. Hersh [10]. Un artículo de Newsweek, publicado en noviembre de 2003, confirma que los oponentes alimentaban alegremente los trabajos de Dick Cheney y del Pentágono sobre el tema [11].

Al término de la invasión militar de Irak por parte de Estados Unidos, todas las miradas se vuelven, naturalmente, hacia la periodista del New York Times. El boletín electrónico Slate hace un listado de las principales mentiras que publicó la periodista en un explosivo artículo [12]. La administración Bush trata de salir del apuro inventando varias hipótesis para justificar la ausencia de ADM (Armas de Destrucción Masivas, por ejemplo atómicas) en Irak. Una vez más se recurre a Judith Miller.

En un artículo de abril de 2003, ella cuenta que, según un científico iraquí, Saddam Hussein destruyó sus armas el día antes de la invasión estadounidense y que algunos componentes del programa fueron enviados a Siria. No se encontró la menor prueba material que demostrara esa hipótesis. Sin embargo, se supo después que, debido a su condición de «periodista embarcada», Judith Miller no tuvo nunca la posibilidad de entrevistar directamente a aquel científico iraquí ni de visitar personalmente los lugares que mencionaba y que incluso tuvo que someter sus artículos al visto bueno de las autoridades militares estadounidenses [13].

Ante ese tipo de manipulaciones burdas, la pregunta más importante que puede hacerse uno en lo tocante al trabajo del periodista es cuánto hay de error y cuánto de cálculo en la participación de este en una operación de propaganda. En el caso de Judith Miller muchos elementos de su carrera demuestran la existencia de relaciones, cuando menos turbias, con los «extremistas» («hardliners» de Washington, los mismos que montaron el programa de desinformación mediática para fabricar una amenaza iraquí [14]. Judith Miller se incorporó a ellos maravillosamente bien.

«Benladenerías acerce de ben Laden»

Omnipresente en la redacción del New York Times, Judith Miller no debe ni a la casualidad ni a la perseverancia las primicias sobre «secretos militares» que publica regularmente en la primera plana de ese diario. Las debe a una serie de servicios que ha prestado en el marco de maniobras sucias orquestadas por la CIA.

En ese caso se encuentra el trabajo sobre Libia que hizo en 1986. En aquel entonces, Estados Unidos trataba de debilitar a Muammar el-Khadaffi, en el plano internacional así como en el aspecto interno, para derrocarlo. Se trataba de imputarle la mayoría de los atentados terroristas que sucedían en aquel entonces al mismo tiempo que se le mostraba también en decadencia en el plano interno.

Un memorando del almirante Poindexter que detallaba esa estrategia fue publicado por Bob Woodward en el Washington Post. Se explica en ese documento que «uno de los elementos claves [de la estrategia] es que esta combina hechos reales y ficticios -gracias a un programa de desinformación- con el objetivo final de hacer que Khadaffi piense que existe una gran oposición interna hacia su persona en Libia, que sus principales hombres de confianza le son desleales y que Estados Unidos está listo a actuar en su contra en el plan militar».

El artículo de Bob Woodwar señala después que principalmente el Wall Street Journal, así como otros periódicos de referencia -aunque estos últimos lo hicieron en menor escala- se plegaron a esta estrategia en su cobertura de la cuestión Libia. Así lo hizo la enviada especial del New York Times en París, que no era en aquel entonces otra que Judith Miller.

En un artículo publicado en la revista Rolling Stone con Marie Colvin, jefa de la oficina de la UPI en París, aparece la doctrina Poindexter en negro sobre blanco: «tres meses y medio después del bombardeo norteamericano contra Libia, Muammar el-Khadaffi parece perder el control de su país y de sí mismo». Basándose en fuentes no identificadas, las dos periodistas llegan a la conclusión que «Khadaffi sufre la presión paralizante de la depresión», y afirman que el líder libio ha desaparecido y que se esconde.

Sus misteriosas fuentes les aseguran también que el-Khadaffi recurre a la droga. Las dos periodistas reconocen, por otra parte, que conversaron con « analistas de servicios de inteligencia occidentales» y con diplomáticos según los cuales Khaddafi no tenía ya las riendas del poder en Libia. A esta retórica, que se repite en todos los artículos de la campaña Poindexter, Judith Miller agrega una pequeña anécdota personal: durante conversaciones con el líder libio, este último habría intentado seducirla, al igual que a otras periodistas, y habría renunciado al decirle ella que «su padre, además de ser judío, era un sionista ferviente».

