Aslan Maskhadov era ante todo un excelente oficial. Paradójicamente, este hijo de campesino musulmán, nacido en 1951 en Kazajstán, casi en las condiciones de un campo de concentración, se convirtió en un comandante del ejército soviético, leal y profesional. Se encontraba entre los últimos que permanecieron fieles a la fe soviética. En enero de 1991, cumplió órdenes y envió a su batallón a las calles de Vilnius. No dimitió hasta 1992. Es fácil imaginar que si la URSS existiera todavía, Maskhadov sería hoy comandante en algún cuartel cerca de San Petersburgo y se gozaría de la confianza de sus soldados. Como buen militar, no participó en la revolución chechena de 1991. Esta se había inspirado ideológicamente, después de la Perestroika, en algunos intelectuales, reformistas y cuadros soviéticos oportunistas, sin que hubiese entre ellos ninguna figura tradicional ni religiosa.
Dudaev dirigió una conspiración de dirigentes de la nomenklatura en Grozny, por las mismas razones que el ex secretario regional Eltsin lo hizo en el Kremlin.
Como presidente, en febrero de 1997, Maskhadov gozaba de una triple legitimidad por su condición de héroe nacional de la guerra victoriosa de 1994-1996, de triunfador en las elecciones y de símbolo del regreso al orden. Tuvo entonces la opción entre restablecer el gobierno y la economía según el modelo soviético -como se había hecho exitosamente en Karabakh, donde los héroes-gangsters del tipo Bassaiev habían sido encarcelados- o contar con los poderes personales locales tolerando sus actividades, como ocurrió en la mayoría de los países post soviéticos. El único país capaz de ofrecer un «plan Marshall» a Chechenia era Rusia, lo cual se vio afectado por los sueños de revancha de los generales, la corrupción de los funcionarios y la imposibilidad para Moscú de aplicar una política racional.
Como militar profesional, Maskhadov conocía el precio de la guerra civil, pero era un mal político y era también incapaz de hacer frente a las pérfidas intrigas de los bandidos-aventureros que tenía por camaradas. Ese tipo de gente difícilmente regresa a la vida civil. Los cuadros dirigentes tendrían que venir de Moscú, adonde llegaron miles de chechenos huyendo de la desmodernización de su país. La construcción de una concepción del deber patriótico y las garantías de Rusia hubiesen creado las condiciones favorables para evitar nuevas catástrofes. Esas condiciones ya no existen. Sólo quedan piratas, fanáticos, renegados o vengadores fríos. Maskhadov era el último soldado que tenía una noción de lo que representa el Estado.

Fuente
Izvestia (Rusia)
Diario con una tirada de 430,000 ejemplares, fundado en 1917 como el Pravda.

«ПОСЛЕДНИЙ ЧЕЧЕНСКИЙ СОЛДАТ СОВЕТСКОЙ ИМПЕРИИ», por Georgi Derlugian, Izvestia, 10 de marzo de 2005.