Félix Calderón Urtecho no es solamente un distinguido embajador en el Servicio Diplomático del Perú y un destacado abogado por la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Trujillo y doctor de Estado en Ciencia Política por la Universidad La Sorbona de París sino, ya con libros de indispensable lectura como La negociación del Protocolo de 1942: mitos y realidades, y El Tratado de 1929: La otra historia, un acucioso investigador que, con prosa fácil, ha hecho importantes esclarecimientos en la historia internacional y diplomática del Perú.

Nuestra cuestión con Ecuador

En el primero, editado a fines de 1997, con la justa dedicatoria a la memoria del embajador Bolívar Ulloa Pasquette, “apasionado defensor de nuestra integridad territorial” y “al soldado desconocido” con unas acertadas palabras liminares del embajador Alberto Wagner de Reyna, en que éste, además de referirse al diferendo de límites peruano-ecuatoriano, y ocuparse tanto del pseudo Protocolo Pedemonte-Mosquera de 11 de agosto de 1830 cuanto de la Real Cédula de 1802 y el Tratado de 1828, después de la guerra entre el Perú y la Gran Colombia, acierta a señalar que, “en el más de siglo y medio que dura el diferendo del norte y los frustrados acuerdos para establecer la delimitación y demarcación entre el Perú y el Ecuador, como continuación del problema internacional de la fijación de fronteras entre el Perú y la Gran Colombia desaparecida en 1830 cuando de ella se desmembró Ecuador”, se ha movido “en torno a dos ejes: los títulos jurídicos por la posesión territorial efectiva”.

No omite el embajador Wagner de Reyna en su preámbulo al libro del embajador Calderón, mencionar el Convenio peruano-ecuatoriano de 1887 que sometió el contencioso al arbitraje del rey de España y que sirve al prologuista para recordar no solamente que las conversaciones directas que se concretaron en el lesivo pacto transaccional de 1890 sino para agregar que, por implicar una pérdida de 300,000 kms2 , fue rechazada por el Congreso del Perú y que “la explicación de esta quiebra en la defensa de este país, radica en su postración después de haber perdido la guerra con Chile (1879-1881) y a la necesidad de concentrar todos sus esfuerzos a los problemas pendientes en el sur (plebiscito de Tacna y Arica).

Naturalmente, tampoco omite el embajador Wagner de Reyna abordar, a fin de entender cabalmente -en la pluma del embajador Félix Calderón- la negociación del Protocolo de 1942, la iniciación en 1904 del proceso de arbitraje pactado, la preparación y presentación de los alegados de las Partes y el estudio de los mismos en Madrid por las comisiones pertinentes que anteceden al fallo que en 1910, poco antes de su expedición, estuvo a punto de provocar la guerra, la misma que se detuvo gracias a la mediación de Estados Unidos, Brasil y Argentina, que provocó la inhibición del árbitro y explicó los acuerdos de 1924 y 1936, que antecedieron a la conferencia de Washington de 1936-1937, donde se enfrentaron dos posiciones irreconciliables: la una, la peruana, que considera que se trata únicamente de una delimitación de fronteras; y, la otra, la ecuatoriana, que el tema de la conferencia es de reivindicación de provincias.

De la evolución del problema hasta llegar al Protocolo de Río de Janeiro en 1942 se ocupa el libro del embajador Félix Calderón, en el que, junto al reconocimiento de que la línea fronteriza fijada en dicho Protocolo significa un término medio o conciliación de las posiciones de ambas Partes, garantizada por Estados Unidos, Brasil, Argentina y Chile.

En este libro, por respeto a la verdad histórica, cuestión que, según el embajador Félix Calderón, debe ser esclarecida, es la de saber si la negociación del Protocolo de 1942 implicó concesiones en una sola dirección o, más bien, se tradujo en un flujo cooperador de concesiones recíprocas en dos direcciones en aras de una paz bilateral duradera y estable así como la de seguridad regional. “Rescatar lo que realmente ocurrió en la negociación de Río de Janeiro, es vital, con -mayor razón si se quiere poner en evidencia aquella versión interesada que ha hecho de la negociación una suerte de conspiración de un grupo de países contra el Ecuador”.

“De haberse ejercido alguna forma de presión dada la urgencia del momento, prosigue el embajador Calderón, es inverosímil que ella haya recaído exclusivamente sobre una de las partes. “Estricto sensu, pudo haber ejercido sobre las dos. Más, es probable que haya sido el Perú el que sufrió en mayor medida, precisamente por tener una relativa ventaja militar después de repeler la agresión ecuatoriana o como consecuencia de la postura de víctima inconsolable en la que se puso el Ecuador tras su derrota. Esto explicaría porqué, pese a ser el Perú un país victorioso en el ejercicio de su derecho de represalias, tuvo que hacer, paradójicamente, valiosas concesiones, al extremo de haber llegado los negociadores peruanos a comprometer algo que había sido expresamente excluido de las instrucciones dadas inicialmente por el presidente de la República”.

En efecto, continúa el embajador Calderón refiriéndose al acuerdo concertado en Lima el 2 de enero de 1942 entre el canciller Solf y Muro y el embajador brasileño De Moraes Barros, fijando la línea de frontera del Nororiente que, curiosamente dio motivo para que el embajador Jorge Prado se permitiera discrepar con el canciller Solf y Muro, sugiriendo aquél, el 2 de enero, que la diplomacia peruana se mantuviera firme en la posición que era conocida por los “amigos serviciales”. Y más sorprendente aún, continúa el embajador Calderón, fue la respuesta del canciller peruano al embajador Prado en la que, luego de manifestar su extrañeza por la modificación inconsulta de la línea de frontera ya aceptada por el Perú que venía de hacer el embajador brasileño De Moraes Barros al ceder Sucumbios al Ecuador, precisó que la línea a la que el Perú había dado su asentimiento el 2 de enero debía considerarse tan sólo como “la base mínima” de negociación.

Al abordar páginas después la negociación de Río de Janeiro, cuyo secreto se guarda celosamente en Itamaraty, se refiere nuevamente el acucioso embajador Calderón a la propuesta en Lima del embajador De Moraes Barros (la llamada “Línea Arahna”) para señalar que, en síntesis, “se trataba de convencer al Perú de que cediera Sucumbios al Ecuador, satisfaciendo así su salida al Amazonas a través del Putumayo, a fin de contar con la suficiente “fuerza moral” para lograr que el Ecuador desista de su pretensión sobre el Triángulo Napo-Aguarico y Zancudo. Precisa el embajador Calderón que, en ese momento, la aspiración amazónica del Ecuador no estaba en la mesa de negociaciones, por lo que el canciller brasileño, por lo visto, no le dio mérito suficiente, excluyéndola de su histórica propuesta de fines de diciembre de 1941.

Abunda el embajador Calderón mencionando el cablegrama que, el 17 de enero, desde Río, remitió al presidente Prado el doctor Solf y Muro dándole cuenta de su entrevista con el canciller Oswaldo Aranha: “Ministro de Relaciones Exteriores brasileño interesado mantener línea convenida, pero insiste Perú sólo retenga zona cedida por Colombia al Perú hasta Viejo San Miguel y que Trapecio Sucumbios sea cedido al Ecuador, en compensación porción entre Napo-Aguarico y Zancudo”. O, dicho de otra manera, -si se quería una solución final que incluyera para el Perú el Triángulo Napo-Aguarico y Zancudo debía de alguna manera compensarse al Ecuador, sin que dicha compensación se hiciera necesariamente en la zona en disputa”. Hasta ese momento, los gobiernos amigos no habían dado ningún crédito al reclamo ecuatoriano de tener un acceso soberano al Marañón, reiterando así la posición que estuvo implícita en la llamada Línea Aranha que Itamaraty negoció con las partes a fines de diciembre. Es decir, la suerte del Triángulo de Sucumbios, ya sacrificado por De Moraes Barros, el 2 de enero, se convirtió en un factor decisivo si se quería resolver equitativamente la controversia de límites, al recuperar el Ecuador de ese modo su pleno acceso al Putumayo, hasta ese entonces reducido a una estrecha faja de 340-654 mts por el Tratado de 1916 con Colombia”.