El 4 de enero de 1987, Judith Miller, desde las columnas del New York Times, atribuye a Libia, Siria e Irán el atentado perpetrado en Ankara contra una sinagoga. Lo hace citando a «analistas de la inteligencia estadounidense», un «experto israelí en terrorismo» y otras fuentes anónimas [15].

Laurie Mylroie, monomaníaca de Saddam Hussein

Durante la primera guerra del Golfo, Judith Miller escribe con Laurie Mylroy un libro intitulado Saddam Hussein and the Crisis in the Gulf. En esa obra, las dos autoras relataban los horrores del régimen baasista iraquí y los detalles de la decisión de Saddam Hussein de invadir Kuwait. El análisis político del problema dio lugar a una severa crítica de parte de Daniel Pipes.

Según él, decir que «los norteamericanos fueron al Golfo por el petróleo» es esconder totalmente la amenaza que representaba para la región el programa militar nuclear iraquí [16]. Pero, hay un detalle interesante: en 1987, Laurie Mylroy y Daniel Pipes habían publicado juntos, en el New Republic, un artículo que expresaba la aprobación de ambos al apoyo que Estados Unidos aportaba entonces al régimen iraquí ante la amenaza iraní [17].

Germs Inside, el libro de Judith Miller sobre las armas bactereológicas.

Judith Miller y Laurie Mylroie se unirán rápidamente a las filas de los simpatizantes neoconservadores en el marco de la guerra contra el terrorismo ante la cual se encuentran.

Semanas después de los atentados del 11 de septiembre, Judith Miller recibe, en efecto, una carta con ántrax. No pasa, por suerte, a la lista de las cinco víctimas mortales, sino a la de los seis contaminados que sobrevivieron. Gracias a su brillante trabajo anterior de denuncia a los lectores del peligro islámico que representa ben Laden, convence a sus conciudadanos de que el envío de la carta contaminada representa la venganza de al-Qaeda. Entonces declara: «Yo no cubría ya la noticia. Yo era la noticia.» [18]. Declaración que confirma inmediatamente el secretario de Justicia John Ashcroft, provocando así una psicosis mundial que justificará aún más la invasión de Afganistán [19].

Laurie Mylroie es miembro del American Enterprise Institute, uno de los principales think-tank [Centro de investigación, propaganda y divulgación de ideas, generalmente de carácter político. Nota del Traductor] de los neoconservadores. Edita la hoja informativa Iraq News y ha impartido clases en el U.S. Naval War College. Entre sus «admiradores» se encuentran Richard Perle, James Woolsey -el ex-director de la CIA- y Christopher Hitchens, un «escritor izquierdista» actualmente muy ligado a Paul Wolfovitz [20].

Los tres defendieron ardientemente su último libro, Bush vs. The Beltway, un panfleto que acusa a la CIA de haber hecho de todo para sabotear la campaña mediática de la administración Bush sobre Irak [21]. En una nebulosa teoría del complot, Laurie Mylroie le endilga a Saddam Hussein la responsabilidad del atentado cometido contra el World Trade Center en 1993 [22].

También sigue de cerca las tesis de la periodista Jayna Davis, que atribuye además al régimen iraquí el atentado de 1995 contra el edificio federal de Oklahoma City [23]. Según ella y James Woolsey, George W. Bush debía haber utilizado estos elementos.

Por consiguiente, es de manera muy natural que Laurie Mylroie y su amiga Judith Miller se convierten ambas en clientes de la oficina de relaciones públicas Eleana Benador, que representaba a las personalidades favorables a la guerra garantizando sus comparencias televisivas antes del inicio de la ofensiva contra Irak [24].

Al ver las credenciales de estas periodistas, uno se pregunta si la Casa Blanca y el Pentágono necesitan todavía voceros y aparatos de desinformación. En Francia algunos investigadores se han atrevido a poner en tela de juicio a ciertos periodistas a causa de las relaciones que mantienen con los servicios de inteligencia, específicamente en el caso de Rwanda.

Algunos de esos periodistas trabajaban, efectivamente, en las redacciones de periódicos que son referencia, como Le Monde o Libération. Este fenómeno toma otra dimensión ante las manipulaciones de las que se ha hecho cómplice el New York Times. Se trata, en efecto, del diario internacional más influyente ya que, aparte de su edición estadounidense, edita varias versiones adaptadas a lectores extranjeros, como el International Herald Tribune en Europa y el Daily Star en el Medio Oriente.
También elabora suplementos para otros diarios tan exigentes como él mismo sobre la fiabilidad de la información, entre los que se encuentra, en Francia, el periódico Le Monde.

