Entonces, dos siglos atrás, las noticias no corrían a las espectaculares velocidades de hoy. En Brasil, el reino portugués imponía a sangre y fuego su dominio colonial y en el Perú, España hacía lo propio a través de virreyes, corregidores, soldados e instituciones que trasplantaron a la fuerza. En Europa, el germen de la Revolución Francesa abría una etapa de la historia cuyas consecuencias llegarían a las tierras indoamericanas para madurar en conspiraciones, revueltas y gritos emancipadores.

En 1780, en Yanaoca, Cusco, José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru II, proclamaba la independencia del Perú, liberando a los esclavos y mitayos, suprimiendo los tributos y se impuso sobre los españoles en la batalla de Sangarara.

Tiradentes con otros conjurados pocos años después soliviantaba a las almas libres del Brasil de entonces con planes insurreccionales de gran formato y futuro como Darcy Ribeiro se encarga de contar en la magistral conferencia que consignamos completa en esta entrega.

Diez años más o diez menos, en aquel tiempo era un período casi paralelo. Y la semilla libertaria contra la opresión de españoles y portugueses en la América del Sur, había encontrado sus gonfaloneros y portaestandartes lúcidos y heroicos: Túpac Amaru II en Perú y Tiradentes en Brasil.

En Tinta, Cusco, el valetudinario Túpac Amaru II fue derrotado por un número superior de tropas realistas que le infligieron un traspiés definitivo el 6 de abril de 1781. Pocos meses después, el 18 de mayo de ese año infausto, Túpac Amaru II fue ejecutado y halado por cuatro caballos, le cortaron la cabeza y la pusieron en una pica que plantaron en Tungasuca y Carabaya, dos pueblos andinos que en vida recorrió el héroe. En 1792, Tiradentes fue descuartizado por cuatro bestias que le desmembraron inmisericordemente y su cabeza fue también expuesta y empalada.

La opresión lusitana y española se hermanaban en la barbarie de sus prácticas opresoras. El heroísmo emancipador y libertario de Tiradentes y Túpac Amaru II, encontraba en la similitud de sus gestas, cala profunda en el alma nativa de nuestros antepasados.

Ayer, Tiradentes y Túpac Amaru II, afrontando a portugueses e hispanos, representantes de coronas decadentes y anacrónicas. Hoy, brasileros y peruanos, procurando caminos ambiciosos en búsqueda de la justicia social ante nuevos enemigos disfrazados de tecnología pero con propuestas iguales de indignas y deshonrosas para nuestras naciones.

Dejemos que el ilustre desaparecido ex-senador, historiador y antropólogo Darcy Ribeiro, devoto de su Minas Gerais natal, nos cuente la epopeya de Tiradentes. En ocasión de una visita que le hice en Sao Paulo, Darcy, me autorizó a reproducir este texto hace ya de esto varios años. Hoy, a la vuelta de más de una década, consigo hacerlo para que en su lectura, peruanos y brasileros, podamos recordar momentos cenitales de nuestras respectivas historias nacionales. (Herbert Mujica Rojas)

Tiradentes, mártir y héroe del Brasil y Latinoamérica
*por Darcy Ribeiro

Evoco hoy, aquí a algunos pocos, bravos hombres. Eran poetas, magistrados, empresarios, sacerdotes, militares, todos ellos mineiros (nacidos en el estado brasilero de Minas Gerais). Personas inverosímiles para una revolución. Fueron ellos, sin embargo, quienes hace doscientos años prefiguraron el Brasil que ha de ser y se alzaron para edificarlo. Aquello mineiros subversivos no atisbaron apenas los sueños libertarios de un Brasil utópico, sino que lucharon para concretarlos, plantando en el suelo del mundo una patria libre y soberana, próspera y feliz. En la lucha por esa causa mayor dieron y perdieron sus vidas. Uno de ellos, ahorcado. Los demás, en el destierro en Africa, donde murieron desengañados.

