Las voces apagadas que hoy son gritos

Un hilo conductor parece recorrer esta historia a contraluz. Desde lo que nos dejó la proclamación de la Constitución de 1991 en su sorprendente afirmación pluricultural y multiétnica, hasta la luminosa Minga por la Vida de finales del 2004, resalta el movimiento de los pueblos indígenas. No es una excepción, si se tiene en cuenta lo ocurrido en esa vasta porción de América que va desde México hasta Chile, pero enteramente excepcional, en todos los casos, en tanto confrontación y desafío respecto a la tradición política y la teoría social. Un desafío que parece venir del pasado más remoto, en contra de las cómodas ideologías del progreso, pues no se trata de reacción o resurrección, sino de una renovada proposición cultural conforme a las contemporáneas rebeldías llamadas ecológicas, esta vez en un espacio comunitario. Y del mundo rural, opacado y desestimado por el capitalismo; en Colombia, además, el lugar de múltiples tragedias y dolores pues ha sido y sigue siendo el escenario principal de la guerra, la otra característica principal, una vez más, de esta última porción de nuestro devenir como sociedad.

Si bien es claro el peso que este movimiento ya ha arrojado sobre la forma como se han desarrollado las contradicciones sociales y la reconstrucción de las identidades colectivas, no es posible todavía, en la medida en que aún se nos presenta como resistencia encaminada a conquistar y conservar sus autonomías, apreciar un efecto propositivo en la definición de una nueva política anticapitalista pues resulta escaso lo que los demás sujetos sociales han recogido como lección. Pero los ingredientes están dados. El más importante de todos, la poderosa insubordinación frente a la homogenización del mundo en torno a los valores del mercado y el lucro, el más reciente (ojalá el último) y extremo desarrollo de la civilización capitalista. Contra la llamada globalización que en Colombia tuvo su primera etapa justamente en la década del noventa, la de la “apertura”. Pero no es un ataque emprendido en nombre de lo cerrado y provincial, sino de una necesaria alternativa para el futuro. Es por eso que el movimiento de los pueblos indígenas, en aparente paradoja, es también “global”.- A manera de anuncio y de llamado, simultáneamente, acaba de realizarse, entre los pueblos indígenas del Cauca, una Consulta popular sobre el TLC que dio como resultado unapabullante rechazo. Tan importante el resultado como la selección misma del tema. Con ello se cierra tal vez una época y se inaugura otra.

La llave maestra encontrada en la derrota

Quizá no haya pasado todavía suficiente tiempo como para apreciar en toda su dimensión una de las más significativas realizaciones, entre las funestas pero históricas de Uribe Vélez. Con la liquidación del ISS, de Ecopetrol, de Telecom, del Banco Cafetero, de Inravisión, y del sistema público hospitalario, aparte de los objetivos económicos neoliberales, le asestó un golpe definitivo, en plena columna vertebral, al movimiento obrero colombiano. Pudo hacer, aprovechando el respaldo total de las clases dominantes, su popularidad “mediática” y el apoyo militar de los Estados Unidos, lo que otros antes no se habían atrevido. Sólo le queda, y ya anunciada, la “reestructuración” del sistema educativo, incluyendo al SENA, que desmenuce a Fecode y las demás organizaciones docentes. Significa, en verdad, una decisiva mutación histórica, similar a la ocurrida a mediados del siglo pasado con la desaparición de la navegación fluvial y la liquidación posterior de los ferrocarriles nacionales y los Puertos Estatales.

La tarea se venía cumpliendo ineluctablemente desde comienzos de la década de los noventa pues con la Constitución se inauguró también la era neoliberal. Téngase en cuenta que uno de los mecanismos más expeditos para la destrucción del sindicalismo, como lo ha mostrado también la experiencia mundial, es la reforma económica, conla “reducción” del Estado y la eliminación de las empresas que ha traído la desregulación y la liberalización comercial. En Colombia, la desindustrialización, ya había hecho desaparecer de manera silenciosa numerosos sindicatos de empresa privada. Ciudades como Medellín, pero también otras capitales y ciudades intermedias, han sido víctimas de esta transformación o “vaciamiento” social. El crecimiento de la construcción, el comercio y los servicios si bien amplía el trabajo asalariado no da lugar a sindicalismo entre otras cosas por la precariedad de la contratación. En este aspecto sí que es cierto que la Colombia de hoy no es la misma que teníamos a principios de los noventa.