Así las cosas, no llamó la atención, expresa el embajador Calderón la respuesta que dio el presidente Prado a la consulta del canciller Solf y Muro. El 18 de enero, en efecto, díjole el presidente Prado: “refiérome, cablegrama de usted; arreglo sólo puede lógicamente referirse a zona en disputa. Involucrar cesión parcial o total de Sucumbios, indiscutiblemente peruano, sería otorgar a Ecuador compensación que resultaría inexplicable en arreglo sobre territorios en litigio. Después celebrado arreglo podremos contemplar por realidades geográficas o de comunicaciones, canjes que fueran convenientes, en los que se podría considerar Sucumbios”.

Parafrasea Calderón más adelante el informe cablegráfico que el 24 de enero le remitió el presidente Prado al canciller Solf y Muro en cuyo punto primero le dice que “no se ha manifestado acción decidida ministro Relaciones Exteriores brasileño para imponer su línea al Ecuador. Entregóme confidencialmente copia de memorándum entregado por Ecuador con bases de arreglo que son inaceptables. Pretenden salir al Marañón desde desembocadura del Santiago hasta Vargas Guerra en Morona”. Y en cuyo punto cuarto le informa que “ministro de Relaciones Exteriores brasileño pídeme presente proyecto de protocolo con bases haga posible arreglo inmediato con desocupación de El Oro, para satisfacer anhelo Conferencia, para esto someto a su consideración siguiente proyecto......”.

De la información que proporcionó el canciller peruano se desprende, para el embajador Calderón, que la posición ecuatoriana, cuatro días antes de concluir la negociación, descansaba en seis pilares (i) acceso al Marañón desde la desembocadura en el Santiago hasta Vargas Guerra en el Morona; (ii) El Triángulo Napo-Aguarico y Zancudo; (iii) Acceso al Putumayo y su prolongación hasta el divortium aquarum entre el Napo y el Putumayo, modificando el Tratado Colombo-ecuatoriano de 1916; (iiii) Inclusión de la Cordilleras del Cóndor, de San Francisco y de Candinama en la línea Occidental; (iiiii) Statu quo de 1936 en un importante tramo de la línea Occidental; (iiiiii) Intervención de los “mediadores” para resolver los desacuerdos, de antemano contemplados por el Ecuador, sobre la línea Oriental.

No escapa al embajador Calderón indicar que frente a esas bases de arreglo, el canciller peruano sugirió al presidente Prado otras bases de arreglo entre las que destacan la Línea de Oriente que partía (i) de la Quebrada de San Francisco; (ii) del Yaupi, la línea de frontera iba hasta la boca del río Bombonaza en el Pastaza, cerrando el eventual acceso territorial del Ecuador al Marañón; (iii) Luego seguía la Línea Aranha incluyendo el Triángulo Napo-Aguarico y Zancudo. Hasta terminar en el extremo nororiental con el divortium aquarum Napo-Putumayo pactado con Colombia, pero sin precisar donde debía cerrarse la línea de frontera (aunque ya había una solución de continuidad de unos 340-654 mts. establecida por el tratado de 1922); y la aclaración de que (VIII) “se le concedió al Ecuador, en compensación por su inaceptable aspiración al Marañón y al Amazonas, el disfrute de la navegación en el Amazonas y sus afluentes en las mismas condiciones establecidas con Colombia y Brasil”.

Asistido por plena razón opina el embajador Calderón que si hubiese sido el Protocolo de Río de Janeiro un tratado impuesto por la fuerza al Ecuador, entonces, lo menos que el Perú debió de haber conseguido de ese país, ya que no reclamó la parte que ocupaba de la provincia de El Oro, es la aceptación plena de la línea de frontera propuesta por la Cancillería peruana el 13 de setiembre de 1941. “El hecho de que no haya sido estrictamente así, dice el autor, y de qué, más bien, fueran necesarias del lado peruano determinadas concesiones, dos de ellas estratégicamente significativas, dice mucho del sincero compromiso que asumió el gobierno peruano de llegar, en Río de Janeiro, de una vez por todas a una solución definitiva e intangible de su diferendo secular con el Ecuador.”

Con la respuesta peruana fueron dos los proyectos que el 25 de enero yacían en la mesa de negociaciones. “La discusión sobre estos proyectos, informó Solf y Muro, fue muy viva, principalmente sobre la zona del Santiago en el Marañón pues, a juicio del Ecuador, el curso de ese río hasta su desembocadura no había sido objeto de la ocupación peruana según el statu quo de 1936 y estaba bajo la acción del sistema fluvial de los afluentes de la parte baja del Zamora”.

La relación directa que se estableció en esta fase final de la negociación entre el reclamo amazónico del Ecuador y la alternativa que se le ofrecía de concesiones territoriales, además de un acceso más amplio al Putumayo, afluente navegable del Amazonas, quedó plasmada, recuerda el embajador Calderón, en el cablegrama que remitiera el canciller Solf y Muro al presidente Prado el 26 de enero.

El presidente Prado respondió al día siguiente después de oír, en la noche de aquel día, la versada opinión de la Comisión Consultiva de Relaciones Exteriores reunida en Palacio de Gobierno con personas entonces realmente respetables como el doctor Lino Cornejo, ministro de Justicia, encargado de la cartera de Relaciones Exteriores, los señores Gerardo Balbuena, Víctor Andrés Belaunde, Carlos García Gastañeta, José Matías Manzanilla, Luis Miró Quesada, Manuel Augusto Olachea, Pedro N. Oliveira, Melitón F. Porras, Francisco Tudela, Alberto Ulloa, Manuel Vicente Villarán y el secretario de la comisión, doctor Hernán C. Bellido: aceptó Prado la línea propuesta sin modificación a partir del río Yazumi pero, luego de agregarse que respecto a Lagartococha debían sostenerse ambas márgenes de este río y del sistema de lagunas que lo integran, fue preciso al añadir que la línea debía ser propuesta oficialmente por los oferentes y con carácter definitivo, esto es, de ningún modo como base para negociaciones.

Tras sortearse el último y más serio impasse que hizo temer el fracaso de la negociación, recuerda el embajador Calderón, “esta se reanudó, nos dice Solf y Muro, a solicitación que me hicieron los cancilleres dentro de su justo empeño de obtener el arreglo de la controversia”. Agotadas las objeciones, llegó el caso de redactar la versión final del Protocolo, que fue a la postre, firmado sólo después de clausurada la III Reunión Consultiva.

Llegará el momento de confrontar el artículo 6to del Protocolo de Río con los artículos 1ro y 2do del Tratado de Comercio y Navegación celebrado el 26 de octubre de 1998, artículos éstos, de un Tratado aprobado por el Congreso de la República con transgresión del acápite 2do del artículo 57 de la Constitución del Estado, por el que se viola el Protocolo de Río de Janeiro de 1942 con el pretexto de que, para la navegación en el Amazonas, tenga acceso directo a éste por el río Marañón.