Entre ellos uno se destacó con honor. Fue Joaquim José da Silva Xavier, el Tiradentes. Al contrario de sus compañeros, ricos y letrados, Tiradentes era un hombre del pueblo. Su saber era hecho de experiencia, en su vida de tropero, minero, de curar enfermos, de dentista famoso y alférez. Pero, sobre todo, de conspirador. Debido a esas cualidades y a su talento de estadista, revelado últimamente por el revisionismo histórico, fue elegido como cabeza de la conspiración, imponiendo su mando a tantos hombres poderosos y letrados de la élite de Ouro Preto.

Hombre entre hombres

Tiradentes fue proclamado por todos como el principal, por su fervor republicano;
su confianza en los mazombos (criollos) brasileros para construir un país próspero y transformarlo en una gran nación; su temeridad para acciones subversivas, contra el orden vigente y todo su aparato de dominación y opresión.

Evocamos los pensamientos y las acciones de aquellos conspiradores subversivos de Ouro Preto, doscientos años después de los días, de los meses, de los años –parejos a los de la Revolución Francesa- en que conjuraron, conspirando y planeando, tanto la lucha que deberían iniciar como la reconstrucción de Brasil, según su propio proyecto.

Un Brasil al servicio de su propio pueblo

Todos tenían la certeza de que, unidos, pondrían las riquezas de Brasil al servicio de su propio pueblo. Deseaban crear aquí una república semejante a la que la América inglesa estaba creando en el norte, con su autonomía y libertad, en la búsqueda de su propia felicidad. Aspiraciones elementales, se podría decir hoy, si no fuesen tan actuales e incumplidas. ¿O no es verdad que, actualmente, a muchas personas aún les parece demasiado osado pensar en el desarrollo autónomo de Brasil, en su reconstrucción al servicio de su propio pueblo?

Los conspiradores mineiros se inspiraban tanto en el ejemplo norteamericano como en las ideas libertarias que recorrían el mundo y surgirían, simultáneamente, en la Revolución Francesa. Su fe mayor era en el derecho de los pueblos a vivir en libertad, gobernándose a sí mismos. Detestaban la tiranía colonial portuguesa, su forma brutal y arbitraria de gobernar y su ganancia sin límites.

Libertad aunque sea tarde

Sobre estas bases se conjuraron para planear una República Brasilera, libre, soberana y próspera. Tendría una bandera blanca, con un triángulo rojo en el centro, que evocaría la santísima trinidad y tendría inscrito el lema virgiliano: Libertas quae sera tamem, es decir: Libertad, aunque sea tarde. El himno nacional sería el Canto genetlíaco de Alvarenga Peixoto:

Estes homens de vários acidentes
pardos e pretos, tintos e tostados,
Sao os escravos duros e valentes,
Aos penosos trabalhos acostumados.
Eles mudam aos rios as correntes,
Rasgam as serras, tendo sempre armados
Da pesada alavanca e duro malho
Os fortes bracos afeitos ao trabalho

Admirable cuerpo de ideas

Aunque tenían cuidado de no dejar ninguna prueba escrita que los pudiese incriminar, los conjurados debatieron mucho hasta establecer las bases de lo que sería la República Mineira, al menos, y probablemente la Brasilera, a través de la adhesión de otras provincias que ellos estaban induciendo a la rebelión, principalmente la de Río de Janeiro y la de Bahía.

Aunque, teniendo en cuenta aquellas circunstancias, sea un despropósito exigir de los subversivos mineiros una Constitución escrita y un programa de gobierno, es por lo menos de admirar el cuerpo de ideas que se debatieron. Según los testimonios que se leen en los autos del proceso:

 Sería una república parlamentaria, con un parlamento en cada ciudad y uno central, probablemente en Sao Joao del Rei.

 El camarista Gonzaga gobernaría durante los tres primeros años y después habría elecciones anuales.

 No habría ejército oficial, pero todos los ciudadanos tendrían sus propias armas y servirían, cuando convocados.

