En su acepción original, el laicismo es un modo de organización de la sociedad que garantiza la libertad individual de conciencia y la paz civil excluyendo las convicciones personales del debate político. Los dirigentes políticos son libres, como todos, de manifestar públicamente la fe que profesan, pero no pueden tomar sus convicciones particulares como basamento de políticas públicas que conciernen al conjunto de la sociedad. Contra esa filosofía combatió incesantemente Joseph Ratzinger cuando era prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe (como se denomina desde 1966 el Santo Oficio, también llamado «Santa Inquisición»). Ratzinger estigmatizó la filosofía laica de «laicismo» y se dedicó a redefinir a su manera el concepto de «laicismo». En una entrevista que concedió hace un año a Le Fígaro, y que el diario reproduce ahora con motivo de su elección, Ratzinger califica de «profanidad» el principio de separación de la esfera privada (convicciones personales) y la esfera pública (vida política), fundamento de la Declaración francesa de Derechos del Hombre y del Ciudadano. En su criterio, la fe es la luz de la razón, y por consiguiente es la fe, no la razón, la que debe regir el debate político.

Joseph Ratzinger fue el organizador del cabildeo que tuvo lugar en el seno de las instituciones europeas para que la Carta de Derechos Fundamentales y el Tratado Constitucional no edificaran la Unión Europea sobre la base de un contrato político entre Estados-naciones o entre ciudadanos, sino sobre la base de referencias católicas. No pudo lograrlo completamente, cosa que deplora en esa misma entrevista. Los instrumentos europeos adoptaron, en definitiva, el punto de vista anglosajón y no el de la Santa Sede. La Unión Europea rechazó el principio del contrato político entre Estados-naciones para optar por el de los «valores comunes», pero se negó a definir estos como herencia «católica» o tan siquiera, en sentido más amplio, como «cristiana». La UE admite así el carácter laico de Francia y Portugal y mantiene abierta la posibilidad de ingreso de Turquía. Al ser esta última un Estado laico con población musulmana, constituye pues un verdadero monstruo para el teólogo bávaro. Ratzinger se pronuncia entonces contra su entrada en la Unión, objetivo que explicó posteriormente en el Giornale del popolo (20 de septiembre de 2004). Ratzinger pretende actualmente convertir la construcción de la Europa cristiana en la prioridad de su pontificado, como lo prueba el nombre que ha seleccionado, Benedicto XVI, en alusión al santo patrón de Europa.

Es extraño como la prensa internacional parece ignorar la actividad política del prelado durante los años que pasó en la Curia romana. Sólo la prensa latinoamericana menciona su responsabilidad en el asesinato sistemático de los teólogos de la liberación por parte de las dictaduras católicas. Sin embargo, el Sunday Times del 17 de abril mencionó sus vínculos con los medios nazis y su militancia en las Juventudes hitlerianas cuando era un adolescente. La acusación es lo suficientemente peligrosa como para que el Jerusalem Post publique un editorial de Sam Seer que lo exime de toda sospecha. Es que el nuevo papa es un elemento indispensable para el eje Tel Aviv-Washington. Asimismo, el cardenal Jean-Marie Lustiger, que encarna los vínculos entre Israel y la Santa Sede, lo absuelve en una tribuna que publica Le Figaro.

El diario Los Angeles Times reproduce además la famosa carta del cardenal Ratzinger al presidente de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos, documento que tan oportunamente se «filtró» durante la campaña presidencial. En dicha misiva, el cardenal recordaba la condena pontificia del aborto y sugería que los electores católicos no votasen por John Kerry.

El teólogo Michael Novak, quien desde hace dos décadas estableció vínculos entre los servicios estadounidenses de inteligencia y la Santa Sede, se opone en el New York Times a la imputación que presenta a Joseph Ratzinger como un neoconservador. Como todos los comentaristas que se alegran de su elección, centra el debate en la intransigencia moral del nuevo papa.

Monseñor Helmut Schüller calma a su vez, en Der Standard, las inquietudes de su rebaño. Asegura que el nuevo papa, por muy riguroso que sea, no modificará notablemente el equilibrio interno de la Iglesia y que continuará la obra de su antecesor.

El mensaje de los comunicadores del Vaticano se resume, en general, a presentar a Benedicto XVI como una personalidad severa y rigurosa, cualidades requeridas para asumir el cargo de Pontífice. Esa imagen busca atenuar la dimensión política del personaje en beneficio de su comportamiento moral, cosa que no corresponde a la realidad. El nuevo papa no se encuentra en lo absoluto ante una Iglesia que necesite ser reconstruida después de años de laxismo. Pero eso no importa, ya que hay que hacer todo posible por ocultar la naturaleza contrarrevolucionaria del Pontífice y de los neoconservadores que lo apoyan en Washington. Ronald Reagan podía contar con Juan Pablo II para desestabilizar Polonia. George W. Bush cuenta con Benedicto XVI para incorporar Europa a la «guerra de las civilizaciones», aunque habrá que darle un nuevo «look» al «Panzer Kardinal».

Al margen de esa polémica, Die Presse da la palabra al sacerdote austriaco Anton Faber. Este se pregunta sobre el posible nombramiento del cardenal-arzobispo de Viena, Christophe Schönborn, como sucesor del cardinal Ratzinger en el cargo de prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe. El mismo diario publica también un artículo del genetista Markus Hengstschlager sobre la incoherencia de las instrucciones de Joseph Ratzinger que prohíben la investigación con células madres humanas en nombre del respeto a la vida mientras que autorizan la pena de muerte en nombre de la protección de la sociedad.