Argentina ya no está en default. Pasaron 38 meses sin pagar el capital ni los intereses de la mitad de la deuda. Y no cayó sobre el territorio ninguno de los rayos y centellas que pronosticaron los economistas-astrólogos. Resulta interesante y aleccionador realizar un provisorio balance de esa ruptura temporaria con los dueños de títulos de deuda.

La economía ha crecido en los dos últimos años a un ritmo chino del 9 por ciento anual; registró inéditos superávit gemelos -comercial y fiscal-; la industria sustitutiva de importaciones ha recuperado terreno en forma vigorosa; los bancos han recompuesto en gran parte su actividad y ya registran ganancias; la mayoría de las privatizadas está aumentado la provisión de servicios ante un consumo creciente; la inflación no se ha
disparado; la inversión también ha retomado un sendero positivo, si bien ha sido con autofinanciamiento y no con asistencia bancaria; el empleo ha iniciado un persistente crecimiento; y los índices de pobreza e indigencia han retrocedido, aunque no al mismo ritmo que el repunte del Producto Interno Bruto.

Esta recuperación tiene un origen indudable: la devaluación y la declaración de la cesación de pagos. Esto no implica que esas medidas y también errores de política económica (por caso, la escandalosa pesificación asimétrica) no hayan generado descalabros de proporciones, pero éstos fueron los inexorables ante la imprudente extensión de la agonía de la convertibilidad.

Ha quedado en evidencia que los fantasmas acerca de "dar la espalda al mundo" o de "negociar de buena fe" o de "no van a venir inversiones", repetidos hasta el cansancio en estos años, han quedado en el ridículo, del mismo modo que aquellos que los vociferaban.

También es cierto que el Gobierno podía haber aprovechado un poco más el favorable contexto del default para avanzar sobre reformas pendientes, suponiendo que tiene voluntad de hacerlas, como la previsional y la tributaria. Ahora, con un sendero futuro de más pagos de deuda, el desafío es si sin estar en default se puede generar las condiciones para mejorar la pésima distribución del ingreso.

Quedó demostrado que los países no se detienen por el default. Y, a esta altura, con los resultados a la vista y por todo lo que ha enseñado de las miserias del mundo financiero, se merece un reconocimiento.