Empero, si se trata de sindicalismo, lo cierto es que en Colombia su columna vertebral -y por ello la alusión anterior- ha sido el estatal. Y no tanto por el tamaño y la capacidad del Estado sino por lo reducido y monopolizado del ámbito privado. De ahí la eficacia política de las reformas neoliberales. A principios de los noventa ya se había fundado la CUT considerada el más ambicioso intento de reunir todo el movimiento obrero; pero la importancia y fuerza de este proyecto, en la superación de lo que algunos denominaban la división y la dispersión, residía no solamente en la fusión entre la UTC y la CSTC sino en la incorporación del antiguo sindicalismo independiente que en buena parte era estatal. La capacidad de presión, como lo demostraron las luchas posteriores, se apoyaba en estos contingentes de trabajadores que lograban poner en riesgo la estabilidad de los gobiernos. Al mismo tiempo se hacía posible una acción unitaria. Hacia finales de los noventa se había consolidado el Comando Nacional Unitario, aunque debe reconocerse que el rasgo predominante durante toda esta historia es la defensiva. Su mayor logro, quizá por esta misma razón, fue haber trascendido de la reivindicación parcial hacia una formulación política en el terreno de los modelos económicos, si bien, ante todo, anti-neoliberal. Se observa aquí, significativamente, el peso de la lucha contra las privatizaciones.

Obviamente, la eficacia de las reformas no hubiera sido posible sin dos ingredientes adicionales: La más despiadada represión y la deslegitimación de la figura del sindicalismo. La primera en el marco de la guerra, como realidad y como pretexto. Miles de dirigentes y activistas sindicales han sido asesinados, sin contar los que han sido presos u obligados al exilio. La segunda, se apoya en la acusación, mundialmente conocida, de “privilegiados”, pero igualmente en las debilidades propias de la forma sindical de organización. Ha sido imposible hasta ahora transformar las pautas organizativas hacia la incorporación de miles y miles de trabajadores en la informalidad, y las reiteradas propuestas de paro cívico han fracasado salvo cuando participan los transportadores.

No obstante, el sindicalismo ha sido y sigue siendo, la forma por excelencia de articulación del movimiento popular colombiano. Ninguna lucha importante, de envergadura nacional, es posible sin su contribución, particularmente la del magisterio. Es por esto que se puede hablar igualmente de columna vertebral en sentido amplio. Y de ahí también la importancia y significación del golpe recibido. En la dificultad se vislumbra, sin embargo, un salto hacia adelante: su contribución a la materialización de un proyecto inédito en Colombia, la conformación de un movimiento político que sea intrínsecamente social, una de cuyas cuotas iniciales fue el Frente Social y Político y otra podría ser la Gran Coalición Democrática nacida de una primera experiencia histórica, el triunfo contra el referendo.

Una sombra en busca de su cuerpo

Casi todos los analistas, y los propios activistas, están de acuerdo en que el movimiento campesino, de larga tradición en Colombia, artífice de luchas históricas como las recuperaciones de tierras de principios de los setenta y las marchas de la segunda mitad de los ochenta, se encuentra desmantelado. Su biografía reciente está atada a las circunstancias de la guerra, la que se reabre precisamente con la constitución del 91 y después de los acuerdos de paz. Podemos decir, sin lugar a duda, que la nuestra es una guerra campesina, pero hay un desequilibrio sustancial entre el crecimiento de las fuerzas militares y la dinámica política y organizativa del propio campesinado, desequilibrio que ha llevado a la liquidación de la segunda. La desaparición del movimiento campesino es la contrapartida del triunfo del proyecto paramilitar. Basta recorrer el mapa. Esto, en lo fundamental. Pero también, de otra manera, la contrapartida de la presencia solitaria y hasta cierto punto socialmente aislada de la insurgencia militar. Esta última hablaría del paso a una forma superior - movimiento campesino en armas - pero el argumento deja no pocas dudas ante la deplorable realidad.

En todo caso, el movimiento campesino se resiste a desaparecer y es tal su fuerza que existe en su proyección sobre el telón de la sociedad.- De modo similar a lo ocurrido con el movimiento obrero, se lanzan al terreno de la política, cosa que a ellos les era menos extraña. Las organizaciones actuales, sobrevivientes unas, recién nacidas otras, logran elaborar durante el 2003, en magnífico consenso, un Mandato Agrario, en muchos sentidos superior al Primer Mandato campesino de hace 32 años. Se orientan algunas hacia una convergencia campesina, indígena y negra. Además, le hablan más de cerca al mundo urbano. Recientemente han ocupado un lugar visible, de primera línea, en la disputa sobre las estrategias de abastecimiento alimentario de Bogotá, botín ambicionado por las grandes cadenas comerciales importadoras.

