El asesinato por las Farc de cuatro concejales de Puerto Rico el pasado mes me ha hecho recordar cómo era esa población hace apenas veinte años, cuando se puso en marcha en todo el país -y en el Caquetá con una fuerza y una proyección mucho mayores que en cualquiera otra región del país- el proyecto político Unión Patriótica. Entonces Puerto Rico no tenía siquiera conexión a la red nacional energética, el pueblo permanecía casi a oscuras y solo las discotecas, los almacenes mayores y las viviendas de la gente acomodada poseían planta generadora propia a base de petróleo. Sus calles estaban destapadas, no había puente sobre el río Gujayas y los camiones de carga que iban hacia El Doncello y San Vicente del Caguán aprovechaban las épocas de sequía y pasaban el río guiados por choferes de leyenda que lograban que el pesado aparato nadara de verdad en las partes más hondas. Ver esas proezas era un espectáculo que siempre reunía a curiosos y sabios de la mecánica automotriz que desde las orillas daban supuestas instrucciones a los fantásticos navegantes que lograban el milagro de no dejarse apagar el motor del camión y salir al otro lado. Pero aún así, Puerto Rico era ya el primero de los siete municipios del departamento en el orden económico, por el valor global de su producción.

Había, pues, mucho interés económico y político en el puerto sobre el torrentoso Guayas, que más adelante cae al Caguán. El turbayismo tenía allí su segunda plaza fuerte fuera de Florencia, después de San Vicente, y las organizaciones del partido comunista, que habían nacido tres decenios atrás en El Paujil, ahora tenían en el puerto sus núcleos más activos. No es sino mirar las estadísticas de las campañas electorales para comprobarlo. Tal vez por eso no puede sorprender que fuera en Puerto Rico donde comenzara la matanza sistemática de militantes del partido yla Unión Patriótica hace precisamente veinte años. En San Vicente había una situación completamente distinta. Al casco urbano de esa población los comunistas tenían que llegar furtivamente, aprovechando las primeras sombras de la noche, cuando todavía había gente en las calles, porque si dejaban la entrada para más tarde podían despertar más fácilmente la ira de sus enemigos, la policía y los turbayistas. Allí a la UP le tocó hacer campaña electoral casi en clandestinidad. Yo recuerdo que en una ocasión llegamos con las papeletas de la votación en las manos y no encontramos a quién entregarlas; todos los dirigentes habían partido a sus refugios en la zona rural.

Puerto Rico, en cambio, era el espacio más amplio que la izquierda había logrado abrirse para su desenvolvimiento como fuerza civil, sin armas en las manos y con propuestas sociales concretas -algunas de las cuales lograron iniciarse con mucha fuerza durante la corta tregua convenida entre las Farc y el presidente Betancur-. Pero de poco sirvió el invento de la democracia ante los designios políticos de la derecha liberal y el Ejército. Los mismos guerrilleros, que durante veinte años -virtualmente desde su nacimiento en 1964- habían estado proponiendo inútilmente fórmulas de paz a los distintos gobiernos nacionales, llegaron fatigados y escépticos a las negociaciones con Betancur y nunca creyeron de verdad en ellas. Las aprovecharon para fortalecerse, como harían después con las de Pastrana. Eran conscientes de que frente a ellos, escuchándolos, había un Presidente solitario, abandonado en la inmensa tarea hasta por sus edecanes y que solo contó con la asesoría invaluable de la Comisión de Paz que encabezaron el conservador independiente John Agudelo Ríos y el comunista Alberto Rojas Puyo.

