En los primeros días de agosto entregaron “presuntamente” sus armas más de 1.500 mercenarios del bloque Héroes de Granada, de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), en el municipio de San Roque, ubicado en el Nordeste antioqueño y a 108 kilómetros de Medellín, la capital del departamento de Antioquia.

El acontecimiento lleva a rehacer en la memoria lo que allí pasó. Hasta mediados de la década de los noventa, la principal memoria que las gentes de este pueblo tenían de la violencia era la de aquel periodo conocido como “La violencia”, en la quinta década del siglo XX. Aunque entre fines de los años setenta y a lo largo de la década del ochenta, se vivió la fuerte represión del Estado contra el Sindicato Agrario, el cual había sido creado en el corregimiento de Cristales en 1973 para adelantar una lucha por mejores condiciones de trabajo. Aquellos fueron los años del asesinato de Antonio Ceballos y los desaparecidos de julio de 1983, entre otros.

A fines de los ochenta vinieron las acciones del MAS (Muerte a Secuestradores) que, en coordinación con divisiones de la XIV Brigada del Ejército, se encargaron de impartir castigo por las marchas campesinas de finales de los ochenta, las cuales se habían desarrollado por el derecho a la tierra para el que la trabaja y por inversión social. Estos fueron tiempos de militarización, torturas, desapariciones, detenciones arbitrarias y homicidios selectivos con los que se contuvo y desactivó la movilización social. En estos años asesinaron al padre Jaime León Restrepo y a la hermana Teresa Ramírez, entre muchos otros, bajo la acusación de ser guerrilleros; pero con el tiempo, el pueblo perdió estos hechos en el olvido.

Pese a haber sido territorio de influencia del Frente Bernardo López Arroyave del Ejército de Liberación nacional (ELN), la violencia insurgente no tuvo la misma intensidad. Estuvo referida a hechos aislados, relacionados con las funciones de policía rural que los insurgentes asumieron, bajo el amparo de la cultura autoritaria de este pueblo de rancio conservadurismo. Sin embargo, el pueblo vivió esos años con el temor de una eventual toma guerrillera del pueblo.

A mediados de los noventa llegó el torrente de la guerra contrainsurgente. Y lo hizo de mano de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (Accu) lideradas por Carlos Castaño; de las Cooperativas de Seguridad, llamadas Convivir, creadas por Álvaro Uribe durante su mandato como Gobernador de Antioquia, y con el respaldo de la policía, los grandes comerciantes y los ricos hacendados que temían tributar forzosamente a la organización rebelde.

El grupo de choque llegó para dejar, como se leía en los graffiti, el pueblo libre de los guerrilleros. El problema es que este concepto fue siempre demasiado amplio para ellos y cualquiera cupo dentro de esa categoría. Empezó un período de masacres, desplazamiento forzado, descuartizamientos, desapariciones forzadas, tortura, pillaje, quema de viviendas, escarnio y humillación pública, retenes y asesinatos selectivos, y de configuración múltiple por parte de las fuerzas contrainsurgentes. Mataron campesinos pobres (organizados y desorganizados), familiares de guerrilleros, ladrones, drogadictos, presuntos auxiliadores, personas que se resistían a pagar un tributo y conductores. Exterminaron el Sindicato Agrario y asesinaron o condenaron al exilio los miembros de la Asociación de Campesinos de Antioquia. El resultado es un pueblo sin memoria que entendió que organizarse y movilizarse por sus derechos económicos y sociales abre la posibilidad de ser acusado de insurgente y por lo tanto de ser asesinado; un pueblo preso de la propaganda y que como muchos otros no tiene idea qué está en disputa; un pueblo que aprendió el vicio de la obediencia.

De estos crímenes nadie tiene idea ni cuántos fueron cometidos, no se tiene memoria de los nombres de todas las víctimas y ni siquiera se sabe que estos son crímenes de lesa humanidad. Aunque, sin duda, de muchos de ellos supieron en su momento quiénes fueron los perpetradores: aquellos que se paseaban en motos y lujosos carros sin placa, que se sentaban en el parque a departir con la policía, que definían hasta qué horas podían funcionar los establecimientos públicos y realizarse las cabalgatas, que robaban la gasolina, que han repartido semillas para sembrar coca, que tuvieron base en la finca Guacharacas -antigua propiedad de la familia del presidente Uribe Vélez-, que cobraban tributo a los paneleros y que definieron por quién debía votarse a la Presidencia de la República.