El embajador Calderón Urtecho adelantó en su libro opinión cuando anota que “la aspiración de acceder al Marañón tuvo que ser abandonada cuando el Ecuador recibió, como compensación, un acceso más amplio al Putumayo, recuperando así los territorios que perdió con Colombia en 1916, aparte de otras importantes concesiones como la del Triángulo Napo-Aguarico y Zancudo. En otras palabras, no obstante haber abrigado inicialmente el Ecuador la esperanza de acceder, simultáneamente, al Marañón y al Putumayo, mediante sendos corredores, sólo obtuvo al final, en ese juego de compensaciones mutuas inherente a toda negociación diplomática, el acceso pleno al Putumayo, además del derecho a la libre y gratuita navegación en el Amazonas y sus afluentes, en las mismas condiciones de que gozan el Brasil y Colombia.

Dicho en otros términos, aclara el embajador Calderón, si el Protocolo de 1942 constituye una solución final ad perpetuum, esencialmente equitativa, entonces lo único por hacer desde el 31 de marzo de 1942 ha debido ser asegurar su plena ejecución.

Nuestra cuestión con Chile

El Tratado de 1929: la otra historia, es para mí el otro libro notable del embajador Félix Calderón.

Comparto con él la afirmación que “el Tratado de 1929 por el cual se puso fin, en forma definitiva, al diferendo territorial entre Perú y Chile, sólo fue posible una vez que el Perú pudo encontrar una solución definitiva a sus controversias fronterizas con el Brasil, Bolivia y Colombia, en ese orden cronológico. La posición ventajosa que tenía Chile como potencia ocupante, por más ilegal que haya sido ese status, determinó el sentido de esa estrategia negociadora”.

No se puede disentir con el embajador Calderón cuando escribe que “Todos los gobernantes peruanos que precedieron a Augusto B. Leguía, desde 1890, vivieron la dolorosa cautividad de Tacna y Arica y trataron a su manera de encontrarle una solución negociada a través del plebiscito, ante la imposibilidad de recuperarlas por la fuerza, al mismo tiempo que intentaban convivir precariamente con los otros países vecinos, echando mano, a título provisional, al status quo o al modus vivendi, a falta de lograr la ansiada línea de frontera definitiva. Es exacta la afirmación del embajador Félix Calderón, de que “esta situación de inestabilidad fronteriza se agravó en la primera década del siglo XX, periodo en el cual se habló del “cuadrillazo” o de la “polonización” del Perú, siendo evidente la acción concertada de Colombia, Ecuador y Chile.

Excelente es asimismo la apreciación del embajador Calderón sobre la campaña de chilenización llevada a cabo desde 1900 que, como destaca, “estuvo destinada a forzar el triunfo chileno en un plebiscito extemporáneo e irregular, a despecho de los “catorce puntos” del presidente Wilson. No había nada más cómodo para la potencia ocupante que consolidar su política de los hechos consumados, mientras que su diplomacia distraía a la peruana con fórmulas conducentes -a hacer posible un plebiscito amañado. El entendimiento Huneeus-Varela, negociado en los primeros meses del gobierno de Billinghurst, es un ejemplo pasmoso de los réditos que obtuvo Chile con esa estrategia.

Es verdad que “cuando Leguía llegó al poder en setiembre de 1908, encontró un país sin fronteras, o lo que es lo mismo el Perú tenía litigios fronterizos con los cinco países vecinos. No sabemos porqué antes faltó resolución para resolver, por lo menos, uno de esos litigios. Lo cierto es que en 1910 se estuvo al borde de la guerra con el Ecuador, convenientemente acicateado por Chile que le suministró armamentos. Leguía, estadista visionario, comprendió que todo esfuerzo para sanear la hacienda pública no dejaba de ser una ilusión, si es que no se arremetía con decisión y firmeza la tarea de resolver los diferendos territoriales. Intuyó que esta gravísima situación no podía seguir postergándose más, y a él le cupo el privilegio de enfrentarla asumiendo, sin atenuación, su responsabilidad ante la historia, como él siempre lo dijo. Dejó de lado las doctrinas a priori, para guiarse únicamente por la doctrina de las circunstancias como diría algunos años más tarde Charles de Gaulle, que le permitió concebir una estrategia negociadora pragmática, expeditiva y de resultados tangibles”.

“Aunque discutible para algunos, no para mí, es así como, en su primer gobierno, en setiembre de 1909, pudo resolver en forma definitiva los diferendos territoriales con Brasil y Bolivia en menos de tres semanas de perseverante negociación con Petrópolis y La Paz. Y, durante el “oncenio”, hizo lo propio con Colombia en 1922, y luego con el Ecuador como lo atestigua el Protocolo Castro-Oyanguren-Ponce. Con Chile, consciente de la esterilidad y frustración del trato directo, Leguía propició desde 1920 un nuevo enfoque, basado en la intervención de los Estados Unidos por la vía del arbitraje. Si bien fue un camino salpicado de riesgos y críticas en el plano interno, al final el papel arbitral del presidente de los Estados Unidos significó una visión ética distinta de la controversia que se tradujo en la reivindicación moral del Perú al ser declarado impracticable un plebiscito justo y correcto por culpa de Chile. Huelga recalcar que sin ese exitoso proceso de saneamiento de nuestras fronteras con el Brasil, Bolivia, Colombia y Chile, habría sido imposible la conclusión del Protocolo de Río de Janeiro de 1942 con el presidente Prado”.

El director de la Academia Diplomática del Perú, didáctico es el embajador Calderón cuando se ocupa de los preceptos que inspiraron al presidente Leguía en ese juego estratégico de dominó fronterizo que, por regla general, fueron los siguientes: “(i) La solución tenía que encontrarse dentro de una atmósfera de paz y reconciliación en beneficio de la amistad continental; (ii) para llegar a un arreglo definitivo con Chile era menester primero zanjar las otras diferencias limítrofes. Por eso en su primer gobierno evitó desaprovechar la oportunidad que le ofreció el laudo arbitral del presidente argentino Figueroa Alcorta; (iii) las negociaciones tenían que realizarse en secreto; (iv) preferencia por el trato directo en la resolución de la diferencia territorial, ese fue el camino que observó con el Brasil, Bolivia y Colombia; (v) preferencias por el canje territorial para llegar a una solución expeditiva de los impasses; (vi) con Chile, ante el fracaso del trato directo en el pasado, había que seguir un enfoque distinto, propiciando la intervención de los Estados Unidos a través del arbitraje; (vii) la misma fórmula debía ser aplicada en la controversia territorial con el Ecuador si el trato directo se hacía imposible; (VIII) modificado, por lo menos, un factor de la ecuación que daba ventaja a la potencia ocupante, podía optarse por el trato directo, pero con la participación testimonial del gobierno de los Estados Unidos; (IX) la división de las provincias cautivas, si era inevitable, tenía que estar condicionada a irrenunciables exigencias del Perú; (x) la salida portuaria de Tacna por Arica, si esta provincia quedaba definitivamente en manos de Chile, era una de esas condiciones; (xi) otra de ellas era la propiedad peruana en toda su extensión, del ferrocarril Tacna-Arica, una vez vencida, la concesión que tenía la empresa chilena”.

