La polémica en torno al decreto de verdad, justicia y reparación deja en claro que cuando se habla de paramilitarismo en Colombia, para poder entender, hay que buscar en la entraña de la historia del país, de su cultura política y de su práctica económica.
La sugerencia del senador Pardo acerca de que no basta un decreto sino que se requiere un proceso es compartida por muchos otros analistas, todos los cuales coinciden en que la historia del paramilitarismo no comienza con la fundación de las AUC por Carlos Castaño, ni tampoco con la creación del MAS por obra del narcotráfico. En realidad, si se amplía el término, la autodefensa puede remontarse hasta la cuna de la nación colombiana y de sus guerras civiles históricas. No se trató entonces solamente de autodefensa de los propios intereses sino que con frecuencia se presentó la ofensa armada de los ajenos. Hoy se sigue repitiendo esa misma ambivalencia de forma desaforada.
Así se explica que Colombia tenga una tradición de autodefensa basada en la profunda desconfianza frente al Estado y en la persuasión de la incapacidad del Gobierno como garante de los derechos fundamentales, con lo cual se traza el círculo vicioso del paramilitarismo que debilita al Estado porque siente que no es lo suficientemente fuerte para defender a sus ciudadanos. Una paradoja de la cual también se deriva la escasa cultura cívica de grandes masas de población, que no reconocen el espacio público porque tampoco tienen una conciencia ciudadana operante.
Construir un sistema de derechos que sirva como base a la defensa de los derechos humanos civiles, económicos y culturales es, pues, un desafío que no se logra mediante una ley, ni siquiera una Constitución, sino que demanda un proceso educativo de largo aliento.
Sin embargo la mal llamada paz paramilitar pudiera muy bien ser la ocasión inigualable de iniciar dicho proceso y de empezar a romper el círculo y de anular la paradoja. Si los interlocutores principales comprendieran que su ejemplo puede romper el hielo del discurso egocéntrico y el diálogo se abriera a las víctimas, tendríamos ya un precedente en el cual la justicia incluiría la verdad. En efecto, la reinserción del actor armado no se dará mientras no exista un reconocimiento paladino de la ofensa y, por consiguiente, una voluntad de no seguirla repitiendo. Todo lo que sea menos de eso es irracional por la dimensión del riesgo que supone un perdón ingenuo por lo apresurado (si se diera).
De forma parecida una justicia, aun con verdad, tampoco sería suficiente si no se trabaja el capítulo de la reparación. Porque la negación de ésta supone un detrimento de la verdad y, por lo tanto, de la justicia. No puede darse justicia sin reparación, cuando el negar ésta redunda en gran beneficio del ofensor y enorme detrimento del ofendido. Instalar de manera confortable (dado que se diera) a los desplazadores mientras se olvida a los desplazados no es tolerable por injusto. Ni qué decir que olvidar a los muertos mientras se atiende a los homicidas, a pesar del realismo que algunos alegan, tampoco echa un cimiento sólido para la paz. Y en este punto la historia colombiana no tiene nada que envidiar a las retaliaciones de otros grupos humanos.
Si estas condiciones no se dan, de entrada, el proceso se construirá sobre la arena. Puede ser que cumplirlas todas requiera una negociación larga y tendida. Pero no hay cambio social ni rápido, ni gratuito, ni indoloro. Pero esquivarlo sería crear más de lo mismo: triste alternativa aunque muy humana. La historia colombiana atestigua con una tozudez irrefutable que sin la justicia, la verdad y la reparación nuestro paramilitarismo es un punto de no retorno.
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