 Los sacerdotes colectarían diezmos para mantener las escuelas, las casas de caridad y los hospitales en sus parroquias.

 Se crearía una universidad en Ouro Preto.

 Los esclavos serían liberados, comenzando por los mulatos.

 La república concedería premios a las mujeres que tuviesen y criasen muchos hijos.

 Las deudas con la fiscalización portuguesa serían perdonadas.

 Habría plena libertad de comercio con las otras naciones.

 Serían abolidos los monopolios reales.

 Se crearían industrias, primero de hierro y pólvora, después de cualquier tipo de manufactura.

Brasil de y para los brasileros

Tiradentes tenía la total seguridad de que podía crear en Brasil una república mejor y más próspera que la de la América inglesa, porque habíamos sido mejor dotados por la naturaleza, contando con recursos minerales de inmensa riqueza, y nuestras ciudades eran más bellas y más cultas que las norteamericanas. Osado y ardiente, Tiradentes decía a quien le quisiese oír: “Si todos quisiéramos, podríamos hacer de este país una gran nación”.

También repetía con frecuencia: ¡Ah, si todos tuvieran mi ánimo! ¡Brasil sería de los brasileros!”. Irritado con los cobardes, exclamaba: “Usted es de los que le tienen miedo al bacalao!”. Esto se puede leer en los autos del proceso.

Asumió responsabilidad sin denunciar a nadie

También allí, en su testimonio, el teniente Joao Antonio de Melo nos cuenta que Tiradentes lo adoctrinaba diciendo: “Este país de Minas Gerais era riquísimo, pero todo lo que producía se lo llevaron para fuera sin dejar en él nada de la gran cantidad de oro que de él se extrae; que los quintos (impuesto referente a la quinta parte del total extraído) tampoco deberían salir, y que los oficios (puestos de trabajo) deberían ser para los hijos de estas minas para que sirviesen de dote a sus hijas y diesen sustento a sus familiares. Que hacía poco tiempo, un General se había despedido de este país cargado de dinero y había llegado otro para hacer lo mismo”.

En sus propias declaraciones, Tiradentes primero se negó a confirmar su intención de realizar una sublevación. Después, al ser confrontado, admitió todo lo que sus inquisidores ya sabían, pero sin denunciar a nadie. En su cuarta declaración habría dicho: “Que era verdad que se premeditaba una sublevación y él confesaba ser quien había ideado todo, sin que ninguna otra persona lo indujese, ni le inspirase nada y que una vez proyectada la mencionada sublevación.... pensó en la independencia que podría tener este país, y comenzó a desearla y, finalmente, a organizar de qué manera podría realizarla”. En uno de sus argumentos, admitió que: “....las potencias extranjeras se admiraban de que la América portuguesa no se sustrajese de la dependencia de Portugal y que ellas deseaban favorecer ese intento”.

Luminosidad de ideales libertarios

Evocamos a los conjurados de Ouro Preto, dos siglos después de sus conspiraciones subversivas, de su sufrimiento en la cárcel, de su juicio y condena.

Sobre sus pensamientos y sus hechos pesan doscientos años de silencio, de calumnia y durante los cuales sólo se intentó esconder la extraordinaria hazaña de soñar y luchar para crear en el mundo real una nación brasilera feliz, libre y soberana.

Se entiende que los reyezuelos y gentes nativos de la opresión colonial lo hiciesen así.
Ellos precisaban esconder la grandeza, la generosidad, la lucidez de los conspiradores mineiros. Es doloroso ver tantos Norbertos, tantos Capistranos e, incluso, pretensos historiadores académicos de nuestros días asumiendo la misma postura de duda, de reticencia, haciendo todo lo posible para degradar, minimizar aquel hecho, el gran orgullo ideológico nacional, y que si hubiese salido victorioso habría colocado a Brasil entre la vanguardia de las naciones que lucharon por la república y por la libertad.

