Durante mucho tiempo, la unificación de Europa fue un problema de la exclusiva competencia de las elites políticas y mientras los ciudadanos vieron sus intereses satisfechos no tuvieron nada que criticar. En la Europa de los 25, no todos los países pueden ocupar responsabilidades y los ciudadanos se niegan a ser dirigidos de forma burocrática. Hasta en los Estados más eurófilos la población se muestra cada vez menos propensa a aceptarlo todo.
El gobierno francés ha tenido el valor de convocar un referéndum sobre la ratificación de la Constitución. Como alemán, admiro esta decisión. Los alemanes dependen del voto francés de la misma forma en que los franceses dependen del voto británico, polaco, checo y de todos los demás. La Constitución europea podrá nacer únicamente del voto de adhesión de los veinticinco pueblos y no de la voluntad concebida en común por el conjunto de los ciudadanos europeos. El riesgo reside en el hecho de que los electores expresen su decisión sobre bases nacionales y no a favor de un texto debatido en el seno de un espacio público europeo. Sería necesario por lo menos que los elementos a favor y en contra de las demás naciones se conozcan también acceso en cada uno de nuestros espacios públicos nacionales. Ese es el sentido que doy a la invitación que se me ha hecho para dar mi opinión en el debate electoral francés.
Creo que la izquierda francesa haría una mala elección al pretender «domar» al capitalismo por medio del no a la Constitución europea. Es cierto que existen razones válidas para criticar la vía que ha tomado la unificación europea, pero una izquierda digna de ese nombre no debe reaccionar atrincherándose en el Estado-nación. Hace mucho que la regulación del Estado no basta para contrarrestar las consecuencias ambivalentes de la globalización económica. Sólo a escala europea lograremos recuperar parte de la capacidad de regulación económica perdida del Estado. Una izquierda activa y lúcida en su política europea habría reclamado hace mucho una harmonización más exhaustiva. Es preciso que la Unión Europea recupere su capacidad de acción luego de la ampliación y eso es lo que la Constitución se esfuerza por hacer. Si el texto es rechazado, la Unión volvería a sumirse en la impotencia, lo cual alegraría a los neoliberales.
Gracias a ese texto, la Unión Europea podrá asimismo desarrollar un «soft power» suficiente para oponerse a las ambiciones de los neoconservadores. Siendo así, George W. Bush no haría más que alegrarse de un rechazo a la Constitución europea. La única forma que tenemos de enfrentar de manera ofensiva los desafíos y riesgos vinculados a un mundo en ruptura es por medio del fortalecimiento de Europa en lugar de tratar de explotar, a costa de un antiguo populismo, las angustias, muy comprensibles por demás, de la población. No podemos darnos el lujo de esperar hipotéticas renegociaciones. Necesitamos una herramienta capaz de influir en el mundo.
Si Francia rechaza el tratado, Europa será presa de la depresión. Si los británicos dicen no, la Unión Europea obligará a ese país a asumir sus responsabilidades, pero siendo Francia una de las fundadoras de Europa, todo el edificio se tambalearía. Sería además un acto grotesco de sobrestimación imaginar, como lo hacen los partidarios del no en el seno de la izquierda, que la Constitución será renegociada únicamente porque en la retorcida coalición del no francés hay algunos eurófilos que estiman que la integración política no es lo suficientemente radical.

Fuente
Nouvel Observateur (Francia)
Semanario de izquierda. Difusión: 550,000 ejemplares.

«Le non illusoire de la gauche», por Jurgen Habermas, Nouvel Observateur, 5 de mayo de 2005. Este texto también está disponible en alemán, aquí.