Qué duda cabe que, como piensa el embajador Calderón, al que prologamos con viva satisfacción, intelectual y cívica, “fue sólo el acuerdo sobre la salida portuaria lo que hizo posible el Tratado de 1929. Porque es bueno recordar que fue, precisamente, la divergencia sobre la modalidad que debía revestir esa salida portuaria, lo que paralizó la negociación por más de tres meses en Lima. Por eso el artículo 5to responde a una lógica inversa a la de su redacción literal. Es porque el comercio de tránsito al Perú debe gozar de la independencia propia del más amplio puerto libre que Chile se obliga a conceder al Perú y a construir a su costo los establecimientos y zonas que permitan cumplir con esa finalidad. Y no al revés.”

El carácter fundamental que tiene lo previsto en el artículo 5to, además, debe ser interpretado en función del proyecto sobre el remozamiento portuario de Arica contemplado en 1929 y la “zona de libre tránsito” definida en el plano anexo a la Convención de 1930. Y si bien, piensa el embajador Calderón, no tiene por qué haber un correlato geográfico puntual e ineludible, no es menos cierto que tampoco se puede vulnerar su espíritu que apunta a conferirle un carácter integral, sin solución de continuidad, a los establecimientos y zonas que conserva el Perú en el puerto de Arica.

Son sobresalientes las páginas que dedica el embajador Calderón en el “puerto peruano al norte de Arica” donde precisa que “con el objeto de evitar que se especule por más tiempo con una fórmula que tenía además el respaldo de los Estados Unidos, la respuesta del gobierno chileno al presidente Leguía fue contundente y, para no dejar asomo de dudas, una copia de la comunicación de Santiago le hizo llegar el embajador Figueroa Larraín a su interlocutor el presidente Leguía y otra le entregó la Cancillería de La Moneda a Culbertson como embajador de Estados Unidos en Santiago.

El memorándum, del que existe copia en Torre Tagle, que el plenipotenciario chileno entregó al presidente Leguía decía textualmente lo siguiente: “Impuesto de su telegrama número 45.- sírvase V.S. pedir, cuanto antes, audiencia del señor Leguía y manifestar nuestro sentimiento por la imposibilidad absoluta en que nos encontramos para aceptar la idea de construir un puerto en la desembocadura del Río San José por las siguientes razones, que indudablemente han de pesar en su criterio tan ecuánime: el nuevo puerto quedaría a 20 metros de la línea del ferrocarril de Arica a La Paz, a los pies de la maestranza del Chinchorro............ Halagado siempre con la esperanza de llegar a un acuerdo provechoso para ambos VS. Puede proponer al Presidente lo que sigue: concesión al Perú de un malecón, un edificio para su aduana y una moderna estación para el ferrocarril de Tacna, dentro de los 1575 metros de la bahía de Arica, todo lo que sería construido por nuestra cuenta y además se le entregaría 2 millones de dólares”.

Menciona el embajador Calderón la carta al presidente Leguía del embajador del Perú en Chile, señor Elguera, en que se refiere a una opinión expresada por el embajador Culbertson, opinión que es la base de la proposición que se va a presentar a Leguía al día siguiente por el embajador Figueroa Larraín, que se apoya en la afirmación que le hizo el ministro de Relaciones Exteriores que los técnicos chilenos, en oposición al informe del ingeniero Ralph Cady, han encontrado ya a 10 kilómetros al norte de Arica el lugar en que puede construirse fácilmente el puerto deseado en vez del que el gobierno peruano quería establecer a 1500 metros.

Ese mismo día 14, el canciller chileno envió al plenipotenciario chileno en Lima, entre tantos mensajes, uno, el número 53, que decía: “Ingenieros Dávila y Lira, técnicos de primer orden y de autoridad indiscutible (sic), no comprenden cómo pueden construirse tales obras por US$ 3’500,000, y sobre todo el río San José que es precisamente el punto en que obra alcanza mayor costo (sic)............ Impresión es que ingeniero Cady ha procedido sin estudio e hizo solo informe político. Ofrecerán al presidente Leguía dos puertos a saber, el uno al norte de la desembocadura del río Lluta, en el punto denominado Escritos y que se encuentra a 14,000 metros de la bahía de Arica, y el otro, en la desembocadura del río Moles -en el punto denominado La Yarada que está a 29,730 de Arica”.

Lo que vino después, relata el embajador Calderón, fue la suma de una serie de maniobras de la Cancillería chilena para confundir la negociación hasta llegar allí donde ella quería ir. En abril de 1929 Leguía se encontraba en una posición relativamente ventajosa, no obstante haber aceptado la partición de las provincias cautivas. En efecto, por el informe del ingeniero Cady sabía fehacientemente que el único lugar donde era posible construir un puerto para el Perú era el extremo norte de la desembocadura del río San José. No había otro lugar razonablemente recomendable, desde el punto de vista técnico, siendo todavía menos aconsejable un puerto en Lluta, como Cady personalmente le manifestó al Secretario de Estado, en Washington, el 14 de marzo.

Durante la sétima reunión, continúa el embajador Calderón, en esta apretada síntesis, Leguía cumplió con proponer lo que prometió a Moore; pero, saliéndose un tanto del libreto, solicitó al embajador Figueroa que le alcanzara una copia de los planos de los ingenieros chilenos. Y, como el plenipotenciario no los tenía en su poder, no tuvo más remedio que darle seguridades al jefe de Estado que los pediría a Santiago.

Después de haber reiterado el gobierno de Santiago, el 14 de marzo, en un memorándum que le proporcionó Culbertson, que era factible construir un puerto al norte del río Lluta, en el punto denominado Punta Chacota, ese mismo gobierno se vio obligado a retractarse al día siguiente, sin pensarlo dos veces, argumentando artificiosamente, revela el embajador Calderón, que no era posible por las dificultades del dragado. Y decimos así porque la verdadera razón era que, como opina el embajador Calderón, no estaba dispuesto Chile a aceptar la soberanía del Perú al sur del río Lluta. Por eso, no hubo ningún rubor en informarle a Culbertson, en un nuevo memorándum, acerca de la reciente sugerencia de los ingenieros chilenos de un lugar más al norte, en el punto denominado Escritos (hoy en día Concordia), a varios kilómetros de Arica y, por curiosa coincidencia, exactamente en el lugar que ya había sido escogido por Chile como punto de arranque de la línea de frontera con el Perú. De esa manera, se pronuncia con rotundidad el embajador Félix Calderón, quedó en evidencia que la alternativa de la boca del río Lluta en lugar de la salida portuaria por el río San José, no fue más que otra coartada de Chile para salirse, a la larga, con la suya. Todo lo que se hizo a continuación fue un ejercicio técnico absolutamente innecesario.

Conseguido el objetivo máximo de la división territorial en los términos planteados por Chile, puesto que la fórmula Moore no había puesto en tela de juicio su soberanía sobre el ferrocarril Arica-La Paz, era cuestión de oponerse sistemáticamente, a partir de ese momento, a una salida portuaria del Perú al sur del punto Escritos.

El sábado 16 de marzo tuvo lugar el octavo encuentro entre el presidente Leguía y el embajador Figueroa, a solicitud de este último, quien le hizo llegar un memorándum en el que se ampliaba la información de los ingenieros chilenos respecto a las dos opciones portuarias en Escritos y en el río Molles (Caplina).

