George W. Bush sorprendió a todos al ratificar el 27 de noviembre de 2002 la creación de una comisión nacional de investigación sobre los atentados perpetrados contra Estados Unidos.

El Presidente, quien se había opuesto ferozmente hasta entonces a la realización de una investigación de este tipo, terminó por ceder a las presiones de las familias de las víctimas de los atentados. Para pesar de algunos senadores republicanos, los familiares manifestaban su desconcierto ante las incoherencias y lagunas de la versión oficial, sobre todo luego de la lectura de mi libro The Big Lie (La Gran Impostura).

Luego de prolongadas negociaciones, el Congreso renunció a la posibilidad de realizar por sí mismo una investigación semejante y autorizó, en el marco de los presupuestos adicionales de inteligencia para 2003 (Intelligence Authorization Act), que se creara una comisión independiente. Su presidente y vicepresidente serán dos personalidades calificadas nombradas por el Presidente de Estados Unidos.

La comisión, que estará compuesta además por ocho congresistas elegidos por el Congreso, cuatro por el Partido Republicano y cuatro por el Demócrata, tendrá la tarea no sólo de establecer las responsabilidades en los atentados y en la incapacidad para prevenirlos, sino que luego de que concluya sus trabajos podrá también recomendar reformas del gobierno y de las orientaciones políticas.

Desde la Comisión sobre el ataque de Pearl Harbor y la Comisión Warren encargada de esclarecer el asesinato del presidente Kennedy ninguna comisión independiente había gozado de tales prerrogativas, en especial en lo que se refiere al acceso a fuentes confidenciales.

Las asociaciones de familias de las víctimas realizaron un intenso trabajo de cabildeo para que la presidencia y la vicepresidencia de la comisión fueran confiadas a personalidades dignas de confianza. Esperaban que George W. Bush nombrara a Warren B. Rudman, ex senador republicano por New Hampshire, y que éste fuera secundado por Tim Roemer, representante demócrata por Indiana.

Para gran sorpresa de todos, los escogidos fueron el doctor Henry Kissinger, de 79 años, y el ex líder de la mayoría senatorial, el demócrata de Maine George J. Mitchell.

Un maestro de las sombras

Ex secretario de Estado y ex consejero nacional de Seguridad, Henry Kissinger cuenta sin duda alguna con las competencias necesarias para llevar a cabo la misión encomendada. Sin embargo, su nombramiento desacredita de manera definitiva esta comisión.

Contrariamente a las costumbres en vigor en los Estados anglosajones, Henry Kissinger ejercerá las funciones de presidente de la Comisión Nacional de Investigación y las de presidente de la consultoría jurídica Kissinger Associates, que presta sus servicios a cerca de treinta sociedades multinacionales al mismo tiempo que administra varias de ellas. Esta simultaneidad de funciones puede ser fuente de múltiples conflictos de intereses, en particular cuando se mencionan sociedades de armamento o de explotación de materias primas.

Por otra parte, aunque galardonado con el Premio Nobel de la Paz en 1973, Henry Kissinger es responsable de múltiples violaciones de los derechos humanos, de crímenes de guerra y de crímenes de lesa humanidad.

Tomó la decisión de bombardear intensamente a poblaciones civiles en Lao y en Camboya; supervisó golpes de Estado en América Latina, en particular el derrocamiento del presidente Allende en Chile; apoyó intentos de asesinatos políticos, como el de monseñor Makarios en Chipre; estimuló el genocidio en Timor Oriental, etc. [1].

El doctor Kissinger se niega a viajar a España o a Francia donde los jueces Baltazar Garzón y Roger Le Loire desean interrogarlo con relación a sus responsabilidades en el «Plan Cóndor». Y la Casa Blanca confirmó recientemente que Estados Unidos se negaba a ratificar la Convención de Roma que instituye el Tribunal Penal Internacional para impedir sobre todo que el doctor Kissinger sea procesado por éste.

