Leí en alguna ocasión que a la política -en tanto su objeto son las relaciones de poder entre las clases sociales-, se la podría separar en dos ámbitos: una “gran política” cuando entran en pugna los intereses de clases antagónicas inconciliables; y, una “pequeña política” que tiene por objeto las relaciones de poder entre los integrantes de una misma clase en el control estatal. La primera, en el sistema actual, encierra la posibilidad y la acción para superar al capitalismo si las clases subalternas se imponen a las clases dominantes, resolviendo a su favor las contradicciones y relaciones económicas, sociales y políticas. La segunda, no dirime más que las relaciones y controversias entre las distintas fracciones de una misma clase dominante. Es una disputa “al interior de la casa”.

Para los dueños del poder es una necesidad vital eliminar o al menos opacar al máximo la “gran política”, para que los acontecimientos que se producen día a día en el Congreso Nacional, los escándalos en los ministerios, las pugnas que estallan en los municipios, las discrepancias al interior de los partidos políticos, etc. se muestren como “el todo” del quehacer político y, por lo tanto, se piense que atacando dichos sucesos se resuelven todos los problemas.

Lo que ocurre en estos días en nuestro país es un claro ejemplo. Está abierto un debate para encontrar vías de salida a la crisis, pero el ángulo desde el que está planteado el problema y los posibles mecanismos de solución no van más allá de lo que la institucionalidad lo permite. Es decir, para seguir con la analogía planteada, lo que la “pequeña política” consiente.

Que las clases dominantes delimiten el terreno precautelando sus intereses es obvio pensarlo; que actúen de una manera distinta hasta aparecería como un absurdo. Pero existen sectores de los que se podría creer que su política les obliga plantear propuestas con un mínimo de radicalidad, mas su discurso encaja plenamente en el perímetro establecido por el gobierno para este juego. En realidad a muchos no nos sorprende ese comportamiento, pues, su reformismo es bastante conocido en el movimiento popular y en los círculos intelectuales. Nos referimos en esta caso a quienes se presentan como dirigentes de los denominados movimientos sociales.

Desde luego, la habilidad con la que se viene trabajando este asunto ha permitido crear la imagen de que entramos a un debate o estamos frente a un proceso de mucha trascendencia, porque las propuestas que se levantan son presentadas bajo una retórica aparentemente progresista, como por ejemplo cuando se habla de la necesidad de refundar el país, de transformar todo o reformar el Estado. Pero cuando se desecha la hojarasca y se analiza el contenido de las propuestas, se descubre sin mayor esfuerzo que todo aquello se quiere hacer “sin salir de la casa”.

El discurso “reformador” que recorre la sociedad en estos días, y que inusualmente la gran prensa lo difunde, es asumido y expuesto como expresión de un pensamiento renovador, inclusive mucho más avanzado que el sostenido por las organizaciones de izquierda. La reflexión y adopción de postura al respecto urge.

Pensar que todo aquel o aquellos que ponen en la picota al Estado lo hacen porque responden a posiciones políticas progresistas o revolucionarias, es un error. Aquí, como en el ámbito internacional, durante varios años (van más de tres décadas) el discurso neoliberal ha enfilado su ataque también en contra del Estado calificándolo de burocrático, centralizador y obeso, pero ninguna persona sensata y honesta puede creer en el progresismo del neoliberalismo. Su ataque al “Estado benefactor” busca aprovechar de lo que hasta el momento ha permanecido en sus manos para incrementar la acumulación capitalista, para lo cual requieren también introducir reformas jurídicas, fiscales, políticas. Las propuestas al respecto han sido variadas y no se diferencian en mucho de las que ahora se las presenta como novedosas y sobre todo urgentes.

Así se presentan las cosas hoy. No existe, pues, un cuestionamiento al Estado capitalista como tal, sino a su función como óptimo instrumento de las clases dominantes para la acumulación capitalista en los actuales momentos, en unos casos; y, en otros, por la deficiente función social que cumple. Desde cualquier lado que venga la crítica y el tipo de alternativas que se sugieren, no dejan de ser funcionalistas al sistema.

Aunque la iniciativa para conducir el debate lo tienen sectores interesados en introducir una reforma política conservadora, los trabajadores y pueblos tienen la obligación de participar en el mismo con sus puntos de vista, sin olvidar que la coyuntura no debe paralizar la acción de la “gran política”.