Lamenta profundamente el autor de este prólogo, no poder referirse a la importancia extraordinaria que revisten las páginas que el embajador Calderón le dedica a las comunicaciones que el señor G.P. Seeley de la Snare Corporation le remitió al mandatario peruano informándole de la investigación que había llevado a cabo de los lugares sugeridos por Chile para construir el puerto peruano que, por sus resultados, decepcionaron al presidente Leguía. Lo propio cabe decir del informe de los ingenieros chilenos que, naturalmente, prevalecieron para el gobierno chileno. Graciosamente recuerda el embajador Calderón que, semanas después de haberse concluido la negociación del Tratado de 1929, esos mismos ingenieros chilenos que habían sido presentados en Lima y Washington como autoridades indiscutibles y artífices del puerto de Antofagasta, quedaron virtualmente en ridículo cuando una severa tormenta barrió sin piedad esas instalaciones portuarias.

En el “análisis del Tratado de 1929”, brilla el ex asesor jurídico del despacho ministerial, al ocuparse del alcance jurídico del “derecho más amplio de servidumbre” que lo conduce a tratar a) “la noción de servidumbre” y b) “las servidumbres a favor del Perú”; donde lógicamente son tratadas las servidumbres sobre los canales del Uchusuma y del Mauri así como la servidumbre sobre la línea férrea, sin dejar de contemplar el régimen aplicable al concepto “independencia propia del más amplio puerto libre”, “análisis del artículo 5to”, “noción de puerto libre”, “alcances del derecho del Perú”, “régimen aplicable al más absoluto libre tránsito”, “libre tránsito y tráfico o en tránsito”.

Exacto que siguiendo a P. Fauchille en su obra Traitee de Droit International Public, las servidumbres convencionales, establecidas por voluntad expresa o tácita de los Estados, pueden ser negativas o in non fasciendo (no hacer) y positivas o in patiendo (permitir), atribuibles en ambos casos al Estado que se obliga a no ejercer su poder territorial en toda su extensión o que acepta tolerar sobre su propio territorio la acción de otros Estados.

Rigurosamente cierto que un problema que se plantea, tratándose de las servidumbres, es saber hasta dónde llega la acción del Estado beneficiario y hasta dónde se restringe la soberanía del Estado sirviente. Si se tiene en cuenta la consustancialidad de la servidumbre con el objeto con o para el que se concede, parecería claro que el Estado beneficiario no podrá llevar la servidumbre más allá de su relación con el objeto.

En principio, ni el Estado beneficiario puede hacer un ejercicio extremo o abusivo de ese derecho, ni el Estado sirviente estaría en condiciones de diluir o distorsionar el sentido de la servidumbre otorgada al primero, amparado en una interpretación unilateral y ultra vives de su soberanía.

De acuerdo con lo señalado, las servidumbres, explícitas e implícitas conferidas al Perú en virtud del Tratado de 1929 y de su Protocolo Complementario pueden diferenciarse en positivas o negativas. Entre las primeras tenemos, distingue el embajador Calderón, aquellas reconocidas por los artículos 2do (canales de regadío), 5to (puerto libre), y 7mo (ferrovía) del Tratado, así como por el artículo 2do (libre tránsito) del Protocolo Complementario. En cuanto a las servidumbres negativas, podemos mencionar las consignadas en el artículo 1ro (prohibición de ceder parte de Arica y Tacna y de no construir nuevas líneas férreas internacionales) y el artículo 3ro (prohibición de artillar el Morro) del Protocolo Complementario.

Hace bien el embajador Calderón en recordar que Alberto Ulloa, en su magnífico libro La posición internacional del Perú, hizo una enumeración extensiva de los diferentes aspectos vinculados al goce de esas servidumbres en función del objeto a las que están asociadas. Esfuerzo de identificación, del inolvidable maestro sanmarquino, perfectamente compatible, en gran parte, con la definición de servidumbre antes anotada y susceptible de sustentarse, en mayor o menor medida, en la jurisprudencia internacional que existe sobre la materia. Es nuestra también la opinión de que, allí, siga teniendo indiscutible vigencia esa valiosa contribución del maestro Ulloa, al punto que no debería nunca estar ausente de la mesa de negociaciones.

Mención especial merece el tratamiento del régimen aplicable al concepto “independencia propia del más amplio puerto libre” sobre el que el embajador Félix Calderón se expresa así: “El artículo 5to consignó la siguiente cláusula: “Para el servicio del Perú el gobierno de Chile construirá a su costo, dentro de los 1575 metros de la bahía de Arica, un malecón de atraque para vapores de calado, un edificio para la agencia aduanera peruana y una estación terminal para el ferrocarril a Tacna, establecimientos y zonas donde el comercio de tránsito del Perú gozará de la independencia propia del más amplio puerto libre”. En una palabra, correcto, Chile debía conceder al Perú establecimientos y zonas para el cumplimiento de un fin expreso: el disfrute amplio de puerto libre del comercio de tránsito del o al Perú.

¿Qué es, se pregunta el embajador Calderón Urtecho, lo que se quiso significar con la expresión “independencia propia del más amplio puerto libre”? ¿Cuál debe ser el régimen que le sería aplicable?. No ha dejado de llamar la atención, para los observadores atentos, que Chile, con relación al artículo 5to, se haya esforzado por destacar, en forma reiterada, su obligación relacionada con la construcción de los establecimientos y zonas en circunstancias que esa obligación sólo tiene sentido si se da pleno cumplimiento a la obligación primordial de reconocerle al Perú una zona donde el comercio de tránsito goce de la independencia y de las facilidades propias del más amplio puerto libre (servidumbre de puerto).

Como se sabe, continúa en su meditado relato, el embajador Calderón, sólo fue posible concluir el Tratado de 1929, una vez que el Perú tuvo que renunciar a su justa aspiración de tener un puerto al sur de la Concordia a cambio de un acceso portuario con las características de puerto libre en Arica. Es más, para convencer al presidente Leguía, la propia Cancillería de La Moneda propuso, originalmente, al final de la III etapa de la negociación la “absoluta independencia, dentro del más amplio puerto libre para el Perú”.

Esa noción de puerto libre, presente en el ambiente de la negociación desde octubre de 1928, fue parte del atractivo que el gobierno chileno ofreció al Perú en abril de 1929, a fin de salir del atolladero en que se había metido cuando aceptó la idea de un puerto para el Perú al norte de la bahía de Arica. Destaca el embajador Calderón que, al estar técnicamente atrapado, debido a la extremada eficiencia de los ingenieros de la Snare Corporation, Chile se vio obligado a mejorar sustancialmente su ofrecimiento inicial del 14 de marzo de las facilidades portuarias en Arica, introduciendo el concepto de “absoluta independencia del más amplio puerto libre” a fin de vencer la resistencia del mandatario peruano, resistencia presidencial que no fue producto de un capricho sino lógica exigencia, a modo de compensación para el Perú, por la pérdida definitiva de Arica, puerto natural de Tacna.

Acudiendo a B. Nolde, en una publicación que recoge en Recueil des Cours de 1924, la noción de puerto libre se identifica con una zona franca o porto-franco. Es decir se trataría de una terra nullius aduanera. En este mismo sentido se pronunció Guillermo Cabanellas en su Diccionario Enciclopédico de Derecho Usual, puntualizando además lo siguiente: “Puerto franco es, el puerto marítimo, y por excelencia, el fluvial, en que pueden entrar las embarcaciones y descargar sus mercaderías sin tener que pagar derechos aduaneros y otros fiscales por la introducción, almacenamiento, selección, manipuleo, compra o venta de los productos, ya procedan del interior del país o del exterior. Los puertos francos constituyen una especie de islotes extra-territoriales, libres de registros y manifiestos de carga. Ello no obsta a operaciones estadísticas por parte de las autoridades administrativas en cuanto a la anotación de las entradas y salidas de buques y mercaderías. En la generalidad de los países existen uno o más puertos francos y en Inglaterra tenían este carácter todos ellos hasta 1932 en que, como resultado de la conferencia imperial de Ottawa, empezaron a percibirse derechos aduaneros de algunas mercancías”.

