En 1844, a la muerte de Gaspar Rodríguez de Francia, el Paraguay de Carlos Antonio López se encontraba en condiciones de iniciar un proyecto de desarrollo nacional.

Con algunas válvulas para el contrabando, Rodríguez de Francia había cerrado celosamente las fronteras ante el avance federativo de Argentina y del imperio brasileño, creando una economía de subsistencia y aun de abundancia. Hereda don López un país de esas características, con fuerte autonomía económica, pero novato en relaciones internacionales.

Un país isla terrosa, que al igual que Cuba en la actualidad, lidiaba por un proyecto nación en una América Latina que ya empezaba a ser fraccionada por familias tentadas o sometidas a los intereses del imperio británico y, más tarde, en 1900, sobre todo en América Central y el Caribe, por el incipiente pero pujante imperio norteamericano.

El gobierno de López contrata técnicos y tecnología de Europa, se construye el ferrocarril (hoy convertido en asombro de escombros), un alto horno con capacidad de fabricar acero y acomete algunas iniciativas importantes en la educación media.

20 años después, la expansión territorial de Brasil y Argentina más la penetración imperialista de Inglaterra confluyen en una guerra (1864-1870) con Paraguay. Muere más del 70 % de la población y se destruyen todas las bases del proyecto nacional. Una tragedia de proporciones espantosas.

En la “reconstrucción” (¿es posible hablar de un país reconstruido?) ya se observan las bases seguras de las posteriores políticas de sujeción. Dos ejemplos: una compañía inglesa se hace cargo del ferrocarril Carlos Antonio López y millones de hectáreas (entre ellas lo que conocemos por Puerto Casado) son vendidas a empresas de extracción de recursos naturales.

Tanineras, yerbateras y obrajes convierten el país en proveedor de materias primas a la medida de las necesidades de Inglaterra, Francia, EEUU, Alemania. Los grandes intereses económicos de la época habían logrado exactamente su finalidad. Ni más ni menos. El costo, un millón de vidas, deja el país de bruces.

En 1900, terminado “el período de reconstrucción” con gobiernos tutelados principalmente por Brasil, cuyo ejército había ocupado el país, se desarrollaría una historia de golpes y contragolpes militares por alzarse con las migajas del poder destruido. Un país quebrado moralmente y sometido a discutir rencillas intestinales es la consecuencia natural de la destrucción y la expropiación del sentido colectivo, del proyecto nación. La posterioridad sería reflejo de las ruinas de la sumisión, inalterable e inocultable reflejo de la daga herrumbrada en las tripas de nuestro pueblo.

Una expresión clara de esta división la constituirían los partidos tradicionales nacidos en los escombros: los hoy Partido Colorado y Partido Liberal Radical Auténtico. De 1900 a 1922, Paraguay no conocería un poder público estable ni hablar de un plan de desarrollo sostenido. El Estado, botín de rufianes; el pueblo, disperso en aldeas muy alejadas de los centros de decisión con la vieja ilusión de vivir y procrearse.

Los paraguayos recuperan su sentido de nación sólo en la inminencia de otra guerra, la del Chaco (1932-1935). Como ocurriera en la Guerra Grande, se echa andar una propaganda nacionalista utilizándose, aunque vilipendiado por los pensadores colonizados, el código lingüístico común: el guaraní.

El pueblo se siente llamado naturalmente al martirio para defender una tierra, el Chaco, de la que tenía muy poca información. Se desataba así otra guerra. El tratado de paz ya se escribe con un trasfondo que marcaría a sangre y fuego las expansiones geopolíticas contemporáneas: el petróleo.

A su regreso, varios oficiales del ejército se sienten con el derecho “natural” de ocuparse del gobierno. Rebelados contra la inefable rutina del arado y los bueyes, miles de héroes de aquella contienda cambian cuchillos por pistolas en la faja, chacra por tabernas y plantan pastos para la guerra civil de 1947. Nuestros padres se encontraban ante otra tragedia que expulsaría a cientos de miles de paraguayos, utilizados luego como manos de obra en el “granero del mundo” de esos tiempos en Misiones, Chaco y Formosa, Argentina; la Argentina del vino, los gendarmes, el dulce de leche, tangos, chacareras, chamamé, Perón, Evita, clase obrera, derecha e izquierda, muerte y liberación.

Entre ruina y diáspora, las venas abiertas recorren el centro del Sur y tejen la tela que cubrirá de oscuridad nuestras recientes generaciones. El partido triunfante de la guerra civil, con discursos trasnochados de nacionalismo folklórico, encuentra una forma de consolidarse en el control del Estado, sembrando una de las dictaduras más largas del continente. Esta dictadura institucionaliza el saqueo, regala tierras y negocios a sus cuates y convierte el partido en el único filtro para la promoción social.

Apuntalada por los EEUU, en el contexto de la Guerra Fría, esta dictadura extermina todo germen de lucha popular. Descabeza organizaciones irredentas, tortura a miles de compatriotas y expulsa a personas que se oponen a lamer las botas del general. El pueblo pierde a muchos de sus representantes genuinos en las artes, las ciencias. El período de estabilidad, llamado de orden y progreso, vendrá acompañado por grandes obras en un país que hasta el 70 no era más que un puñado de aldeas aisladas. También cristaliza el modelo económico latifundista, agroexportador, seudocomercial que hasta hoy padecemos.

Al cierre de los 80, el nuevo orden económico de liberalizar mercados, flexibilizar el trabajo,... ordena un tipo de democracia para este país como para otros de América Latina y el mundo. En su burbuja de déspota, Stroessner se resiste a las nuevas coordenadas del orden mundial. Ya no era tiempo de denostar contra el comunismo, de matar a la gente por pensar distinto; era época del “fin de las ideologías”. Wall Street había vencido la guerra. Epoca de las trasnacionales, del capital financiero, del flujo de capitales golondrinas, de apropiarse de servicios esenciales como la luz, el agua, el teléfono. El Estado, un ogro que no permitía el crecimiento económico.

Así como el capital de los 40 y 50 construyó en América Latina estados gendarmes, ahora había que destruirlos, convertirlos en estados mínimos. El resto para el mercado, las empresas privadas, el éxito en las universidades. El mundo visto como expresión del capital, del consumo, del dios dinero. Hablar de reforma agraria una ilusión; contestar el dominio estadounidense una utopía. “No tenemos opción: o estamos con el éxito o el fracaso. EEUU es la única potencia en el mundo”, decía el entonces ministro de Defensa Carlos Romero Pereira, en marzo del 2003, justificando lo que parecía inminente: el envío de tropas a Irak.

Hoy, y desde unas décadas atrás, EEUU mantiene permanente presencia militar en nuestro país a través de sus programas de formación. Hoy, un puñado de personas controla más del 80% de las tierras, entre las cuales, Puerto Casado, de la Secta Moon, con 600 mil hectáreas. Sobre la destrucción del estado nacional por rufianes se ha intentado sepultar nuestra memoria. Este es un humilde intento por desenterrar una partecita de ella.