Más de quince millones emparrandados en cada puente. 300.000 menos cuando termina cada año. Dicen que hay 27 millones de desarrapados que miran incrédulos por televisión a menos de cinco mil en Colombiamoda. La postmodernidad y el primitivismo unidos por unas carretas tiradas por caballos que, como si fueran comisionados, se niegan a desaparecer, y por genios lúcidos “encabezados” por Rodolfo Llinás. Somos contradicción elemental: No hay vueltas en los puestos de ventas por que si las dan se quedan sin vueltas. Con diez espacios libres se cierran los parqueaderos públicos gratuitos porque se necesitan espacios libres para parquear. Se violan semáforos y se gastan bocinas para anunciar una llanta pinchada o una puerta abierta, y hay cerradas a muerte porque sí o porque no cien metros adelante. Le echamos los vehículos a los peatones y a los ciclistas para depositar la moneda de doscientos en las manos mendigas. Se gastan más de dos años decidiendo si un alcalde puede ser alcalde en su período de tres.

Por eso se puede creer de acuerdo con las frías cifras que la década pasada, para no ir más lejos, fue perdida. El final del siglo XX representó para Colombia un retroceso de 20 años en términos de desarrollo, entendido como incremento en los niveles de vida probable y de vida digna. Y los tiempos que corren no presentan los mejores augurios.

La primera causa que se aduce para explicar el fenómeno es la violencia. Y es verdad. Porque, y eso es difícil de reconocer, violentos somos la mayoría: los que, en promedio, cada dieciocho minutos le arrebatan la vida a un compatriota. Los que, en promedio, cada cinco minutos realizan una agresión con arma contundente. Los que, en promedio, cada ocho minutos incurren en maltrato intrafamiliar. Los que, víctimas o victimarios, perecen en un accidente de tránsito cada noventa minutos, en promedio. Y para colmo, los que, como sucede en la mitad de todos y cada uno de esos casos, han ingerido alcohol u otra sustancia sicotrópica.

Estamos fraguando intencionalmente nuestro propio presente y anulando nuestro futuro. En sus informes de Forensis, Medicina Legal llama la atención sobre los vacíos de una política pública de intervención en el homicidio. En el ámbito nacional, más allá de los lemas, de los bonos, de las reformas tributarias y de las caravanas turísticas, escasean, con la excepción de Bogotá, acciones en defensa de la vida que sobrepasen los límites del conflicto armado, que se alza con casi todo (los 2.300 millones de dólares del Plan Colombia, los más de ocho billones de pesos en el 2005, las dos o tres próximas reformas tributarias. Pero de la “otra violencia” casi nadie habla, salvo en las efemérides, aniversarios y balances, cuyas frías cifras no sobreviven, en promedio, la memoria de ese día.

Pero inevitablemente, la culpa de todo la tiene el otro, o los otros, cuando somos pluralistas, porque desconocemos el significado del verbo asumir, tan de moda a la hora de dar la cara y tan ausente al momento de darse la pela.

Como si alguno de nosotros fuera apto para tirar la primera piedra. Porque, más que por jacarandosos y joviales o por “honestos y trabajadores” o incluso por violentos y folclóricos, a los colombianos se nos debe distinguir de los demás especímenes de la raza humana por un adminículo que nos acompaña desde que tenemos razón, así no hagamos uso de ella, y que nuestros congéneres de otras latitudes perdieron (a falta de ejercitarlo) en alguna etapa de su evolución. Es el rabo de paja.

El cuchuflí ese es como el sex appeal, como la química de los sexos o como el sabor de Quatro, que nadie puede describir, pero todos saben qué produce y cómo se manifiesta.

Pero esa extensión simbólica de los colombianos no es patrimonio de los famosos ni del jet-set de la política y la administración pública. La misma pregunta acerca de la descripción del rabo de paja vale para los taxistas que no tuvieron infancia y cargan con su “muñeco” a bordo, para los usuarios de pesas y gramajes que, a raíz de la miopía y de la niebla invernal siempre se equivocan con el cliente; para los que piden el triple para rebajar a la mitad, para los que disfrazan el carro y el televisor para venderlo a precio de quema, para los que firman, reciben o portan recomendaciones, para los que negocian con puestos, cuerpos y almas... En fin, para un sinnúmero (si nos atenemos a la renuencia del DANE a contar los que nacen y los que mueren en este país) de compatriotas que tenemos incrustada en el ADN esa porción corpo-moral que nos identifica más que las placas dentales o las huellas dactilares.

Menos mal no todos son tan osados como para desafiar el viejo refrán que nos aconseja no arrimarnos a la candela. De lo contrario habría que declarar a todo el territorio nacional como pabellón de quemados.

Aunque quizás no todo esté perdido. Dicen los científicos norteamericanos, según el New York Times (cuya publicación no le resta mérito de veracidad) que luego de ingentes esfuerzos han podido por fin encontrar las células donde se originan los sentimientos sociales, la conciencia y un sinnúmero de emociones humanas, como la vergüenza y hasta el reconocimiento de expresiones faciales en otras personas. Los neurocientíficos aseguran que han encontrado el lugar donde se produce el sentimiento moral en el individuo.

Se trata de las células spindles, ínsulas, cingulate anterior y la corteza frontoinsular, ubicadas en las regiones que diferencian nuestros cerebros (con algunas notables excepciones) de la materia gris de los demás mamíferos.

Como se ve, el futuro de la especie humana, y especialmente de la que habita la esquina noroccidental de Suramérica, no es tan oscuro como parecía, digamos, hace dos semanas. Basta que entre en funcionamiento el TLC para que nos permitan importar dichas células (de las cuales evidentemente carecemos) para solucionar algunos de los problemas más apremiantes.

Habilitadas dichas células lo primero que caería sería el mismo TLC, y le seguirían como en una hilera de dominó el proyecto de reelección inmediata, el Plan Colombia, una parte del gabinete, una parte del Congreso, una parte del Concejo, una parte de la prensa (amarrada pero irresponsable), una parte de la dirigencia deportiva, las malos días con Jotamario, buena parte de las tallas 34 para arriba en brasieres, todos los ratings de sintonía, los matrimonios por conveniencia (y los puestos y fortunas derivados de ellos), una parte de los buenos vecinos nacionales e internacionales, buena parte de las elecciones del pasado reciente y funcionarios del presente... en fin.

Sería la gran solución... por lo menos mientras llegan pirateadas y falsificadas a San Andresito o aparece quien regule su expendio con el pretexto de defender con ello las instituciones y la ley.