A pesar de vencidos, aquellos subversivos de ayer dejaron la gloriosa memoria que debemos salvaguardar, de la luminosidad de sus ideales libertarios y de la generosidad de sus planes de reorganización de la sociedad brasilera. Lamentablemente, lo que hoy prevalece en nuestros textos históricos es la tibieza, la cobardía de los tristes escribas que, incapaces de cualquier acto de grandeza, de heroísmo y de idealismo, necesitan negarlos en todos los demás.

Historia para ser rescatada de entre las deformaciones

Es debajo de esa capa de tantas décadas de falsedad, de calumnia, de deformación, que tenemos que excavar la verdadera historia de aquellos hombres bravos, de aquellos días agitados. Pasaron casi cien años, hasta que se logró derrocar del poder a la familia lusitana reinante que aplastó la subversión mineira. De hecho, la muerte de Tiradentes ocurrió en 1792.

La República sólo se proclamó en 1889. Una República tibia, regida por los antiguos ministros del Imperio, que detestaban cualquier tipo de osadía libertaria. No fue por acaso que fueron los últimos hombres de Estado, en el mundo, que acabaron con la esclavitud, pilar del Imperio que cayó con ella.

Solamente después de la Revolución de 1930 surgió un Brasil nuevo, predispuesto a reformar la nación para hacerla servir a su pueblo. Solamente años más tarde, en 1936-1938, fueron publicados los autos del proceso, que permitirían revaluar la extensión, la ambición y la grandiosidad de la hazaña de Ouro Preto.

En el transcurso de aquellos largos años, la principal obra de los historiadores –salvo rarísimas excepciones- fue esconder la gran hazaña de los mineiros, borrarla de la memoria nacional. Primero, denominando la Conjuración con el nombre de Inconfidencia Mineira.

Inconfidencia quiere decir denuncia. En realidad, esa denominación puede ser correcta para quien desea glorificar, no a los héroes sacrificados y sí a los delatores que denunciaron a los conspiradores con el objetivo de lograr el perdón de sus deudas fiscales, o simplemente para adular a los poderosos de turno. Viene de ahí ese hecho inédito y llega a ser inimaginable que un pueblo llame denuncia o inconfidencia a la gloriosa epopeya de sus mayores héroes mártires de la liberación.

Ironías y calumnias

El peso plúmbeo de ese silencio y de esa calumnia fue tan grande que llegaron a ocurrir hechos verdaderamente teratológicos. Por ejemplo, en nuestra querida ciudad de Río de Janeiro, a la que Tiradentes tan eficazmente sirvió, donde los subversivos mineiros sufrieron años de prisión y donde el propio Tiradentes fue sacrificado, ocurrió un vergonzoso escarnio. Efectivamente, en la entonces llamada Plaza de Lampadosa, hoy Plaza Tiradentes, donde fue ahorcado y descuartizado, el héroe a quien se rinde culto es el nieto de María La Loca, que ordenó su condena, muerte y degradación: D. Pedro I. No sería creíble semejante desfachatez, si no estuviere allí la mayor escultura ecuestre de Brasil, mofándose de la memoria de Tiradentes, en el exacto local donde él fue ahorcado.

Las situaciones y episodios en que encontramos los mismos prejuicios y la misma mala disposición hacia los héroes mineiros, especialmente contra Tiradentes, son innumerables. Unos le exigen el título de médico y le tratan de curandero, en una época en que no existía ninguna facultad de medicina en este país, apenas para menospreciar sus conocimientos sobre las enfermedades y los remedios. Unicamente le reconocen la condición de dentista, pero reducida a la imagen del hombre de botica, el sacamuelas de los caminos, mientras que testimonios históricos aseguran que tenía una extraordinaria habilidad en las artes odontológicas.

