El 11 de junio, tenía lugar en Bagdad la liberación de la periodista francesa Florence Aubenas y de su guía, el coronel Hussein Hannoun. La prensa francesa hizo del hecho una celebración de la victoria de la «libertad». Por mucho que nos alegremos del feliz desenlace, las reacciones que este ha suscitado ofrecen una imagen inquietante, aunque nada sorprendente, del estado de la prensa francesa.

Un gran movimiento de alegría gremial permitió esconder aún más los crímenes de la Coalición que ocupa Irak. El secuestro hizo pasar el resto de la situación iraquí a un segundo plano. Las detenciones injustificadas de miles de iraquíes en las prisiones de las fuerzas ocupantes desaparecieron tras los gigantescos carteles sobre el secuestro de la periodista. Las declaraciones de alegría aparecidas en los editoriales contienen incoherencias enormes que no parecen molestar a sus autores en lo más mínimo.
De esa manera, los periodistas aplauden una victoria de la «libertad de información» mientras aceptan sin protestar, en los mismos artículos, que los aspectos extraños del secuestro no tengan respuesta en nombre de la razón de Estado. Se exaltan simultáneamente la lucha por lograr que los periodistas puedan trabajar sin impedimentos y la sumisión a las decisiones del poder.
Reacciones análogas pudieron observarse en el momento de la publicación del libro de Christian Chesnot y Georges Malbrunot, los anteriores rehenes franceses. La prensa francesa hizo críticas elogiosas de lo que presentaba como un testimonio esclarecedor, aunque los dos autores habían explicado que el texto fue releído y censurado por la DGSE [La Dirección General de la Seguridad Exterior es el servicio francés de inteligencia. N del T.] antes de su publicación. O sea, los diarios franceses dan prueba de autocomplacencia al asegurar que, aunque la liberación de Florence Aubenas se debe a los pasos que dio el Estado francés, nada hubiera sucedido sin la movilización que suscitó la enorme campaña mediática.

En tales condiciones, no cabe esperar enterarse mediante la prensa francesa del trasfondo del secuestro y la posterior liberación de la periodista. En cambio, abundan las denuncias sin pruebas contra supuestos culpables. Serge July, director de Libération, el diario de Florence Aubenas, dirige su índice acusador hacia la resistencia iraquí. Según él, es indudable que si los secuestradores son miembros de un grupo mafioso tiene que haber una relación financiera entre ese grupo y la resistencia iraquí. ¿Qué elementos tiene a favor de esa tesis? No lo dice. La afirmación de July confirma a los lectores, sin embargo, que se entregó dinero a los secuestradores, lo cual es un secreto a voces, aunque el tema sigue siendo tabú. En realidad, mucho más que la resistencia iraquí, la pista más probable señala a un grupo mafioso ligado al responsable del secuestro de los periodistas rumanos, que nosotros habíamos mencionado ya en estas páginas antes de la liberación de Florence Aubenas.
El intelectual mediático Bernard Henri Levy se entrega a una interpretación más fantástica aún sobre la identidad de los secuestradores. En Le Point, escribe que su trabajo sobre la muerte de Daniel Pearl, que fue sin embargo ampliamente criticado por los especialistas, le permite afirmar que es muy difícil para un grupo conservar rehenes sin que aparezcan problemas internos.

Sin vínculos políticos o religiosos, el grupo no habría podido retener a Florence Aubenas y a Hussein Hannoun durante 157 días sin matarse unos a otros. Partiendo de este dudoso principio, afirma que no puede tratarse por consiguiente de un grupo simplemente criminal. Ahora bien, como la toma de rehenes no fue reivindicada por un grupo político, hay que buscar en la lista de otros crímenes cometidos en la región y no reivindicados por un grupo político, qué grupo o país actúa de esta forma. Si establecemos un paralelo implícito con el asesinato de Rafic Hariri, que tampoco fue reivindicado pero del cual la prensa atlantista acusó a Siria, el autor concluye que la responsabilidad recae en Damasco. Nos quedamos sin voz ante este fascinante ejercicio de retórica.
Por su parte, el ex ministro francés de Relaciones Exteriores, Michel Barnier, responde lo menos posible a las preguntas del Figaro sobre el tema. Insiste, no obstante, en el hecho de que el caso en cuestión no tenía nada que ver con el secuestro de Christian Chesnot y George Malbrunot, y tiene mucho cuidado en expresar una opinión sobre la identidad de los secuestradores.

