La reunión en Bratislava de los presidentes ruso y estadounidense puede definirse, quizás, como una «cumbre de los pronósticos rebatidos». En vísperas de sus anteriores encuentros, ninguno entre George Bush y Vladimir Putin habían experimentado tamaña presión exterior e interna por parte tanto de las elites políticas como de la opinión pública. Las tendencias de desarrollo de relaciones Rusia - EEUU, manifestadas en 2004 y fortalecidas a comienzos de 2005 - no prometían nada bueno para la reunión de Bratislava.
Surgió un cuadro surrealista: los líderes de ambos países seguían considerándose amigos, pero al propio tiempo sus contactos eran insuficientes para confirmar sus simpatías mutuas, mientras que en la opinión pública de ambos países cundían pretensiones, recelos y desencantos mutuos. En los periódicos estadounidenses, y también en los europeos, abundaban artículos en que se criticaba al presidente Putin y su política de «abandono de la democracia y deslizamiento hacia el autoritarismo».
En los medios de comunicación rusos se levantaba una oleada no menos poderosa de ánimos anti Occidente y anti EEUU. Las élites políticas de EEUU y otros países occidentales demandaban que Bush expresase con dureza en Bratislava las pretensiones al presidente Putin. En vísperas del encuentro, los senadores Liberman y MacKein volvieron a exigir que Bush iniciase el procedimiento de expulsión de Rusia del G8.
En uno de los periódicos centrales de Rusia, la víspera de la cumbre, fue insertado un artículo del politólogo Alexander Duguin, conocido por su orientación «eurasiática», bajo el siguiente título característico: «Putin regresará de Bratislava siendo ya otra persona». El sentido de la publicación se reducía a que el presidente ruso podía elegir sólo entre dos estrategias de conducta: o actuar como un patriota de Rusia y entrar en conflicto abierto con EEUU, o traicionar interesas nacionales y consentir la imposición estadounidense con la consecuente «desoberanización» del país.
Según afirmaba el politólogo, la pérdida de la soberanía sería inevitable, porque la parte estadounidense plantearía en Bratislava la necesidad de someter al control internacional las tecnologías nucleares de Rusia. El articulista expresaba la seguridad de que el presidente Putin, por supuesto, se portaría como un patriota y no como un traidor.
En tal contexto político, la mayoría de los analistas esperaban que en Bratislava comenzase una abierta confrontación entre Rusia y EEUU y se desarrollase una brusca discusión respecto a los problemas de democracia y los derechos humanos. Pero no sucedió nada de eso, y en ello consiste, quizás, el logro más positivo de la cumbre. Los presidentes consiguieron superar las presiones internas y foráneas y no admitir que se desencadenara una crisis en las relaciones bilaterales, así como aprobaron las llamadas iniciativas de Bratislava, atinentes, fundamentalmente, a los tres problemas básicos: un más rápido ingreso de Rusia en la OMC, el diálogo energético y problemas de la seguridad nuclear.
Este último derrotero parece ser el más complicado y al propio tiempo el más importante en el contexto actual de aumento de la amenaza terrorista y el desarrollo de programas nucleares por Corea del Norte e Irán. En vísperas de la reunión en la cumbre, muchos analistas predecían que uno de los escollos difíciles de superar sería el programa de cooperación entre Rusia e Irán en materia de energía nuclear.
Es sabido que Rusia le ayuda enérgicamente a Irán a construir la central nuclear de Bushire. En EEUU muchos no comprenden el por qué de esa cooperación, sosteniendo que ésta entraña peligro hasta para la propia Rusia, pues Irán puede crear su arma nuclear. En Bratislava ambos presidentes manifestaron estar en contra de que tal arma se desarrolle en
Corea del Norte e Irán. Pero existen sustanciales divergencias respecto a la metodología que permite alcanzar este objetivo. La política rusa aplicada con respecto a Irán y su programa nuclear tiene una motivación bastante complicada.
El primero y más sencillo nivel de argumentos consiste en que Irán es un país limítrofe con Rusia y una potencia regional grande, con la que Rusia quisiera tener relaciones normales. Para ella Irán es un importante mercado, en particular en materia de altas tecnologías, incluida energía nuclear. Además, en Rusia muchos están convencidos de que si la parte rusa deja de cooperar con Irán en ese campo, las obras de construcción de la central de Bushire las van a acabar otros contratistas, mientras que Rusia perdería ese mercado.
Pero no todo se explica, por supuesto, por un primitivo interés económico. En Rusia hay suficientes expertos que comprenden que el surgimiento de una «bomba islámica» en nuestras fronteras del Sur sería un dolor de cabeza mucho mayor para nosotros que para EE UU. Es sabido que Irán no dispone de vectores para hacer que la carga nuclear alcance territorio de EEUU, ni los tendrá en los próximos tiempos. Mientras que el territorio ruso está al alcance de los cohetes iranios ya hoy día.
