Para la Santa Sede, el sabio florentino Galileo representa una doble amenaza. Enseña el heliocentrismo y derriba así los pilares de la teología romana que sitúa la Tierra y el hombre en el centro de la creación divina. Más aún, Galileo es el preceptor de los Médicis, cuyas ambiciones sobre Italia rivalizan con las de los papas. En 1619, un decreto inquisitorial condena su obra por primera vez. Haciendo caso omiso, Galileo publica en 1629 su Diálogo sobre los sistemas máximos, el de Tolomeo y el de Copérnico. Es torturado entonces por la Santa Inquisición, obligado a abjurar, condenado como hereje y condenado a prisión domiciliaria el 22 de junio de 1633. Los Médicis, después de abandonarlo a su suerte, dejan de representar la emancipación de la razón y pierden así la influencia intelectual que ejercieron en aquella época.
No fue sino en 1757 que la Iglesia Católica autorizó la enseñanza del heliocentrismo y en 1822 que levantó la censura de las obras de Galileo. Pero hubo que esperar todavía hasta 1983 para que Juan Pablo II se ocupara de rehabilitar al sabio. Negándose aún a reconocer su propio error, Roma se contentó sin embargo con anular la condena de Galileo por vicio de forma.