Se entrevistó con Jefferson en París

Estos tristes historiadores de corazón pequeño no quisieron examinar jamás las evidencias, muchas, de que Tiradentes estuvo al lado de otro brasilero, aún no identificado, que se entrevistó por largo tiempo con Thomas Jefferson en el sur de Francia, buscando apoyo norteamericano para la guerra de liberación del Brasil.
La copiosa documentación, ya acumulada y analizada, no autoriza dudas sobre la grandiosidad y el sacrificio de los conjurados, así como sobre la complejidad de sus planes y la coherencia de sus articulaciones, cuyo objetivo era la sublevación libertaria. Lo que nos hace falta es, todavía, corazón para sentir su llamada de grandeza. Lo que nos hace falta es, también, alma para adueñarnos de su heroísmo libertario es lucidez para retomar su coraje utópico de proyectar el Brasil del futuro. Nos falta, principalmente, dijo el poeta, la cara para heredar las hirsutas barbas de Tiradentes, nuestro héroe mayor.

Tiradentes es, para mí, Ouro Preto, en la belleza de sus iglesias, en la dureza de sus piedras, en la pureza de sus aguas, en las matracas de la Semana Santa, en el silencio de su pueblo que vive, vigila y espera. ¿Dónde, en Minas, hay, un magistrado subversivo? ¿Un poeta revolucionario? ¿Un cura conspirando contra el orden? ¿Un empresario osando soñar con un Brasil autónomo y próspero, de prosperidad generalizada para todos?

Nada de eso se encuentra más en mi pueblo escarmentado por el suplicio de sus héroes. Todos bajaron la cabeza, sumisos, serviles, se entregan a la larga, secular, espera. Espera por otros héroes señalados que convoquen Minas, una vez más, para el sueño utópico y para la lucha revolucionaria. De eso vive la dignidad que sobrevive en Minas, del recuerdo cálido de aquellos días, del recóndito deseo de que vuelva la altivez, la vergüenza y la combatividad.

Pasión por la tierra mineira

Hablo esta charla mía, tan atento a la historiografía revista como el sentimiento que nace de mi pasión por los insurgentes de mi tierra mineira. Vamos a reconstituir aquí, resumidamente, paso a paso, aquellas minas prístinas del oro y de la codicia, de la opresión colonial y de la esclavitud. Pero también, y al mismo tiempo, de la creatividad cultural, de la temeridad utópica y de la subversión libertaria.

Todo comenzó cuando unos mestizos de Sao Paulo, después de buscar persistentemente durante siglos, encontraron la mayor mina de oro que jamás se vio. Tan grande, que aquellas tierras asumieron el nombre de Minas Gerais. Todo lo que había allí parecía oro.

La noticia de tal prodigio se propagó rápidamente, llevando multitudes hacia aquellas tierras, hasta entonces intocadas. Llegaban de todas las provincias, principalmente de Bahía, Sao Paulo y Pernambuco. Muchísimos, demasiados, llegaron de Portugal. Se peleaban mucho entre sí, principalmente los lusitanos y los bahianos contra los pioneros de Sao Paulo.

Los tumberos, esclavitud y muerte

Pero quienes fueron para allá en mayor número, no habían elegido Minas como su local para vivir y morir. Fue el millón de esclavos cazados en Africa. Traídos para acá, mar adentro, por los tumberos (así llamados porque los navíos negreros parecían verdaderas tumbas de tantas personas que morían –de 30 a 40%- durante el viaje). Vendidos en la playa y a partir de allí conducidos a fuerza de látigo, atados unos a los otros por collares, grilletes y cadenas, en los convoyes en los que se autoconducían durante más de 200 leguas, desde los puertos hasta las altas montañas de Minas. Fueron esos negros los que hicieron el substrato genético del pueblo mineiro. Fueron esos negros los que edificaron las ciudades. Fueron esos negros los que juntaron tanto oro que multiplicaron por tres la cantidad de oro existente en el mundo.