Como destaca Steven Aftergood, responsable del programa sobre el secreto de Estado en la Federación de Científicos Norteamericanos, «es un sospechoso, no un investigador. Es uno de ésos que se han opuesto con obstinación a que se transmitan informaciones oficiales al Congreso, los tribunales, los investigadores, etc.» Es por lo tanto muy poco probable que Henry Kissinger obligue a cualquier gobierno a transmitir documentos a su comisión, por temor a sentar un precedente que no dejaría de volverse contra él.

Juez y parte

Sobre todo, no se puede eliminar de un manotazo la hipótesis de que Henry Kissinger esté implicado personalmente en la organización de los atentados del 11 de septiembre de 2001 junto a los halcones del Pentágono. Desde el 19 de septiembre planteé este asunto en el sitio en Internet de la Red Voltaire. Le Monde diplomatique creyó que podía recusar mi investigación con el pretexto de que «Lejos de ser el Pigmalión de la derecha republicana, el señor Kissinger es odiado por ésta desde que aceleró la dinámica de “distensión” con el bloque comunista.»

Si bien la oposición histórica entre Kissinger y los halcones con relación a la distensión ha sido establecida, es discutible concluir que se trata de un odio definitivo. Al anunciar el nombramiento del doctor Kissinger para presidir la comisión nacional de investigación, la prensa estadounidense revela hoy los antiguos y permanentes vínculos que el anciano señor mantiene en secreto desde siempre con sus confidentes Donald Rumsfeld y Dick Cheney.

Como recordatorio, les señalo que el 11 de septiembre de 2001 Henry Kissinger fue la primera personalidad que aconsejó utilizar por un largo período los atentados como instrumento para extender el dominio de Estados Unidos. Aconsejó atacar Afganistán, estuvieran o no implicados los talibanes en los atentados y, luego de su caída, recomendó atacar Irak con cualquier pretexto.

Mientras las ruinas del World Trade Center aún ardían y apenas algunos minutos después de que George W. Bush hubiera pronunciado su alocución desde la Casa Blanca, difundida por radio y televisión, el Washington Post publicaba en su sitio Internet una tribuna libre del ex consejero nacional de seguridad en la que escribía: «Debería confiársele al gobierno la misión de dar una respuesta sistemática que conducirá, así lo espero, al mismo resultado de la que siguió al ataque de Pearl Harbor, la destrucción del sistema responsable de ese ataque. Este sistema consiste en una red de organizaciones terroristas que se refugian en las capitales de algunos países. En muchos casos, no penalizamos a esos países por el hecho de acoger a estas organizaciones; en otros llegamos incluso a mantener relaciones casi normales con ellos. (...) No sabemos aún si Osama Bin Laden es el autor de estos actos, aunque tengan los atributos de una operación organizada por él. Eso no impide que todo gobierno que acoja a grupos capaces de perpetrar este tipo de ataque, aunque estos grupos no hayan participado en los ataques de hoy, tenga que pagar un precio exorbitante por ello. Nuestra respuesta debe ser calmada, reflexiva e inexorable.»

Este es el mismo Henry Kissinger que analizó la caída de los talibanes en el Washington Post del 13 de febrero y aconsejó entonces pasar al ataque contra Irak.

Aunque cuenta con dieciocho meses para presentar su informe, la comisión nacional de investigación podría concluir con toda celeridad, como lo deseó George W. Bush, de forma tal que Estados Unidos aproveche sus recomendaciones. Cualquiera que sea el tiempo de que dispone, es poco probable que la Comisión Kissinger pueda investigar las responsabilidades de su presidente en la planificación de los atentados.

Por lo demás, no tendrá que hacerlo ya que su principal conclusión ya fue revelada por George W. Bush cuando todavía faltan miembros por nombrar: los culpables son los hombres de Al Qaeda que los Estados Unidos elimina uno a uno. Así lo declaró el Presidente antes de firmar el decreto de constitución de la Comisión.

[1Con relación a estos temas, el lector deberá consultar el estudio de Christopher Hitchens, The Trial of Henry Kissinger, Editorial Verso, 2001. Versión francesa intitulada Les crimes de Monsieur Kissinger, prefacio de Laurent Joffrin, ediciones Saint-Simon, 2001.