[1Monstruo marino, descrito en el libro de Job, Antiguo Testamento, y que los Santos Padres entienden en el sentido moral de demonio o enemigo de las almas. Diccionario de lengua española.

[2«Dévoiler le Léviathan» texto en francés, Notas de información del Réseau Voltaire, 1ero de enero de 2001.

[3«Now they tell us», por Michael Massing, New York Review of Books, 26 de febrero de 2004.

[4Sobre el nuevo campo lexical de la guerra, ver L’Opinion, ça se travaille... «Les médias et les "guerres justes"» - du Kosovo à l’Afghanistan, de Serge Halimi y Dominique Vidal, Agone, 2002.

[5«Bush Aides Set Strategy to Sell Policy on Iraq», por Elisabeth Bumiller, New York Times, 7 de septiembre de 2002.

[7«U.S. Says Hussein Intensifies Quest for A-Bomb Parts», por Michael R. Gordon y Judith Miller, The New York Times, 7 de septiembre de 2002.

[8«Une Guerre» (Una Guerra), de Dominique Lorentz, editorial francesa Les Arènes, 1997.

[9«Intra-Times Battle Over Iraqi Weapons», por Howard Kurtz, Washington Post, 26 de mayo de 2003.

[10«Selective Intelligence», por Seymour M. Hersh, The New Yorker, 6 de mayo de 2003.

[11«Cheney’s Long Path to War», por Mark Hosenball, Michael Isikoff and Evan Thomas, Newsweek, 17 de noviembre de 2003.

[12«The Times Scoops That Melted», por Jack Shafer, Slate, 25 de julio de 2003.

[14Los detalles del dispositivo en el seno de la administración Bush y el Pentágono se describen en «Le dispositif Cheney» texto en francés y pronto publicado en catellano en la Red Voltaire, por Thierry Meyssan, Voltaire, 6 de febrero de 2004.

[15«Disinforming the World on Libya», por Bill Schaap, CovertAction Quaterly, verano de 1988.

[16«Saddam Hussein and the Crisis in the Gulf», Daniel Pipes, Orbis, primavera de 1991.

[17Weapons of Mass Deception, por Sheldon Rampton y John Stauber, Tarcher / editorial Penguin, 2003.

[18«El funcionamiento de los medios de comunicación norteamericanos están perturbados por las alertas al anthrax y las medidas de seguridad», por Annick Cojean, diario francés Le Monde, 19 de octubre de 2001.

[19Judith Miller acababa de publicar un libro dedicado a la reactivación del programa bacteriológico estadounidense desde 1997: «Germes - Las armas biológicas y la nueva guerra secreta», de Judith Miller, Stephen Engelberg y William Broad, editorial francesa Fayard, 2001. El libro tendrá un éxito fenomenal después del desencadenamiento de la psicosis del ántrax. Por otro lado, el análisis del polvo blanco que contenía el sobre enviado a Judith Miller reveló que no se trataba del bacilo del carbón.

[20«The Neocons’ New Ennemy: The CIA», por David Corn, Los Angeles Weekly, 4 de septiembre de 2003.

[21La desconfianza de los neoconservadores hacia la CIA no es un fenómeno nuevo. En la época del presidente Ford, se multiplicaron los ataques contra la Agencia, acusada de subestimar la amenaza soviética. Esta campaña condujo a la nominación de George H.W. Bush a la cabeza de la inteligencia estadounidense. Ver «Los manipuladores de Washington», por Thierry Meyssan, Voltaire, 11 de enero de 2005.

[22Laurie Mylroie desarrolló esa tesis en una obra intitulada Study of Revenge: Saddam Hussein’s Unfinished War Against America, publicada en el 2000 por el American Enterprise Institute, texto en francés.

[23Ver el artículo «The Iraq Connection», por Micah Morrison, Wall Street Journal, 5 de septiembre de 2002 y «Une dissidence terroriste au cœur de l’appareil militaire atlantiste», por Thierry Meyssan, 27 de septiembre de 2001.

[24Según Weapons of Mass Deception, los clientes de la oficina Benador gozaron de una cobertura mediática excepcional. No sólo aparecieron en ABC, MSNBC, CNN y Fox News sino que además publicaron libros y artículos, fueron presentados como testigos ante comisiones del Congreso y fueron invitados a numerosos almuerzos privados en Washington.