La institución del puerto libre es una verdadera servidumbre en la medida que reúne la doble obligación del Estado sirviente de permitir (impartiendo) y de no hacer (in non fasciendo) respecto a las exenciones aduaneras que en esa zona disfrutaría el Estado beneficiario.

Si nos atenemos a las características de un puerto libre o zona franca, dice el glosado, lo primero que habría que hacer cuando hablamos del derecho portuario concedido al Perú, compatible con el status de la independencia propia del más amplio puerto libre, es definir la zona portuaria sujeta a ese régimen. En el caso del Tratado de 1929, es obvio que dicha zona debe estar referida, sin solución de continuidad, a los establecimientos y zonas a los que se refiere taxativamente el artículo 5to., esto es el malecón de atraque para vapores de calado, la agencia aduanera y la estación de ferrocarril a Tacna, dentro de un marco geográfico que debería ser conforme con el plano de remozamiento total del puerto de Arica que el embajador Figueroa, en nombre de su gobierno, presentó al presidente Leguía el 24 de abril de 1929, durante la décimocuarta reunión.

La decisión del Perú de aceptar el concepto del más amplio puerto libre en Arica tuvo como marco de referencia el proyecto del nuevo puerto, propuesto por Chile, en el que un molo proyectado oblicuamente desde la isla El Alacrán debía formar entrada con el molo peruano que, básicamente, estaba llamado a ocupar la posición histórica que siempre tuvo el muelle del ferrocarril. Hasta donde se ha podido determinar, dice el embajador Calderón, desde febrero de 1929 el gobierno chileno trató de venderle al Perú la idea de la restauración del histórico y antiguo puerto de Arica destruido por el terremoto de 1868. De acuerdo con ese proyecto, Chile debía construir por su cuenta un muelle peruano que comunicaría por la línea del ferrocarril Tacna-Arica. Es correcto que, por ese entonces, más de uno tuvo en mente en ambas capitales el símil que ese proyecto portuario podía tener con el puerto de Colón dividido en dos: Cristóbal estadounidense, y Colón, panameño. Y, en menor medida, el paralelo que podían ofrecer los puertos de Panamá (panameño) y Balboa (estadounidense) situados en la misma bahía.

Vistos ahora, continúa Calderón, con la ecuanimidad que da el tiempo, ambos planos lejos de ser incompatibles constituyen un reflejo del compromiso de las partes respecto a la forma cómo debía interpretarse ese derecho portuario, sobre todo en lo relativo al muelle peruano y a la zona del más absoluto libre tránsito. De allí que no sea tirado de los cabellos examinar la cuestión de los cambios habidos en la geografía portuaria de Arica y la forma como esto puede haber desnaturalizado en estricto derecho, las obligaciones inequívocas de Chile sobre un aspecto fundamental del Tratado de 1929.

La zona otorgada al Perú en el puerto de Arica, colindante con el mar, opina con razón el embajador Félix Calderón, deberá estar definida con precisión, tal como ocurrió con la Convención entre Grecia y Yugoslavia que incorporó a dicho instrumento internacional un anexo descriptivo que llegó hasta el detalle de lo que se denominó “zona libre serbia”. Lo que sería inverosímil, por no traducir en modo alguno lo que se estipuló en el artículo 5to , es hacer del puerto libre peruano una ficción, imposible de delimitarse en forma precisa y cruzado o intercalado por áreas o zonas, artificialmente creadas bajo el control de Chile. Pues no es una dádiva lo que el Perú espera sino, llana y sencillamente, el cumplimiento a cabalidad de una obligación fundamental tan importante como la cesión de Arica.

Siguiendo siempre, en este punto, al embajador Calderón, debemos decir que, para el fin perseguido en el artículo 5to, es irrelevante que esos establecimientos y zonas sean, en su totalidad de propiedad del Perú. Lo que interesa es que hayan sido concedidos para su servicio ad perpetuum, de conformidad con lo propuesto por Chile el 17 de abril de 1929, y semanas más tarde por el presidente Hoover. Si bien no se discute la soberanía de Chile sobre Arica, este país no puede hacer uso de su competencia discrecional para modificar el alcance y naturaleza de este derecho de servidumbre portuaria del Perú.

El Tratado de 1929 y su Protocolo Complementario no dieron al Perú un derecho como maliciosamente postula Conrado Ríos Gallardo sino dos derechos, perfectamente entrelazados, como parte indesligable de una misma ecuación: la salida portuaria de Tacna por Arica. De un lado, la independencia más amplia de puerto libre circunscrita al comercio de tránsito peruano (vale decir, al Perú), que en términos prácticos se subsume en el concepto de zona franca. Y el otro, la facilidad del libre tránsito de ese comercio al territorio peruano y desde éste, al territorio chileno, en tanto está referido a personas, mercaderías y armamentos para lo cual Chile reconoció al Perú, además, el derecho de servidumbre más amplio sobre el sector chileno de la línea férrea Tacna-Arica. Considera el embajador Calderón que, técnicamente, ese segundo derecho podría subsistir sin el primero. Sin embargo, la servidumbre de puerto crea forzosamente una terra peruvianis aduanera (es decir una zona para fines comerciales fuera del territorio aduanero chileno, tal como se define en el Convenio de Kioto) perfectamente consistente con el malecón de atraque para vapores de calado, la agencia aduanera y la estación terminal.

Nos hemos extendido en estas consideraciones sobre el Tratado de 1929 no sólo como forma de que el lector se percate del modo en que el Acta suscrita el 13 de noviembre de 1999 entre el ministro de Relaciones Exteriores de Chile, Juan Gabriel Valdés, y el canciller del Perú, Ferdinand de Trazegnies, se refiere a obligaciones distintas a las pactadas -sin cumplir éstas aunque Rodríguez Elizondo sostenga que “cerró la ventana del revanchismo a los ultranacionalistas peruanos”- y carece de validez y eficacia jurídica mientras no sea aprobada por el Congreso de la República sujetándose a lo prescrito por el acápite segundo del artículo 57 de la Constitución del Estado, concordante con su artículo 206.

Debemos recordar que, en julio de 1881, envuelto Chile por una prolongación no esperada de la guerra contra el Perú y Bolivia, la que cronológicamente fue más allá de sus previsiones, vio esfumarse gran parte de sus expectativas coyunturales vinculadas a su agresión.

Para Emilio Castañón Pasquel, Chile tuvo que entregar a la Argentina, por tener las manos atadas en el Perú, lo que se puede estimar como el 50% de sus expectativas expansionistas de entonces: la Patagonia. De otro lado, renunciar a llevar su dominación territorial en el Perú hasta los confines del departamento de Arequipa, tal como lo planteara en el ultimátum dado en el Lackawanna, en octubre de 1880, teniendo que retroceder, en su momento, primero hasta el lindero de Moquegua (1883) y, más tarde en 1929, al de Tacna y Arica, a lo que hay que sumar, en junio de 1881, que un mes antes de la entrega de la Patagonia a la Argentina, Chile tuvo que ceder a la avidez gemela de poderosos intereses económicos ingleses, el propio botín de la guerra: el salitre.

