Funcionarios de la ONU ante el símbolo de las Naciones Unidas en Ginebra, Suiza, sede mundial de los Derechos Humanos.

La sentencia de inconstitucionalidad de las leyes de amnistía en Argentina remite a tres instrumentos supranacionales, uno regional, la Convención Americana de Derechos Humanos de la OEA, y dos internacionales, suscriptos en el contexto de Naciones Unidas: el Pacto de Derechos Civiles y Políticos y la Convención contra la Tortura. Los Comités de la ONU que controlan la aplicación de estos tratados funcionan en Ginebra, donde además tienen su sede el resto de los organismos de derechos humanos de Naciones Unidas.

La medida argentina es un reconocimiento a esta jurisdicción universal en cuanto a libertades públicas y derechos fundamentales.

Los siete jueces que resolvieron favorablemente en Buenos Aires, sobre nueve que integran la Corte Suprema de Justicia, no fueron unánimes en valorar positivamente la derogación de las dos leyes dispuesta el 25 de agosto de 2003 por el propio Congreso que las adoptó el 23 de diciembre de 1986 (Punto Final) y el 4 de junio de 1987 (Obediencia Debida). La razón eludida para matizar la iniciativa de los parlamentarios fue, abreviando, que su función no es anular leyes, sino promulgarlas.

En paralelo, la evocación por parte de la Corte de la reforma de la Constitución Nacional de 1994 que jerarquiza el carácter vinculante de los convenios que se arroga la Argentina a niveles continental o mundial podría ser opinable en este caso.

Con animo critico, al ser las leyes en cuestión de 1986 y 1987, o sea anteriores a la modernización de 1994 de la vetusta Carta Magna de 1853, les cabría el principio de no retroactividad. En otras palabras, no sería preceptivo adjudicarles a las sonadas leyes una subordinación tan explicita a las normas internacionales como la establecida varios años después por la flamante Constitución.

Sin embargo, donde sí fueron unánimes los siete altos magistrados que voltearon estas leyes de amnistía fue en la obligación para con los compromisos contraídos por la Argentina antes que fueran decretadas en diciembre de 1986 y junio de 1987.

El primero fue el 14 de agosto de 1984, al ratificarse la Convención Americana de Derechos Humanos, más conocida como el Pacto de San José de Costa Rica. El segundo el Pacto de Derechos Civiles y Políticos de la ONU, ratificado el 8 de agosto de 1986. El tercero la Convención contra la Tortura, firmada el 24 de septiembre de 1986.

Al margen de las disposiciones especificas contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanas o degradantes de la Convención en la materia, que están fuera de toda discusión, debe saberse que el Pacto de San José de Costa Rica es un reflejo en el área americana de lo estipulado por el Pacto de Derechos Civiles y Políticos de la ONU, un inventario de aplicación sin fronteras que sistematiza globalmente la protección de los derechos humanos.

La esclavitud para con las fechas, aquí también es de rigor. El texto de Naciones Unidas entró en vigor el 23 de marzo de 1976, mientras que el de la OEA el 18 de julio de 1978.

Ese documento rector de Naciones Unidas consagra la regla que los derechos humanos son indivisibles e interdependientes, negando la preeminencia de unos sobre otros. Cuenta con un preámbulo y 53 artículos. En lo sustancial instaura los derechos a vivir en libertad, seguridad, respeto, dignidad e igualdad ante la ley.

Reconoce las libertades de circular, residir, salir y regresar al país, y las de expresión, pensamiento, conciencia, asociación, religión y reunión pacifica. Prohíbe la tortura, la servidumbre, las leyes penales retroactivas, la prisión por deudas, las ingerencias en la vida privada, domicilio y correspondencia, la apología de la guerra, y del odio que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad y la violencia. Otorga igualdad ante los tribunales y garantías en los procesos, con presunción de inocencia.

Exige respeto para la dignidad de los presos y un trato humano. Ampara minorías, niños, y a la familia, y a contraer matrimonio con igualdad para los cónyuges. Restringe la expulsión de extranjeros. Rescata la personalidad jurídica de las personas, y a que todos los ciudadanos puedan participar en la dirección de los asuntos de su país.

La Argentina del lavado de crímenes aberrantes ha quedado atrás. No podía ignorar eternamente estas obligaciones. Es saludable que la Corte Suprema de la Nación haya terminado por acatarlo. Para quienes sostienen que la ONU sirve de poco, o para nada, esta vez se han equivocado.

Juan Gasparini

Juan Gasparini (Azul, Argentina, 30 de abril de 1949) reside en Ginebra desde 1980, donde es corresponsal de El Periodico de Cataluya, colaborando también con El Universal (México), El Tiempo (Bogotá), Bracha (Montevideo), Clarín (Argentina), CNN en español, AFP, Notimex y Agencia IPI.
Siempre en el periodismo de investigación, en España ha publicado «Roldan-Paesa: la conexión suiza» (Akal, 1997) y «Borges la posesión póstuma» (Foca, 2000). En Argentina es autor de «La pista suiza» (Legasa, 1986), «Montoneros, final de cuentas» (Puntosur, 1988, reeditado en 1999 por Ediciones La Campana) y «El crimen de Graiver» (Ediciones B, 1990). Es coautor con Norberto Bermúdez de «El testigo secreto» (Javier Vergara, 1999) y «La prueba» (Javier Vergara, 2001), y con Rodrigo de Castro de «La delgada línea blanca» (Ediciones B, 2000), libro este último que ganó el Premio Rodolfo Walsh de literatura de no-ficción 2001 en la Semana Negra de Gijón.
Veinte años de labor periodística.