En Estados Unidos, la polémica se desencadena alrededor del tratamiento de los prisioneros en Guantánamo luego de la publicación de un informe de Amnesty International que presenta a esta prisión como «un goulag». Dick Cheney responde de manera violenta y afirma haberse sentido «ofendido» por esta acusación así como que la divulgación de esas informaciones tenía como objetivo «desacreditar a Estados Unidos». Sin embargo, el informe no es más que otro elemento sobre las torturas practicadas en el campo Delta y en los restantes centros de detención estadounidenses desde el 11 de septiembre de 2001.
El secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, contraataca en USA Today. Sostiene que no se produjo profanación alguna del Corán en Guantánamo pues Estados Unidos da muestras de gran respeto por la «sensibilidad religiosa de sus enemigos», es decir por el Islam. Al comprender probablemente que el gobierno de Bush equivocó el camino al negarlo todo, asegura que es posible que se hayan cometido errores a causa de la novedad de la guerra contra el terrorismo. Sin embargo, estos métodos fueron utilizados durante los conflictos de baja intensidad.
En Gulf News, el profesor de la UNESCO, Adel Safty, da muestras de irritación ante estas negativas. ¿Cómo concederles el más mínimo crédito si tenemos en cuenta todos los elementos de los que disponemos en la actualidad sobre el tema? Sin embargo, si el escándalo no estalla es porque ni el gobierno de Bush ni la población parecen preocuparse por el destino de los prisioneros. Es posible explicar tal vez esta falta de reacción de la opinión debido a la forma en que los medios de comunicación presentan a los detenidos. Mientras más son descritos como monstruos menos importa su destino. Esto es algo que confirma Salman Rushdie en el Toronto Star. Rushdie también afirma que no le preocupa mucho la situación de los detenidos pero que el tratamiento que reciben es en su opinión contrario a la identidad estadounidense. Al igual que en el caso del escándalo de Abu Ghraib, la imagen narcisista que Estados Unidos se envía a sí mismo importa más que el destino de los detenidos.

La peligrosidad infinita de los hombres detenidos en Guantánamo y en otras partes por Estados Unidos no es más que uno de los elementos del estereotipo mediático «del» terrorista, elaborado por Washington para lograr que sus conciudadanos acepten su política. Desde el 11 de septiembre de 2001 se ha elaborado una foto robot de este adversario tan fantaseado por medio de pequeñas pinceladas y con el apoyo de representaciones anteriores y de presupuestos racistas. El enemigo es musulmán, por lo general árabe, pertenece a una superestructura denominada Al Qaeda o tiene vínculos con ella, aborrece a Estados Unidos ya que es una democracia y apoya a Israel, y fue formado a menudo en una medersa.
En el New York Times y el International Herald Tribune, Peter Bergen y Swati Pandey, investigadores de la New America Foundation, ponen en tela de juicio este último punto para mejor validar los restantes. Los autores analizaron las biografías de los culpables señalados de los atentados contra el World Trade Center en 1993, de Kenya y Tanzania en 1998, del 11 de septiembre de 2001 y de Bali en 2002. Obtuvieron estadísticas y afirman que los terroristas son en realidad personas bien educadas y no formadas en las medersas como podría pensarse. La imagen de las medersas como centro de formación de los terroristas no es creíble, pero al mismo tiempo que niegan este aspecto del estereotipo dan validez a otras insidias: los terroristas son todos musulmanes fundamentalistas y los responsables de esos cuatro atentados pertenecen a un grupo unido y suficientemente coherente como para que se puedan obtener estadísticas pertinentes al adicionar sus biografías. Además, para los dos analistas no existe la menor duda de que los culpables señalados cometieron en realidad esos actos.
Esta imagen «del» terrorista se echó a perder con el regreso a los planos estelares del terrorista anticastrista a sueldo de Washington, Luis Posada Carriles, cuya trayectoria narramos en nuestras columnas. Éste puede ser extraditado a Venezuela luego de haber sido detenido por penetrar ilegalmente en territorio estadounidense. El ex ministro británico de Comercio, Brian Wilson, afirma en el Guardian que la Casa Blanca se enfrenta a un grave dilema. No quiere entregarle uno de sus agentes a Venezuela, lo que podría iniciar el proceso para su traslado a Cuba. No obstante, si Estados Unidos se niega a esta extradición, su hipocresía en la guerra contra el terrorismo se hará mucho más evidente para el mundo.
Como quiera que sea, los agentes de transmisión de Washington en los medios de comunicación se esfuerzan por trivializar este asunto. De esta forma, en su edición del 16 de junio, el diario de las élites francesas Le Monde publicaba el siguiente título: «Fidel Castro quiere poner en aprietos a George Bush respecto de un oponente acusado de terrorismo». Tal vez al darse cuenta de que había ido demasiado lejos el artículo fue retirado de los archivos en línea del diario.