Todas ellas, tentativas apenas, pero de vocación promisoria. En un contexto francamente inédito: la movilización y organización de sectores de medianos y hasta grandes propietarios del campo como reacción frente a la ruina producida por la apertura de los noventa (incluyendo la economía cafetera) y en contra de las amenazas de los tratados de libre comercio. Igualmente, por la naturaleza de sus actores, en la frontera entre lo rural y lo urbano. El problema va más allá del comercio. Aunque no lo hayan hecho conciente, lo cierto es que el proceso de concentración de la propiedad territorial - hoy más acentuada que nunca- no parece dejar lugar a la agricultura capitalista de los años sesenta; el escenario ha sido ocupado, además de la ganadería-símbolo de poder, por los proyectos de plantación y explotación de recursos naturales en beneficio de las multinacionales y a expensas de la naturaleza. El objetivo de la reforma agraria ha adquirido entonces otro contenido.

La revuelta dormita en la corte de los milagros

La destrucción del mundo social rural de otros tiempos y su reemplazo, a través del despoblamiento, por estructuras totalitarias locales y regionales, se expresa en el fenómeno más notable de los últimos quince años: el desplazamiento. Miles de escritos y de imágenes resultarán escasos para describir la magnitud del dolor y la tristeza que ha significado este hecho de violencia. Otra vez el campesinado, las mujeres y los niños, especialmente, aportan su cuota al desarrollo urbano. En los últimos años, sobre todo, la población afrocolombiana de la costa pacífica, con lo cual un movimiento social que comenzaba a inventariar y a veces a conquistar sus reivindicaciones (territorios colectivos) se vio de pronto transformado (una vez más) desde los parámetros espaciales de su existencia. Para la población negra, como se sabe, nunca ha sido ajena la existencia urbana; al fin y al cabo el lugar de su mayor concentración es Cali y el entorno vallecaucano, para no mencionar las ciudades del caribe. Pero esta nueva etapa del éxodo es ya definitiva y como tal le plantea la posibilidad de afirmar su identidad precisamente en el lugar de las aparentes indiferenciaciones. El camino de Brasil y, mucho antes, de los Estados Unidos.

El mundo urbano definitivamente ya no es el mismo de principios de los noventa. Si la otra oleada del desplazamiento, la de los cincuenta, produjo fenómenos como el populismo de la Anapo, en ésta el crecimiento incontrolable de las barriadas pobres, incluso en ciudades intermedias, dará lugar a fenómenos políticos insospechados. Por lo pronto, dos tendencias se contraponen: el esfuerzo de segmentación espacial y social propiciado por las clases dominantes y ambicionado por la erosionada mediocracia (fascismo social), y la reacción de los “otros” que cruzan las fronteras internas e “invaden” todos los espacios, en diversas formas, entre ellas la más visible de ventas ambulantes.

En sus propios barrios, la resistencia es polimorfa. Aunque parezca contradictorio, la vieja corrupción se descompone, es decir, se rompen las viejas cadenas clientelares y, en un equivalente a la “franja de opinión” de la clase media, surgen capas sociales, particularmente de mujeres y jóvenes, indóciles, desobedientes, sólo que no se expresan electoralmente. En un país como Colombia, cruzado por la guerra, no falta la violencia, delicuencial si se quiere, pero también insurgente y contrainsurgente. La segunda, sin duda parte del proyecto paramilitar pero la primera no forzosamente vinculada con las organizaciones armadas existentes. En general, la existencia de los sectores populares es desorganizada y así también la resistencia, salvo intentos reconocibles y significativos, por ello no sería extraño un fenómeno de proyección psicosocial como el de Venezuela con Chávez. En todo caso es aquí, en el mundo urbano, donde se incuba la verdadera transformación cualitativa de los movimientos sociales hacia el futuro.

Envío

Si a finales de los cincuenta se nos ofreció el Frente Nacional como remedo de reconciliación, en esta época la misma función quiso cumplir la nueva Constitución, sólo que de manera más evidente vino combinada con violencia. Muy poco se había resuelto, para confusión de la intelectualidad y de las viejas vanguardias que durante estos años han querido convencerse de que estamos en un nuevo país. Tal es la contradicción fundamental de la política colombiana, la cual estalla en mil pedazos en presencia del régimen autoritario. Ese “nuevo país” era el escenario de los “nuevos” movimientos sociales a los cuales no nos hemos referido aquí. Algunos aprovechaban del pluralismo recién estrenado en la formalidad constitucional, otros denunciaban, desde las primeras de cambio, las falacias de dicha formalidad, como los movimientos de derechos humanos o por la paz. A esta altura comienzan a transformarse y probablemente poco quedará de sus vertientes originales; con el correr de los tiempos, paradójicamente serán identificados como parte de los rasgos principales del breve tiempo del “Estado Social de Derecho” que hemos recordado en estas líneas.