Tan de cabeza está el Perú que a los alabarderos, testaferros elegantes de los grandes conglomerados de negocios y finanzas y una que otra industria, llamamos: “empresarios”. Y no cesan de proclamar sus respaldos, por estúpidos que sean, entre sí: ahora la Confiep y Adepsep han dicho que también se incluyen en queja de la SNMPE al Vaticano, contra los curas que ellos llaman ideologizados. Es obvio que a vista y paciencia del mundo, el proceso de estupidización corre acelerado e imparable.

El señor José Miguel Morales de la Confiep (organización que respaldaba al delincuente Kenya Fujimori) dice: “Soy católico practicante, pero no puedo ir en contra de la minería, que apoya y promueve desarrollo en los pueblos alejados, donde el mismo Estado no llega”. Por supuesto, este individuo jamás se pronunciará por la revisión de los contratos-ley, en torno a las exenciones tributarias que gozan las grandes empresas mineras o pediría investigar los festivales de favores bancarios en que han incurrido muchos de sus amigotes. ¡Es un buen cristiano, sin lugar a dudas!

La globalización ha estandarizado o uniformado un sistema violento de opresión que tiene armazones legales, legalistas muy útiles a los grupos poderosos. Las planillas de empleados que en Perú se hacen llamar empresarios, son abultadas. Ninguno es dueño de nada, todos hablan en nombre de otros más poderosos y con mando. En las nóminas, los testaferros son leales sólo si cumplen con el plan de ganancias y no importa de qué se valgan: trampas, sobornos, coimas, licitaciones hechizas, en suma, corrupción al por mayor. Así se compran los resultados de los estudios de impacto ambiental, las licencias para denuncios mineros y la facultad para que el Estado proteja con sus armas cualquier desmán o abuso so pretexto de la inversión.

La violencia del Estado es el modo formal en que los grupos de poder contienen la avalancha popular que pugna por mejores condiciones de vida. En dictaduras no hay dique ni freno, por eso se producen las matanzas y el crimen selectivo. O los regalos en forma de concesiones o privatizaciones. Pero también ocurre lo mismo cuando imperan las llamadas democracias. En nombre de la sacrosanta inversión, se regalan grandes porciones del país, puertos estratégicos, riquezas que pueden merecer mejor explotación y casi siempre, el factor popular, el hombre trabajador, se lleva la peor parte o la miseria de lo que sobra. ¡Es otra forma de violencia la que ejercen con sus leyes ad hoc los grupos empresariales miopes y envilecidos!

A esta explotación moderna se agrega la complicidad palmaria que brindan los medios de comunicación que sólo informan lo que conviene al rico poderoso que paga muy bien las tandas publicitarias y remunera a los mercenarios que hablan bien de ellos en la televisión, radio y prensa escrita. El sistema funciona así. Jamás se ponderará la opinión del menos favorecido ni se dirá la verdad real de cómo se está afectando el proyecto de vida de las comunidades. El cura o sacerdote siempre será un buen pretexto para empañar la legítima aspiración popular y los logreros políticos miopes que se oponen por inercia a cualquier inversión también brindarán expediente fácil a estos mismos medios.

¿Quién castiga a los testaferros elegantes que se hacen llamar empresarios, cuando no son sino vasallos de quinta o sexta categoría de empresas con sede en ultramar, o a los cómplices del hundimiento indigno de sus masas ciudadanas vía inversiones productivas sólo para un lado y obliteradoras de lo que debía ser un plan nacional que incluya como motor fundamental a la población? ¡No hay mineral, ni puerto, ni frontera, ni cosecha, que sirva un ardite, si no es para que el pueblo goce de sus precios e invierta en su futuro sostenido y por los próximos 100 años!

¿Empresarios o testaferros elegantes!

¡Atentos a la historia; las tribunas aplauden lo que suena bien!

¡Ataquemos al poder; el gobierno lo tiene cualquiera!

¡Hay que romper el pacto infame y tácito de hablar a media voz!