Luiz Ignacio Lula da Silva

Las izquierdas latinoamericanas están convencidas de que el éxito o el fracaso del gobierno de Luiz Inacio Lula da Silva las arrastrará consigo en una u otra dirección. La forma como se resuelva el conflicto por el que están atravesando el gobierno de Lula y el Partido de los Trabajadores (PT) tendrá repercusiones continentales, porque la política exterior de Brasil es un fuerte contrapeso al intervencionismo de Washington.

Lo que era difícil imaginar es que la mayor crisis del gobierno de Lula, y del propio PT en sus 25 años de existencia, fuera a estar motivada por la corrupción. Aunque las acusaciones de Roberto Jefferson, presidente del Partido Trabalhista de Brasil (PTB), aliado del ex presidente Fernando Collor, destituido por corrupción, no merecen la menor confianza, provocaron una profunda crisis política.

Ya rodó la cabeza de José Dirceu, jefe del gabinete de Lula, pero sobre todo su principal estratega, quien diseñó la arquitectura que le permitió ganar las elecciones de 2002 y luego formar un gabinete de amplia base parlamentaria.

Lo peor es que las denuncias de Jefferson son creíbles, aunque tal vez no sean ciertas. No se pone en duda la honestidad de Lula y del propio Dirceu, incapaces, se dice, de enriquecerse de forma ilícita. Sin embargo, el problema es más complejo. El PT tiene apenas 91 de los 513 diputados. Sus aliados de izquierda son apenas un puñado de parlamentarios comunistas y socialistas.

El resto, hasta llegar a la necesaria mayoría absoluta en las cámaras, deben ser reclutados entre aliados de la derecha como el Partido Popular Socialista (PPS, ex comunistas conocidos también como Partido de los Plantadores de Soya, quienes financiaron su campaña electoral); el Partido Liberal, del vicepresidente José Alencar, y sobre todo el Partido del Movimiento Democrático de Brasil (PMDB), una fuerza que se mantiene gracias al clientelismo, al igual que el PTB de Jefferson.

La mayoría de ellos no comparten el programa del PT, y sólo buscan sobrevivir gracias al control de parcelas del aparato estatal para asegurarse tajadas presupuestales con las que amarrar votos y lealtades.

Diputados, senadores y cargos públicos de esos partidos chantajean permanentemente al gobierno para obtener ventajas. Dirceu tejió una red de alianzas que funcionó durante dos años, hasta que en febrero de 2005 entró en crisis y la oposición consiguió elegir a un funesto personaje (Severino Cavalcanti, del PPS) como presidente de la Cámara de Diputados. De ahí en más, las alianzas bordadas con esmero se deshilacharon y el gobierno viene perdiendo votación tras votación.

Sin embargo, se llegó a este punto en gran medida por la división del oficialismo, en particular del PT, que votó dividido en momentos decisivos, alentando así a los chantajistas. Esa división tiene un nombre: la política económica por la que optó Lula, y en particular su ministro de Economía, Antonio Palocci, el gran ganador en esta crisis, junto a la derecha y las elites.

Según las denuncias, para asegurarse la fidelidad de los diputados aliados el PT repartía "mensualidades" entre miembros del PPS y del PL. Si esto es así, es difícil creer que Lula no lo supiera. La denuncia es grave, pero más grave aún es que buena parte de la base militante del PT estime que era el "precio" para asegurar la gobernabilidad.

Un 65 por ciento de los simpatizantes del PT asegura que hay corrupción en el gobierno y 77 por ciento cree que Lula tiene "alguna responsabilidad" en ello, según encuesta difundida por Folha de Sao Paulo. Muchos petistas minimizan la corrupción diciendo que más grave que los 12 mil dólares que el PT pagaba a los diputados aliados son los 200 mil que pagó el ex presidente Fernando Henrique Cardoso a decenas de diputados para que votaran su relección.

Otros más creen que las denuncias forman parte de un golpe blanco de la derecha para reforzar la política económica y amarrar a Lula ante la posibilidad cierta de que vuelva a ganar en octubre de 2006. Dirceu era la cabeza de la oposición a la línea económica ortodoxa: altas tasas de interés y superávit primario elevado.

Todo indica que Lula desplazará aún más ministros del PT para dar lugar en su gabinete a más miembros de los partidos aliados. En buen romance, estamos ante un viraje del gobierno de Lula a la derecha, y ante el fin del gobierno del PT, ya que en adelante esa fuerza tendrá cada vez menos peso en las decisiones del gobierno.

Con ello Lula se termina de autonomizar del partido, y no podrá hacer mucho más que administrar los intereses del capital financiero. Salvo que surja algún imprevisto, el tablero planeado por las elites brasileñas, y aceptado por Lula y su entorno, no hace sino consolidarse, y al hacerlo termina por obturar cualquier posibilidad de cambio real. Una vez más, sólo los movimientos pueden destrabar una situación realmente grave para los intereses de la izquierda latinoamericana.

Con la lucidez que caracteriza a quienes tienen mucho que perder, los sin tierra encendieron la luz roja y planean movilizaciones. El MST considera que el gobierno de George W. Bush, preocupado por sus retrocesos en el continente, pretende acotar la política exterior autónoma de Lula en un escenario de ofensiva contra Venezuela, y cuando Bolivia y Ecuador viven momentos de gran inestabilidad. El segundo objetivo consiste en blindar la política económica ante cualquier posible viraje, apartando del gobierno a los críticos de Palocci.

El PT está siendo afectado en un punto neurálgico: su credibilidad moral. Siempre fue un un punto de no retorno para las izquierdas. Por más que la historia confirme que una izquierda enlodada puede volver a ganar elecciones (como los socialistas españoles o, quizá, los sandinistas), las cosas nunca volverán a ser como antes. Esas fuerzas pueden ser utilizadas por el pueblo como instrumento para sacarse de encima a las derechas, pero ya no vuelven a levantar el menor entusiasmo, ni esperanza, ni confianza en que harán algo por cambiar el mundo.

La Jornada