A la luz de estas realidades -de cuantificación más o menos discutible pero básicamente real- no resistimos a la tentación de seguir citando a Emilio Castañón para quien no es de llamar la atención que haya hoy en Chile quienes, “portalianamente”, no duden en ver la guerra del 79 como una guerra inacabada, en la medida que consideran que las máximas posibilidades de la explotación de Tarapacá -vinculadas a la implantación y desarrollo de la industria química pesada-, están dramáticamente frenadas por no “disponerse aún del uso adecuado de las aguas del Titicaca, las que de vertirse al Pacífico a la altura de Arica podrían generar la energía eléctrica necesaria para aquello así como para permitir simultáneamente la irrigación de las pampas de Tamarugal.

Viene a punto traer a la memoria que, en Chile-Perú: el siglo que vivimos, José Rodríguez Elizondo, quien -además de admitir que el día en que los chilenos se atrevan a discutir si después de haber ganado en Tacna y Arica, con el ejército peruano retirado hacia su territorio y el ejército boliviano de vuelta al Altiplano, la campaña brutal de Lima era innecesaria, sin necesidad de continuarla tres años más- se podría revertir “el discurso y el nacionalismo hasta xenofóbico de algunas minorías”- revela que el general Augusto Pinochet no descartaba la variable de un ataque preventivo, aunque lo considerara, dice, una mala opción.

Esto concuerda con la revelación que hiciera 27 años después, el general de Aviación Fernando Mattei, miembro de la Junta Militar a partir de 1978. Según este alto mando, “cierto día” de 1974 dicha variable fue analizada en el Estado Mayor de la Defensa Nacional, ante Pinochet y los miembros de la Junta original. Dice que los expositores del Ejército aprobaban atacar por sorpresa, los de la Marina no estaban dispuestos y que él informando a nombre de su arma, fue rudamente disuasivo: “puedo garantizar que los peruanos harían pedazos a la Fuerza Aérea de Chile”.

Hoy la consigna que queda es la del general Augusto Pinochet, sobre la “muerte natural del Estado”, en su Geopolítica de Chile: “en la lucha por la existencia, apenas un Estado se debilita, su vecino lo ataca y lo destruye o asimila impidiéndole, así, su ciclo vital”.

Citas novedosas y cabría extraer asimismo de Los mitos de la democracia chilena: desde la conquista hasta 1925 de Felipe Portales quien, al ocuparse de “la compleja herencia del siglo XIX” indica que importante legado que dejó el siglo XIX fue el de las difíciles de Chile con sus tres países vecinos. Especialmente, expresa, la desgraciada vinculación que permanentemente ha tenido con el Perú y Bolivia. Pareciera, sostiene, que la historia y la geografía se han coludido desde antiguo para propiciar una relación particularmente traumática con ellos”.

La miopía de Bolívar

Bolívar, ahora, es el cautivante y polémico personaje que, con abundante y novedosa información, así como con brioso estilo, captura el interés del embajador Félix Calderón, este nuevo libro con el que incrementa su rica producción intelectual.

No es este libro un nuevo panegírico, sumiso y rendido, como el Homenaje a Bolívar publicado en 1942 por la Sociedad Bolivariana del Perú o los Testimonios (estudio y discursos) sobre el Libertador publicados en Caracas en 1964, por la Sociedad Bolivariana de Venezuela, sin olvidar, después el famoso Discurso de José Domingo Choquehuanca, la exposición de Benito Laso a los electores de Puno la Epístola de José María Pando.

Omitiendo en este apresurado prólogo preferencias a la Federación de los Andes y a la Constitución Vitalicia jurada el 9 de diciembre de 1826 y abolida, cincuenta días después el 28 de enero de 1827, provocando una vigorosa oposición en la que prevaleció, como aspectos principales, el nacionalista, el democrático y el personalista que, el 28 de julio de 1828, citó Mariano José de Arce en la notable Oración Patriótica en la que, combativamente, se expresó así: “Por muy grandes que fueran sus servicios, aunque todo lo hubieras hecho sin ayuda de nadie...... aunque nada le hubieran servido los brazos de los soldados de las dos repúblicas y los recursos de los pueblos de la nuestra, aunque él sólo hubiera restablecido la libertad, la gratitud no debía premiarle a expensas de esa misma libertad. Hacer de la patria el patrimonio de él habría sido destruir su propia obra. El honor y la razón han prescrito cierto límites a la gratitud y es una injusticia, un atentado, pretender traspasarlos. Todos los peruanos deben conservar agradecimiento eterno a cuantos les han ayudado a conquistar su libertad; pero un servicio, por muy grande que sea, pierde todo su valor cuando se pretende cobrarlo exigiendo una injusticia y una bajeza”.

Bolívar -el guerrero, el hombre de salón, el orador, el escritor, el político, el estadista, el legislador- no amó al Perú.

En la Carta de Jamaica, fechada el 7 de setiembre de 1815, inspirado por no se sabe quién, Bolívar dice del reino de Chile que “está llamado por la naturaleza de su situación, por las costumbres inocentes y virtuosas de sus moradores, por el ejemplo de sus vecinos, los fieros republicanos del Arauco, a gozar de las bendiciones que derraman las justas y dulces leyes de una república”.

“El Perú, por el contrario, encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y liberal: oro y esclavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por sí mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad; se enfurece en los tumultos, o se humilla en las cadenas”.

Bolívar no podía ignorar que el Perú no era solamente el centro de la resistencia española sino que había sido también, en el siglo XVIII, el escenario de vigorosos levantamientos indígenas como el de Juan Santos en 1742 y el de Túpac Amaru en 1780. Bolívar no podía ignorar que, como lo confirmó, el ilustre miembro de la Academia Colombiana de Historia, Fabio Lozano Lozano, las proclamas y exhortaciones de José Gabriel Condorcanqui fueron leídas y aclamadas fervorosamente por las multitudes en el pueblo de Poré y de otros de las cabeceras de los llanos colombianos. Tampoco pudo Bolívar omitirse del conocimiento del histórico documento de 1792 que, remeciendo el continente, fue la Carta a los Españoles Americanos del insigne arequipeño Juan Pablo Vizcardo y Guzmán.

No fue esto todo. Desde Bogotá, el 3 julio de 1828, lanza Bolívar esta feroz proclama contra el Perú: “Ciudadanos y soldados: la perfidia del gobierno del Perú ha pasado todos los límites y hoyado todos los derechos de sus vecinos de Bolivia y de Colombia. Después de mil ultrajes sufridos con una paciencia heroica, nos hemos visto al fin obligados a repeler la injusticia con la fuerza. Las tropas peruanas se han introducido en el corazón de Bolivia sin previa declaración de guerra y sin causa para ello. Tan abominable conducta nos dice lo que debemos esperar de un gobierno que no conoce las leyes de las naciones, ni la de la gratitud, ni siquiera el miramiento que se debe a pueblos amigos y hermanos. Referiros el catálogo de los crímenes del gobierno del Perú sería demasiado y vuestro sufrimiento no podría escucharlo sin un horrible grito de venganza; pero yo no quiero excitar vuestra indignación, ni avivar vuestras dolorosas heridas, os convido solamente a alarmaros contra esos miserables que ya han violado el suelo de vuestra hija y que intenta aún profanar el seno de la madre de las héroes. Armáos colombianos del Sur, volad a la frontera del Perú, y esperad allí la hora de la vindicta. Mi presencia entre vosotros será la señal del combate”.

