La Argentina es mágica. ¿Qué dudas pueden caber, cuando el 55% de la población carcelaria permanece encerrada sin proceso judicial, mientras los asesinos y torturadores de la última dictadura caminan por nuestras calles, toman nuestros colectivos, van a nuestros cines, y usan los bancos de nuestras plazas?

Pero Argentina es mágica, y casi veinte años después de sancionarse las leyes de Punto Final y Obediencia Debida que dejaron impunes a los delincuentes de bajo rango del Proceso, la Corte Suprema, en un fallo histórico, resolvió declarar a estas leyes como inconstitucionales.

Pero todos los trucos de magia tienen su explicación, y la historia de cómo los argentinos llegamos a convivir en paz junto a delincuentes de tamaña envergadura, puede ser reconstruida remontándose a 1986, cuando bajo las órdenes de Aldo Rico, un grupo de militares se sublevó reclamando el inmediato fin a los procesos judiciales que se seguían contra aquellos que, si bien torturaban y asesinaban, solo “cumplían las órdenes” de sus superiores. El argumento que se esgrimió, fue que dentro de la lógica militar, los soldados son educados y entrenados para acatar órdenes a la manera de robots, sin ningún tipo de objeción de conciencia, lo cual está sustentado en una premisa que indica que, durante una guerra, no hay tiempo ni espacio para rebeliones ni dudas.

Con todo, la tremenda incapacidad de Rico para articular una negociación, -suya es la frase “la duda es la jactancia de los intelectuales”- provocó que, luego de una breve reunión en Casa Rosada con Raúl Alfonsín llevada a cabo durante aquellos días de 1986, Alfonsín abandonara rápidamente la reunión harto del estilo patotero de Rico, para decirle a José Horacio Jaunarena, su Ministro de Defensa, “con este tipo es imposible”.

Pero cuando todo parecía derivar en una guerra civil en entre torturadores y asesinos que reclamaban su amnistía, por un lado, y una sociedad civil que se negaba a volver a ser rehén de los militares, apareció en escena en medio de aquellos momentos de extrema tensión el Capitán Gustavo L. Breide Obeid, un militar intelectual, de excelentes modales, licenciado en Ciencias Políticas, que solicitó una última entrevista con Alfonsín luego del fracaso de las gestiones por parte de Aldo Rico.

Obeid, quien año tras año suele presentarse como candidato a los más diversos cargos bajo el Partido Popular de la Reconstrucción, obtuvo así la última chance de sostener la impunidad de los militares, y ese mismo día mantuvo la reunión a puertas cerradas con el Presidente.

Nadie, más allá de Alfonsín y Obeid, sabe que sucedió en aquél encuentro. Pero luego de la misma, el presidente salió la balcón de la Casa Rosada y frente a una Plaza de Mayo repleta, inauguró un nuevo tiempo en la política Argentina, el de las palabras no como afirmación sino como ocultamiento de los actos.

De esta forma, la casa quedó en orden para aquellos militares que, bajo los más diversos argumentos, dieron rienda suelta a su salvajismo, apropiándose de bienes ajenos, violando mujeres, picaneando y asesinando seres humanos.

Es de suponer que la capacidad intelectual y buena retórica de Obeid, sumada a la cobardía de Alfonsín para enfrentarse a quienes lo acechaban, haya sido la combinación para dejar sin castigo a quienes avasallaron contra vidas ajenas.

Muy posiblemente, Obeid habrá expuesto que muchos militares habían sido llevados a una guerra que no entendían, que sólo buscaban cumplir con su deber y defender al país, creyendo que sus actos, más allá de lo evidente, eran justos, y que ahora ellos y sus familias estaban inmersos en procesos que los acusaban de delincuentes cuando solo buscaron ser efectivos cumpliendo órdenes.

En última instancia, todo se reducía a no asumir las responsabilidades de los actos propios, amparándose en una “obediencia debida”, -la misma que día a día argumentan cientos de hombres y mujeres para justificar sus grandes y mínimos actos-, que les había dado vía libre para regocijarse en el dolor ajeno.

Pero en el país mágico, y aunque muy tarde, la justicia parece haber llegado para condenar a todos aquellos que, amparados en los más lógicos argumentos, decidieron dar rienda suelta a su salvajismo para decidir el destino de miles de vidas ajenas.