Según registros de la Escuela Nacional Sindical, entre 2003 y 2004 las violaciones de derechos humanos cometidas contra los sindicalistas en Colombia pasaron de 625 a 688, y en estas últimas se incluyen 94 homicidios y seis desapariciones. Todo ello en el curso del más agudo reflujo del sindicalismo que hemos conocido en la historia nacional. Peor que el que se vivió entre mediados de los años 40 y fines de los 50, en pleno estado de sitio, porque entonces el fenómeno obedecía a directivas políticas de la Guerra Fría y ahora es producto de una transformación de la economía mundial hacia un mundo que no tiene reversa, deslaborizado y afianzado, no en la concentración de mano de obra, sino en lo contrario: su dispersión y la precariedad del contrato de trabajo. No es resultado de una orden imperial sino de la puesta en marcha de un nuevo modelo de las fuerzas económicas de la sociedad.

La apasionada ofensiva de los empresarios privados y su gobierno contra los sindicatos no es para atajar la marea humana que pide mejores salarios, seguridad social y derechos, como ocurrió después de la segunda guerra mundial. Ahora la lucha de los asalariados es para no perder totalmente lo alcanzado ayer y no desaparecer del mapa. De manera que hay motivos para preguntarse por qué siguen matándolos.

¿Solo por eso? Parece que no. Actualmente, vista la virtual desaparición de la vida sindical en empresas de la talla de Sofasa, Avianca, Bavaria y Telecom, y prevista la de Ecopetrol, para no ir más lejos, el capital privado y público no tiene mayor problema para doblegar las aspiraciones de sus servidores. No hay peligro de insurgencia obrera en el horizonte. Yo diría que el empecinamiento de los empleadores en extinguir la organización laboral obedece más bien a dos motivos: hacer a un lado, ojalá para siempre, a los censores y denunciantes de la nueva redistribución de la propiedad en el país, basada en el capital paramilitar en auge, y acallar a la única fuerza social independiente que, más allá de los inevitables tropiezos e inconsistencias de la izquierda política, sigue enarbolando la bandera de la redención de clase, enfrentada a las formas de vida y trabajo capitalistas.

Esa fuerza hoy empequeñecida puede todavía hacer cosas importantes y convincentes para los sectores sociales marginados, cada vez más numerosos y temibles. Que lo digan, si no, los actuales despliegues de la protesta ciudadana, que ningún partido político está por ahora en condiciones de movilizar. Los nuevos dueños de los casi cuatro millones de hectáreas arrebatadas a campesinos y finqueros a la sombra de las matanzas y los desplazamientos forzados de población; los nuevos socios capitalistas de grandes empresas agroindustriales que están en marcha en los Santanderes, Chocó y los siete departamentos de la Costa atlántica; los administradores corruptos del erario público -que infestan incluso a las filas de los partidos de izquierda-; las grandes empresas multinacionales, asesoradas por agresivos académicos del neoliberalismo y protegidas por militares y paramilitares retirados; el agresivo tumulto de concejales, diputados y congresistas mafiosos, ninguno de ellos soporta a los sindicatos. La legislación laboral impulsada desde 1990 -entre otros por el actual primer mandatario-no ha hecho sino darles satisfacción a todos ellos.

¿Por qué tantos sindicalistas de la salud, el magisterio, la electricidad asesinados en los últimos años en la Costa Atlántica? ¿No dizque esa era una región natural de tolerancia? ¿Por qué la transnacional Coca Cola, que uno creía que solo producía bebidas azucaradas y perjudiciales para la salud, a partir de 2001 resulta comprometida en amenazas de muerte y asesinato de varios de sus trabajadores y luego de cuatro años de ser demandada ante la corte del sur del Florida, USA, por sus propias organizaciones sindicales y por ONG de derechos humanos se niega a ofrecer reparaciones siquiera en parte a los familiares de las víctimas?

Domingo Tovar, responsable de derechos humanos de la CUT, nos ayuda a aclarar el asunto. “La violencia responde al desarrollo estratégico de la ultraderecha”, afirma, y agrega: “No hay sindicalistas comprometidos con la guerra que vive el país. Hay coincidencia, porque en Colombia la política es una sola, con tres escenarios diferentes: uno es el de la lucha armada, otro es el de la lucha política y otro el de la lucha social. Los trabajadores estamos en la lucha política y social. Los trabajadores organizados somos oposición”.

“Por otra parte- dice Tovar-, está la ubicación estratégica del paramilitarismo como proyecto de la derecha. En las zonas bajo su influencia han dicho que no se va a desarrollar la filosofía ni la ciencia social, y a eso ayuda el hecho de que dentro de la política de Uribe todos somos terroristas”. Tovar añade finalmente:

“En la electricidad están las multinacionales y los paras tienen alianza con ellos. La mayoría de los trabajadores de la electricidad han sido asesinados en la Costa Atlántica, donde la electricidad ya está privatizada, bajo la enseña de la Unión Fenosa. En el Atlántico se conjuga el factor corrupción en salud con los paras. De la salud sacan mucha plata los políticos. Cuando los trabajadores de la salud denuncian que se están robando los hospitales, ahí los asesinan. Ricardo Orozco hizo contundente denuncia de la corrupción en los hospitales de Barranquilla y pagó con su vida. Los asesinatos en la salud se dan también en Arauca, Caquetá, los Santanderes, y el gobierno dice que el trabajador muerto era un colaborador de la guerrilla, como en el caso de Jorge Prieto, asesinado en Saravena el año pasado”.

Como se sabe, sobre este y los demás centenares de crímenes de sindicalistas cometidos en los últimos veinte años hay completa impunidad porque así lo quieren los dueños del capital, que son los mismos de los medios de información masiva y de los poderes ejecutivo y judicial. Y como la imagen de Colombia sigue siendo “buena” en el campo internacional, porque el gobierno norteamericano ha hecho creer el cuento de que aquí no hay conflicto armado sino terrorismo que debe ser extirpado a las malas, la Organización Internacional del Trabajo traga entero y ordena apenas una segunda comisión de evaluación sobre los crímenes contra los sindicalistas, que, igual que la primera hecha hace dos años, solo se limitará a dar conceptos que no obligan al Estado colombiano.

Lo del capital nacional transnacional no es paja. En referencia a la época de terror que vivió Argentina entre 1976 y 1983 y que dejó, según cálculos conocidos, alrededor de 30.000 detenidos desaparecidos, Juan Jorge Faundes escribe: “...la impunidad no solo fue (y es) obra de la cobardía civil, sino, por sobre todo, de la complicidad y devuelta de mano de compañías transnacionales y de grupos económicos y grandes empresarios nacionales, que durante las dictaduras se enriquecieron con el desmantelamiento del Estado. Porque más que las ideologías, lo que estuvo en juego durante la Guerra Fría fue el control de las materias primas, de los medios de producción, de la banca y de los mercados”[1].


[1] El Espectador, junio 19-25/05, 7-A