Lo que el proceso de paz perdió en el Caquetá, como dicen las señoras, no está escrito. Mejor dicho, lo que ganó el empuje de la guerra. Porque desde hace veinte años la guerrilla, aleccionada con lo que pasó con Betancur, viene más convencida que nunca antes de que en Colombia están cerrados los caminos de la lucha democrática pacífica y legal. No cree en la lucha del PC y se ha inventado un PC clandestino que obedece órdenes militares. Es el mundo revolucionario al revés, en el cual los fusiles dirigen la política. Las jefaturas de las Farc han interpretado las enseñanzas de la historia boca abajo. Quedaron mal aleccionados por lo que ocurrió en regiones como Puerto Rico, donde a los guerrilleros reinsertados a la vida civil o simplemente a sus contactos inermes que operaban en el casco urbano los vimos caer por las balas del Ejército, que así les pagó su oferta de luchar sin las armas. De manera que el horror de hoy, cuando el delirio de la fuerza se ensaña sobre concejales también inermes y con iguales derechos para defender sus ideas, revive los mismos dolores y pasmos de ayer. La devoción al uso de la fuerza para imponer las ideas es veloz para asimilar las sustancias letales que fluyen de los enemigos. En los años 40 y 50 del siglo pasado el Ejército y la Policía colombianos pusieron en marcha la idea de encarcelar, torturar, desaparecer y dar de baja a sus enemigos políticos en las aldeas, en los cafés o a la salida de la cárcel. Y lo que más duele comprobar es que una guerra puede durar cuarenta años, como en efecto los dura ya, y llenar sus páginas de brillantes éxitos militares, y sin embargo no tener la fuerza moral y política para impedir la copia de los más repugnantes trazos del enemigo. Que los paramilitares, ideados para perfeccionar la macabra labor de exterminar al contrincante de las ideas, además de expropiar a los campesinos se salpiquen las manos con la sangre de hombres, mujeres y niños desprotegidos no puede asombrar a nadie. Pero que los guerrilleros se hayan convencido de que el terrorismo es una forma válida de adelantar las transformaciones políticas y sociales que el país requiere no arranca sino perplejidad y desconfianza en quienes se dicen revolucionarios.

El terrorismo es una práctica desacreditada y descartada por la izquierda desde hace por lo menos cien años, por la época de nacimiento de los partidos socialdemocráticos europeos, entre ellos el ruso que encabezaron Plejánov, Lenin y la pléyade de hombres y mujeres que derrocó al zarismo. Entonces, como ahora, proliferaba toda suerte de grupos de la izquierda frenética, y el papel central de los socialdemócrtas consistió en advertir que un proceso revolucionario solo era posible sobre la base de “organización de masas, lucha de masas y nada de aventuras”. Lenin, el formulador de esa advertencia, no tuvo empacho en poner como ejemplo del mal revolucionario a su hermano mayor, Alejandro, sorprendido en un acto terrorista contra el zar y ejecutado por eso mismo. Quienes mueren, de todas maneras, son reemplazados por otros, que casi siempre resultan peores que ellos, afirmaba Gilberto Vieira, el secretario general histórico del PC colombiano.

La guerra que vive el país no está fortaleciendo a los sectores populares. Al contrario, ya medio país está paramilitarizado y para las próximas elecciones generales los heraldos de la derecha armada se aprestan a reforzar y extender su dominio sobre los órganos del poder público. Grandes proyectos agroindustriales para el Chocó, Antioquia, Magdalena y los dos Santanderes están ya en marcha con inversiones y supervisión de Mancusos y don Bernas de todo pelaje. El Plan Patriota es un fracaso cantado pero no por eso la confrontación armada ha ganado renovado respaldo popular, con más razón ante las últimas ejecutorias de la guerrilla.

Cercar poblaciones indefensas e incluso amigas de la lucha revolucionaria, como las del sur y el noreste del Cauca, disparar contra ellas, obligar a los campesinos a huir de sus parcelas y sus pueblos, asesinar a dirigentes políticos contrarios a nuestras ideas, todo ello es terrorismo y cada acto de esos socava y envenena el proceso democrático colombiano. Eso hay que decirlo todas las veces que sea necesario. La cobardía en política es una baba espesa que cubre el corazón y nos acompaña hasta la muerte.