El precio de la libertad es una hermosa figura retórica para todos los países, excepto para Haití.
La más desdichada de las naciones americanas fue la única sobre la tierra obligada a pagar en oro por su libertad. En 1814 Francia le exigió 150 millones de francos, porque con su revolución perdió la colonia más próspera en la que 450.000 esclavos, explotados por 40.000 blancos, producían casi todo el azúcar y el café que consumía Europa. Hubo regateo y la cifra se redondeó en 90 millones. Cuando en 1883, concluyeron los pagos, París reconoció su independencia.
189 años después, en el 2003, Jean Bertrand Aristide, el único presidente haitiano electo en dos ocasiones, reclamó la devolución de la gabela que calculó en 21.685 millones de dólares actuales. Jacques Chirac envió a Regis Debray quien, con la ambigüedad que lo caracteriza, reconoció la legitimidad, tanto del cobro, como de la devolución demandada. En lugar de pagar, Francia se unió a Estados Unidos para, a punta de pistola, sacar del palacio a Aristide y enviarlo a los confines de África.
Francia no accedió a la reclamación, no sólo porque el sufrimiento humano es impagable y porque ninguna reparación pecuniaria podrá devolver las vidas sacrificadas durante la trata de esclavos, cuyo número supera al total de muertos en la II Guerra Mundial. El dato no conmueve las conciencias europeas, porque sucedió hace demasiado tiempo y le ocurrió a otros.
En los tres siglos que duró la trata, alrededor de 100 millones de africanos, cazados como fieras y vendidos como bestias trabajaron gratis para Europa en sus colonias de América, medio millón de ellos en Haití donde la supervivencia de un esclavo no llegaba a diez años, tiempo suficiente para que los amos amortizaran la inversión.
Acceder a la demanda haitiana hubiera provocado un efecto dominó.
Utilizando como base de cálculo los salarios y las prestaciones dejadas de pagar durante 300 años, el valor de su aporte productivo y la indemnización a que tienen derecho por haber sido apresados y traídos a América contra su voluntad, Portugal le debe más a Brasil de lo que este país le debe a la banca internacional y el PIB de una década no le alcanzaría a España para pagar el oro de México y el Perú, la plata de Potosí, las maderas preciosas, las gemas, los cueros, las pieles y las plumas, así como los derechos de propiedad que corresponden a los pueblos aborígenes por los cultivos y las tecnologías de su invención adoptados por Europa.
Nunca, cuando se hace referencia al relampagueante éxito económico de los agricultores norteamericanos, se recuerda que durante tres siglos, más de diez millones de esclavos jóvenes y fuertes, trabajaron gratis para América que le pago con la ingratitud.
La revolución de independencia norteamericana tuvo lugar en 1776, pero la esclavitud no fue abolida hasta 89 años después, cuando en 1865 se promulgó la decimotercera enmienda de la Constitución, hecho que sin embargó no suprimió la segregación racial, vigente durante otros 99 años más hasta que en 1964 fue eliminada a instancias del presidente Kennedy.
El error de Aristide recuerda aquel en que incurrieron sus antepasados que en 1791, se inspiraron en las nobles y elevadas ideas de las revoluciones de los Estados Unidos en 1776 y de Francia en 1789, sin percatarse de que se trataba de revoluciones sólo para blancos. Todavía el Tercer Mundo no ha comprendido que cuando occidente habla de libertad y de derechos, se refiere a los suyos, nunca a los de otros.
Por ser el primer país americano en abolir la esclavitud, Haití soportó un dilatado y férreo bloqueo. Francia no lo reconoció hasta 1825 y Estados Unidos, lo mismo que El Vaticano, tardaron 60 años.
Un año después de que los Estados Unidos y Francia, apoyados en una manga de facinerosos expulsara del poder a Jean Bertrand Aristide y gestionaran el compromiso de la ONU, para legitimar una burda invasión, increíblemente asumida por varios países latinoamericanos, nada ha ganado el pueblo haitiano que no tiene más libertad ni menos hambre.
De los 1.080 millones de dólares que fueron sumados en la Conferencia de Donantes de Washington, apenas se han materializado 80, la mitad de ellos invertidos en las elecciones previstas para fines de año y el resto utilizado por la corrupta burocracia importada directamente desde los Estados Unidos.
El único resultado tangible de la invasión es la presencia de casi siete mil tropas extranjeras. Estados Unidos, Francia y Canadá que nunca se preocuparon por la suerte del pueblo haitiano, tampoco lo hacen ahora y los grandes países latinoamericanos que pudieran haber aportado la sensibilidad y la solidaridad, increíblemente han caído en la trampa y se han prestado a la maniobra.
Tal vez alguna vez lleguen a organizarse elecciones realmente libres, Aristide vuelva a ser electo y todo comience otra vez. Lamentablemente la historia volverá a depender de Estados Unidos porque Haití, sin dinero ni amigos y sin ningún recurso explotable, no puede pagar su libertad.
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