¿Porqué tuvo Bolívar -que conocía la existencia de la Real Cédula de15 de julio de 1802 que separó el territorio de Maynas del Virreynato de Santa Fe para adjudicarlo al Virreynato de Lima- que ultrajar así el honor del Perú?

La noticia de la invasión peruana a Bolivia y la expulsión de Lima del representante Armero “por su injerencia en los negocios del Perú al extremo de ser factor de asociaciones secretas y de juntas clandestinas” así como “de estar íntimamente ligado con personas que desde lejos tratan de perturbar la paz pública”, que siguió a los provocadores agravios al ministro del Perú en Colombia José Villa a quien Bolívar exigió atrevida y desaprensivamente que conviniese en la segregación de Jaén y Maynas, acentuaron la animadversión de Bolívar que, al conmemorarse el aniversario de su llegada al Perú, le provocó ser obligado a retornar a su patria donde la intriga y la discordia lo hacen sentirse víctima de dicha preterición; preterición que, según Gregorio Marañón en su estupendo libro sobre el emperador Tiberio, descifra el enigma profundo del alma envidiosa y vengativa de los resentidos.

El embajador Félix Calderón no contempla la figura de Bolívar ni como Pablo Macera ni como Alberto Ulloa.

En su Visión histórica del Perú, Macera considera que la guerra de la Independencia en nuestro país, se ganó en la Sierra, en la lucha civil entre peruanos del norte y peruanos del sur, conducidos por un Estado mayor extranjero compuesto por españoles y criollos, que la victoria fue celebrada en Lima y allí quedaron sus frutos de lo que infiere que “la impaciencia y genialidad de Bolívar no pudieron cambiar estas predeterminaciones históricas; la misma dureza dictatorial que empleó contra el Perú demostraba cuan débiles resultaban en este país sus recursos políticos: donde habían gobernado durante dos mil años chavines, huaris, incas y españoles, había una infinita capacidad de adaptación y disimulo que ponían en jaque a todas las utopías. Bolívar no pudo imponer a los hombres del Perú una solidaridad americana. Los criollos prefirieron pensar en pequeño”.

En su soberbio libro sobre Chile: Para la historia internacional y diplomática del Perú, Alberto Ulloa se ocupa en su introducción de los elementos peculiares de la posición internacional del Perú y lo primero que nos dice es que, en América Latina, el Perú tiene una situación geográfica central e intermedia. Generalmente, prosigue en una situación geográfica de esta naturaleza, cuando un país tiene vocación imperial, su actitud es expansionista y ofensiva. Cuando en una situación geográfica intermedia o central, un país carece de vocación imperial, corre el riesgo de sufrir la influencia expansiva de los que se encuentran al Norte o al Sur o rodeándolo, su actitud ha de ser de alerta y eventualmente de defensa.

La acción antiperuana, proveniente del Norte y del Sur, se ha manifestado varias veces. Bolívar -nos enseña el eminente diplomático e internacionalista- representó la mayor expresión, de trascendencia inigualada en su momento, de la influencia antiperuana. Quiso, sin duda alguna, incorporarnos al grupo de la Gran Colombia, bajo su autoridad personal. No delimitó sino contrarió la delimitación Perú-colombiana y, consecuentemente, Perú-ecuatoriana, no reconociendo los límites coloniales precisos del uti possidetis de Maynas y Guayaquil. Desmembró Guayaquil del Perú, favoreciendo indirectamente la erección del Estado ecuatoriano cuyo nacimiento complicó el problema limítrofe. Resentido por la oposición a su autoridad en el Perú y por la expulsión de las tropas colombianas, provocó la guerra de 1829, que confirmó lo que podíamos esperar de su soberbia ambiciosa.

Hacia otro lado, amplía Ulloa su pensamiento esclarecedor, expresando que Bolívar no quiso la unión de Bolivia al Perú que, en su momento, exigían el mandato geopolítico, el histórico y el social. Lejos de ello, maniobró políticamente para favorecer la constitución de un Estado distinto que disminuyera y debilitara al Perú, pero que también se sometiera a su autoridad personal. No vio la fatalidad de la oposición esencial, también geopolítica entre Chile, el Perú y Bolivia, que exigía el fortalecimiento de la unidad Perú-boliviana. En cambio, con miopía inexcusable, agregamos nosotros, creyó que el peligro para Bolivia estaba en Argentina a la que desconfió y combatió, siendo así que era el contrapeso que, aun sin la frustrada Confederación Perú-boliviana, podía amenguar los peligros de Chile.

No es en estos términos que el embajador Félix Calderón maneja en este nuevo libro el valioso material que ha reunido sobre Bolívar y La Usurpación de Guayaquil: su libro enfoca otros aspectos en estilo claro, elegante y circunspecto, alejado del argot epiléptico de la exageración.

Al ocuparse de las veleidades autocráticas de Bolívar en la primera parte de su nuevo libro, originales y potentes luces iluminan el tratamiento que el embajador Calderón Urtecho le da al tema que intitula con acierto La Usurpación de Guayaquil y, no obstante las conocidas versiones de Vicente Lecuna y Eduardo Colombes Mármol, sin olvidar a Agusto Mijares e Indalecio Liévano Aguirre, intitula el último capítulo de su libro como La misteriosa entrevista de Guayaquil en la que, como decía hace algunos años el maestro Luis Alberto Sánchez el único remedio consistía en un férreo entendimiento entre los dos grandes capitanes: el vehemente, dinámico, impetuoso y apostólico Libertador Bolívar, y el flemático, tenaz y abnegado Protector San Martín.

El embajador Calderón no permanece ciego ante las “veleidades geopolíticas de Bolívar que, haciendo escarnio del mandato ancestral”, van a provocar la acelerada parcelación del hemisferio y el eclipse del continentalismo bolivariano.

Debe tenerse presente que en una carta que, rectificando pronunciamientos anteriores, envió Bolívar al general Santa Cruz, le dice lo siguiente: “Yo aconsejo a ustedes que se abandonen al torrente de los sentimientos patrios..... Y, en lugar de planes americanos, adopten ustedes designios puramente peruanos, digo más, designios exclusivos al bien del Perú.......sí, general, sirvamos la patria nativa y después de este deber coloquemos los demás”.

Valiente, sesudo, brillante, es el Epílogo con que cierra su libro el embajador Calderón, que me confiere la satisfacción de pedirme gentilmente que lo prologue.

La crítica, sin embargo, no será unánimemente laudatoria. Las críticas se resienten de superficialidad, de carencia de fundamentación histórica y sociológica seria; no van a fondo en el examen de los problemas ni intentan revisión alguna de las cuestiones que realmente importan a la República; optando generalmente por el ominoso silencio. Esto ocurre no sólo en el Perú. Es el caso de Manuel Ugarte o el coraje civil. En su Historia de la Nación Latinoamericana anota Jorge Abelardo Ramos: “el irritado silencio que ha rodeado siempre a la figura de Ugarte no sólo es necesario atribuirlo al papel de “emigrado interior” del intelectual del 900 en las semi-colonias, sino al “leprosario político” en el que la oligarquía y sus amigos de la izquierda cipaya recluyen a los hombres de pensamiento nacional independiente”.

¿Será una trágica constante, al cabo de años de apostolado, de no evadir los temas esenciales del drama, luciendo el coraje moral de estar contra los mandarines, tener, sin prensa adicta, un atardecer escéptico por el silenciamiento?

Lima, junio del 2005
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*Las veleidades autocráticas de Simón Bolívar, Tomo I La usurpación de Guayaquil, por el embajador Félix C. Calderón Urtecho.