El general Janis Karpinski muestra el centro de tortura de Abu Gharib a Donald Rumsfeld, el 3 de septiembre de 2003.

Las autoridades estadounidenses y británicas han condenado fuertemente las humillaciones y torturas infligidas a los prisioneros iraquíes que la prensa ha dado a conocer. Dichas autoridades aseguraron que se trata de hechos aislados que serán castigados.

En unos pocos días la verdad salió a la luz. La emisión estelar de reportajes de la CBS, 60 Minutes, difundió fotografías que muestran acciones de maltratos perpetradas en una prisión cercana a Bagdad. El investigador estrella del New Yorker, Seymour M. Hersh, reveló los informes internos de los inspectores del Departamento de Defensa [1]. Por su parte, el Daily Mirror publicó después varios testimonios acerca de maltratos perpetrados, esta vez, por las fuerzas británicas [2].

En octubre y diciembre de 2003, el mayor general Antonio M. Taguba efectuó una inspección en los centros penitenciarios iraquíes administrados por el Ejército estadounidense, así como en las bases norteamericanas que también cuentan con prisiones. Su informe, de 53 páginas, fue clasificado como confidencial, pero varios periodistas tuvieron acceso a él.

Hace referencia a abusos sexuales y torturas que van hasta la muerte, en especial en la cárcel de Abu Gharib. Los actos de violencia serían obra de miembros de la 800a Brigada y de «contratados civiles» a las órdenes de agentes del Servicio de Información del Ejército de tierra y de la CIA, encargados de humillar a los detenidos para debilitarlos psicológicamente y prepararlos para los interrogatorios.

El general de Brigada Janis Karpinski, única mujer con rango de oficial superior destinada en Irak, alertada ya en numerosas ocasiones en este sentido, no habría tomado, sin embargo, ninguna medida para poner fin a tales actos. Por el contrario, habría firmado varios informes falsos para archivar las reclamaciones.

Los testimonios y fotografías publicados por el Daily Mirror han sido cuestionados. Son brutalidades cometidas por soldados del Queen’s Lancashire Regiment en la zona de ocupación británica.

Los comentaristas que se declaran sorprendidos por estos hechos dan prueba de una muy extraña ingenuidad. Semejantes horrores no son raros en tiempos de guerra y hace meses que se conocen las quejas de los iraquíes mientras que los prisioneros mueren en las cárceles. Más que comentar estos casos desde un punto de vista moral, forzosamente hipócrita en esas circunstancias, es preferible analizarlos con un enfoque político y sacar de ellos conclusiones que son inevitablemente desagradables.

Los hechos dados a conocer no tienen nada de aislados, aunque no obedezcan a ninguna orden precisa. Son resultado de la estrategia aplicada en Irak. El 12 de noviembre de 2003, con la finalidad de eliminar la resistencia, el Pentágono desencadenó una campaña denominada «Martillo de hierro».

La dirige el teniente general William Jerry Boykin quien, siguiendo la tradición de Custer, considera que el buen adversario es el adversario muerto. Boykin es un neofascista que estuvo implicado en la guerra sucia de Colombia, especialmente en el asesinato de Pablo Escobar. Es conocido por su fanatismo cristiano, que lo llevó a comparar a los musulmanes con Satanás.

Esta operación se lleva a cabo con la ayuda de oficiales israelíes que comparten con sus homólogos estadounidenses la experiencia adquirida en los territorios palestinos ocupados. Se trata de aterrorizar a la población para que denuncie a los resistentes. Esta estrategia contempla, entre otras cosas, el empleo de la tortura.

Entre las personas cuestionadas en el informe Taguba figura con especial relevancia el teniente coronel Steven L. Jordan, entonces comandante del Centro de Interrogatorio y de Debriefing Interarmas, hoy suspendido. Teniendo en cuenta sus funciones, resulta inverosímil pretender que las torturas se hayan limitado a la prisión de Abu Gharib.

Como ya lo explicamos en aquellos momentos, a menudo las operaciones de contrainsurgencia son también victorias militares y derrotas políticas. Constituyen un engranaje sin fin. Por ello, observamos penosamente sin sorprendernos cómo la operación Martillo de Hierro se extendía por todo Irak desde julio, tal como lo muestra la designación de John Negroponte como sucesor de L. Paul Bremer III.

El Sr. Negroponte, de hecho, es el principal especialista estadounidense en la guerra contra las poblaciones, denominada «guerra de baja intensidad». Puede inclusive jactarse de haber controlado personalmente el trabajo sucio en América Central, habiendo llegado a dirigir los Escuadrones de la Muerte en Honduras, Salvador y Nicaragua. Su primera decisión en Irak debería ser impedir el desmantelamiento de los baasistas, es decir, acudir a los torturadores del régimen de Sadam Husein debido a la imprescindible necesidad de contar con un personal tan bien formado como este.

Los abusos dados a conocer no han sido cometidos sólo por las tropas estadounidenses, sino también británicas. No obstante, estas últimas gozan hasta el momento de cierta estima en la prensa occidental. Se sabe que, como miembros de la Coalición, son partícipes de su sórdida estrategia, incluido el empleo de la tortura.

Hay que reconocer que las unidades de combate de los demás miembros de la Coalición están vinculadas también a la misma estrategia, por lo cual llegarán a cometer las mismas atrocidades. No se trata de errores que puedan dejar de cometerse, sino de un anticipo de lo que espera a los iraquíes en la guerra que Washington les ha declarado.

Por otra parte, se observan las consecuencias de la feminización militar: ya hay mujeres torturadoras, iguales en todo a los hombres. Ello demuestra a aquellos que habían olvidado el mito de las Amazonas que, al menos en este aspecto, no existe diferencia alguna entre hombres y mujeres. La brutalidad no es una exclusividad de los hombres porque son más fuertes que las mujeres, pues estas también la practican cuando disponen de fuerza.

Por último, debe analizarse el papel de los «contratados civiles». El informe Taguba impugna la actuación de personal de la CACI International y de la Titan Corp. Esta última sociedad es la que estuvo encargada del informe sobre la eficacia del auxilio prestado cuando el ataque al Pentágono el 11 de septiembre de 2001.

Parece que uno de los contratados trabajó como traductor durante las sesiones de tortura, pero se desconoce el papel desempeñado por los demás. No obstante, considerando su condición civil, no se ven involucrados en la inspección militar ni deberán comparecer ante una corte marcial.

En teoría, podrían ser juzgados por tribunales iraquíes, aunque estos no podrían establecer los hechos debido a que los magistrados iraquíes no pueden pretender investigar en las prisiones y cuarteles de sus liberadores. Cerca de la cuarta parte del personal de la Coalición son «contratados civiles» que, por tanto, caen fuera de toda jurisdicción. En otras palabras, mercenarios que pueden practicar la tortura en los cuarteles de la Coalición con absoluta impunidad.

Algunos partidarios de la invasión a Irak creyeron, de buena fe, que la legalidad de la guerra importaba poco ante el noble objetivo de derrocar a la dictadura de Sadam Husein.

Hoy deben reconocer que al preferir la ley del más fuerte y no el derecho, han permitido que una tiranía sustituya a otra.

[1«Torture at Abu Ghraib», por Seymour M. Hersch en The New Yorker de fecha 10 de mayo de 2004 (distribuido el 30 de abril).

[2«Shame of Abuse by British Troops » por Paul Byrne, The Daily Mirror, 1ro de mayo de 2004.