Para soportar ese período en que los cadáveres eran arrojados descuartizados en la plaza del pueblo y que muchas fincas de pequeños campesinos fueron expropiadas por la fuerza, las gentes del pueblo recurrieron a la indiferencia, al silencio y al autoengaño. Auque no puede dejar de recordarse como excepción que confirma la regla: el 19 de abril de 1997 fue asesinado Octavio Marín, miembro de la ANUC (Asociación Nacional de Usuarios Campesinos), por quejarse por la exposición de los cadáveres descuartizados para escarnio público.

Después de que se redujo un poco la violencia contrainsurgente, muchos habitantes prefirieron creer que el pueblo estaba muy tranquilo y que las víctimas de algo eran culpables. Claro, era más fácil inculpar las víctimas para ponerse a salvo y justificar el no ejercer oposición a los opresores. De esa manera muchos fueron expropiados de la capacidad de indignación moral. Asimismo, aceptaron convivir con los perpetradores, los legitimaron como operadores de justicia, los apoyaron pasiva o activamente con información, jóvenes desempleados -temerarios o en búsqueda de lucro- se hicieron orgullosamente parte de sus filas, algunos se ufanaron de recibir la visita de Castaño y otros de que Uribe allí no necesitaba protección, otros se jactaron de los contactos privilegiados. Los justificaron (“tan malo, pero tan buen amigo que es”) e incluso no faltó el alcalde que hubiese sido elegido gracias al uso de su coerción y luego les retornara el favor. Con el tiempo, algunos de los financiadores locales -buscados como intermediarios por pobladores que requerían algún servicio de la eficaz fuerza de los mercenarios para resolver conflictos privados-, reconocieron por momentos - en los que consideraban que estos mercenarios se habían “excedido en el uso de la fuerza”, es decir que habían asesinado a quien no debían -que había sido peor la cura que la enfermedad, pero ya era demasiado tarde.

Los mercenarios se presentaron en un tiempo como miembros de las ACCU y después como Bloque Metro. Cuando estos fueron perseguidos casi hasta el exterminio en el 2003 por una alianza de otros bloques mercenarios y por el Ejército, se presentaron bajo el nombre de Héroes de Granada. Ahora se hace propaganda sobre la entrega de armas de éstos últimos en la finca La María y por esa razón tal vez algunos se atrevan a decir que dada su presencia reciente no tienen responsabilidad alguna de los crímenes anteriormente cometidos. Sin embargo, entre uno y otro ha habido un proceso de reorganización constante en la que no todos son nuevos combatientes y que matiza la versión de los relevos. Por su parte, la presunta desmovilización no es garantía de reinserción real y mucho menos de paz, porque ¿cómo puede perderse el miedo cuando las víctimas están obligadas a coexistir con los perpetradores? ¿Quién de este pueblo recuperará el valor de organizarse para reivindicar sus derechos?

Y aunque aún no ha llegado el tiempo de la justicia transicional, ante este evento no se puede evitar preguntarle al Estado, a los mercenarios y a los beneficiarios e incendiarios de la guerra: ¿dónde están los cuerpos de Miguel Ángel Amariles, Francisco Fáber Toro, Luis Alfonso Martínez, Alfonso Peláez, Henry de Jesús Jiménez, Darwin de Jesús Cifuentes, Ramón Octavio Agudelo y Álvaro Carmona Franco -desaparecidos el 14 de agosto de 1996? ¿Dónde queda la responsabilidad criminal y política del Estado por los actos cometidos, por su colaboración y por la omisión cuando pudo haber hecho algo? ¿Por qué quemaron vivo a Elkin Herrera y mutilaron a Rosalba Agudelo? ¿Quedará impune la complicidad de los financiadores locales y de los autores intelectuales de esta sucesión de crímenes? ¿Cuándo van a devolver a los campesinos pobres las fincas expropiadas? ¿Quién y cómo va a resarcir a este pueblo por los daños recibidos? Y miembros de este pueblo: ¿cuándo van a reconocer la responsabilidad moral por el silencio, por abrigar los criminales y por señalar algunas de las víctimas?

Hoy, tal vez ninguno de los miembros de las presuntamente desmovilizadas autodefensas y ninguno de los autores intelectuales sea castigado por los crímenes cometidos. Y quizá no haya respuestas prontas a estas preguntas. Quizá tengamos que esperar quince o veinte años para que haya lugar a la justicia y a la verdad. Pero deben tener claro -como dice Hannah Arendt- que “las bolsas del olvido no existen. Ninguna obra humana es perfecta, y, por otra parte, hay en el mundo demasiada gente para que el olvido sea completamente posible”.