Carlos Mesa no puede guiar, dirigir o regir el destino del país; sus decisiones son insistentemente impugnadas en la calle y en los caminos, por una población brutalmente empobrecida que poco a poco va buscando mecanismos y formas para asegurar su posibilidad de intervenir en la decisión sobre los asuntos públicos.

La población, por su parte, no está dispuesta a dejarse gobernar, si el presidente no "obedece" lo que la población decide Comprender lo que va sucediendo en la convulsa Bolivia resulta difícil: un presidente que renuncia al uso de la fuerza pública para imponer las decisiones gubernamentales y que, más bien, presenta su renuncia como medida de presión ante la enésima acción de protesta e insubordinación de la población civil; una población aymara urbana en la ciudad de El Alto que ha alcanzado una experiencia de movilización tal, que de modo casi repentino es capaz de cercar la ciudad de La Paz, impidiendo la entrada y salida de vehículos, mercancías y personas.

En la reciente acción de confrontación entre población sencilla de las ciudades y de algunas zonas rurales, gobierno boliviano y corporaciones transnacionales, se exhibe el caótico "empate" entre las fuerzas sociales en conflicto: unos no pueden imponer lo que deciden, los otros tampoco.

Carlos Mesa, el presidente que llegó a ese cargo en octubre de 2003 después de otro levantamiento que hizo huir al ultraneoliberal Gonzalo Sánchez de Lozada, no puede gobernar. De acuerdo, por supuesto, al significado que hoy se otorga a esta palabra: Carlos Mesa no puede guiar, dirigir o regir el destino del país; sus decisiones son insistentemente impugnadas en la calle y en los caminos, por una población brutalmente empobrecida que poco a poco va buscando mecanismos y formas para asegurar su posibilidad de intervenir en la decisión sobre los asuntos públicos. La población, por su parte, no está dispuesta a dejarse gobernar, si el presidente no "obedece" lo que la población decide.

El reciente episodio de movilización en Bolivia, cuyo desenlace todavía está pendiente, tiene tres demandas centrales. La primera es la expulsión de la empresa trasnacional Suez-Lyonesse des Eaux -la más grande corporación mundial de distribución de agua potable- de El Alto y la construcción en su remplazo de una empresa pública en la cual la gestión esté en manos de los vecinos.

Entre el 10 y el 14 de enero pasados los vecinos de la ciudad de El Alto realizaron un paro con esa misma demanda y, aparentemente, consiguieron sus objetivos. En febrero, los vecinos supieron que el gobierno había decidido "apegarse a las formalidades de la ley" para la terminación del contrato con la Suez que, por tanto, seguía operando la concesión. Además, Mesa y su gabinete rechazaban la voluntad ciudadana de construir una empresa pública de distribución del agua bajo el control de los propios vecinos y proponían, como solución transitoria, la constitución de una sociedad mixta donde se permitiera la participación de capital privado. Esto fue lo que detonó la nueva movilización. Como expresaban los vecinos de El Alto en sus bloqueos: "Ya dijimos que no queremos aquí a la trasnacional. Que se vaya, pues. Que Carlos Mesa entienda".

La segunda demanda del movimiento viene arrastrándose desde, cuando menos, octubre de 2003: es la exigencia de que, por lo pronto, se establezca un impuesto de 50 por ciento a la explotación de los hidrocarburos igualmente concesionados a consorcios trasnacionales y que este arancel se incluya en la Ley de Hidrocarburos, que continúa a discusión en el parlamento nacional.

En relación con esta demanda sucede algo similar a lo que pasa con el agua: los gobernantes y "clase política" en general, después de la irrupción colectiva y contundente de la población en la calle, manifestando su intención de recuperar lo que consideran que debe ser patrimonio público, se empeña en borrar y diluir en la negociación lo que la gente movilizada establece como conveniente para el destino del país.

El gobierno de Carlos Mesa ha apostado durante todo 2004 al debilitamiento de los movimientos sociales. En cierta medida lo ha conseguido, pues el terreno de las "comisiones de expertos" no es un lugar en el cual los miles de vecinos que se movilizan puedan participar. Sin embargo, la fuerza del movimiento boliviano, al menos hasta ahora, está en la claridad con la que la población sencilla entiende la necesidad de recuperar lo que es riqueza natural saqueada. Por eso se presentan en la calle una y otra vez.

Finalmente, la tercera demanda del movimiento, que posiblemente pueda constituir una salida a esta confrontación cada vez más intensa, es la voluntad de las múltiples y diversas organizaciones sociales de llevar adelante una Asamblea Constituyente para refundar un país que, sin ninguna duda, cruje por los cuatro costados en medio de la inestabilidad y la carencia.

La Jornada