En la política rusa aplicada con respecto a Irán hay también motivos político-psicológicos, y hasta complejos, si quieren. Los políticos rusos temen mucho que se los acuse de «ir en pos de Washington» y ceder ante la presión de EEUU. Son factores importantes, pero no los principales. La divergencia fundamental entre los enfoques de Moscú y Washington al programa nuclear de Irán se reduce a lo siguiente. Los dirigentes estadounidenses se inclinaban hasta los últimos tiempos a adoptar medidas rigurosas, incluido el empleo de la fuerza, para hacer parar el programa nuclear iranio.
Mientras que Moscú partía de que sería mejor ayudarle a Irán a construir su central nuclear, valiéndose de todas las restricciones que impone el Tratado de No Proliferación del Arma Nuclear, al pie del cual figura la firma también de Irán, además hacerlo bajo un riguroso control internacional previsto por el régimen de no proliferación. Se propone utilizar todas las palancas políticas y económicas disponibles para hacerle a Irán renunciar al programa de desarrollo del arma nuclear.
En su posición Moscú parte de unas consideraciones bastante obvias. En el futuro previsible, EEUU no podría realizar una operación contra Irán análoga a la iraquí, y no sólo porque el «blanco iraní» es más difícil de alcanzar.
EEUU se ha atascado fuertemente en Irak, y no tiene dinero ni soldados para librar una guerra más. En Irak actúan más del 70 por ciento de los efectivos del Ejército de Tierra de EEUU. Quedaría sólo la táctica de asestar golpes contra los objetivos clave concretos de la infraestructura nuclear irania, o sea repetir la experiencia de Israel, que de ese modo hizo parar el programa nuclear de Sadam Husein a comienzos de los años 1980, habiendo destruido una noche su reactor atómico casi acabado. Algunos expresan la opinión de que también hoy día Washington podría delegarle esa misión a Israel.
Pero surge una serie de preguntas respecto a lo realizable de tal plan y sus eventuales consecuencias. Primero, se duda de que las armas convencionales de muy alta precisión sean suficientes para cumplir tal misión. Por lo menos en las montañas de Afganistán éstas resultaron ser incapaces de liquidar a Osama ben Laden. Irán también es un país montañoso. Surge el peligro de que al cumplir tal cometido Tal Aviv se acuerde de la siguiente manifestación hecha por su ex primera ministra Golda Meir: «Israel no tiene arma nuclear, pero si surge la necesidad, la empleará sin falta».
Y, por último: no se debe olvidar que Irán tiene muchas variantes de dar respuesta al empleo de la fuerza. La principal no consiste en la hipotética amenaza nuclear, sino en su capacidad de paralizar los mercados de hidrocarburos mundiales, provocando un colapse en la industria petrolera. A Teherán le bastaría con hundir dos grandes buques cisterna en la zona de Bender-Abassa. Con lo cual quedaría cerrado el Golfo Pérsico, y junto con éste, el acceso al petróleo de Arabia Saudí, Irak, Kuwait, Qatar y los Emiratos Árabes. Las proporciones de la catástrofe serían mucho más serias, que la eventual amenaza nuclear de Irán.
Precisamente por ello la estrategia elegida por Moscú parece ser preferible de momento. Máxime que en Irán existe oposición política, y es preferible invertir en la modernización política de Irán que en la presión militar sobre ese país. No se puede descartar, por supuesto, que en un momento los dirigentes iraníes declaran que su país abandona el Tratado de No Proliferación, entonces la perspectiva de surgir una bomba nuclear irania sería real, y Moscú se vería obligado a decidir junto con toda la comunidad mundial qué sanciones u otras medidas aplicarle a Irán.
Pero de momento, en Bratislava, a juzgar por todo, la parte estadounidense aceptó los argumentos rusos, y el 27 de febrero el director de la Agencia Federal de Energía Nuclear de Rusia, Alexander Rumiantsev, firmó un tratado en Irán, según el cual éste se compromete a devolver a Rusia el combustible nuclear usado en la central de Bushire, lo que es muy importante, pues precisamente tal combustible puede servir de materia prima para obtener material fisible de uso militar.
Al resumir los resultados de la reunión celebrada en Bratislava y las perspectivas de desarrollo de las relaciones ruso-estadounidenses, se puede hacer constar que la cumbre se desarrolló en un espíritu mucho más positivo de lo que se predecía, pero no resolvió el problema clave. Las relaciones Rusia - EEUU siguen siendo muy superficiales y se basan fundamentalmente en la «química de relaciones personales», que es un fundamento muy inseguro.
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