Pocas décadas después del descubrimiento, Minas ya era la provincia más poblada de las Américas. Enseguida era la más rica, y sus ciudades movidas por un florecimiento cultural tan intenso como pocas veces se vio. Allí surgieron, casi en el curso de dos generaciones, varias cabezas brillantes en diversos campos de las artes, de las letras, de la música y, también, de la conciencia crítica y del pensamiento político.

La luz entre las tinieblas

Ese milagro cultural es lo que nos quedó de la inmensa riqueza arrancada de las minas. La mitad de ella pagó los esclavos que se importaban –uno de los negocios más lucrativos que el hombre blanco ya emprendió. Otra montaña de oro fue para Portugal.
Para la Corte, que comenzó a llevar una vida de fausto, exigiendo anualmente un mínimo de cien toneladas de oro para costear sus lujos. Una gran parte de ese oro fue a parar a Inglaterra. Apenas en eso fue fecundo: allá costeó la modernización de la sociedad inglesa y financió la Revolución Industrial, que crearía una nueva civilización.

Lo que permaneció en Brasil fue el moreno pueblo mineiro hundido en la pobreza, fueron las iglesias que aquí se edificaron, se adornaron, dando al barroco moderno
una nueva y singular dimensión. Fue el florecimiento cultural de Minas, que además de la arquitectura de las iglesias, de una extraordinaria escultura, también nos dio una pintura, una música e, incluso, una literatura, la más elevada que conoció Brasil. Minas nos dio, pues, el talento musical de Lobo de Mesquita, la creatividad plástica del maestro Ataíde, la poesía lírica de Claudio, el pensamiento crítico de Gonzaga, la genialidad de Aleijadinho, la fibra heroica y utópica de Tiradentes, lector lúcido de la Constitución norteamericana, militante de la Revolución Francesa.

El milagro de los héroes

Yo que viví una gran parte de mi vida creando y reformando universidades, siempre miré con asombro aquel milagro extraordinario. Admito que puedo formar cuantos físicos, dentistas, médicos, abogados me pidan. Mil o diez mil, es lo mismo.

Lo que no sé hacer es un sólo Aleijadinho. Ni un único Tiradentes. Nadie sabe. El milagro surge escasas veces y, donde nace, florece como una creatividad singular y nueva, como la flor que brota, inesperada, contrastando con todo lo que hay a su alrededor.

Ya que hablamos de Aleijadinho, déjenme protestar aquí por lo que también se hizo en contra de él, reduciendo su imagen a una caricatura grotesca, como ocurrió con Tiradentes.

Se dice que Aleijadinho se arrastraba como un batracio. Sus esclavos tenían que conducirlo, andamios arriba, para esculpir sus espléndidos medallones, como los de la iglesia de San Francisco y tantas otras obras, realizadas durante sus últimos años de vida. Todo basándose en las declaraciones dadas por una nuera, cuarenta años después de su muerte y que no le conoció.

Aleijadinho un bello mulato; Tiradentes con cara de Cristo

Con Tiradentes ocurrió lo mismo. Los historiadores se deleitaron afirmando que era feo, que tenía los ojos saltones. Que incluso era repulsivo y que la tosca y ruda elocuencia con que hablaba provocaba más miedo y asombro que admiración.

A los dos les quisieron hacer santos. Tiradentes, retratado con cara de Cristo, besando las manos y los pies del verdugo que lo iba a ahorcar. Aleijadinho, ya sin manos, esculpiendo con las herramientas atadas a los muñones de sus brazos, Todo mentira. Yo los imagino espléndidos. Aleijadinho, un bello mulato como las mejores imágenes que esculpió. Tiradentes, como un bravo guerrero libertario.

La mayor evidencia del empeño para minimizar la figura de Tiradentes, para esconder todo el relieve de la Insurrección mineira, es el tratamiento ofrecido, hasta hace poco tiempo, a su presencia junto con la de otros mineiros en la reunión que hubo en el sur de Francia, entre los conspiradores mineiros y Thomas Jefferson, embajador plenipotenciario de la América inglesa en la Corte de París.

Existen suficientes evidencias, presentadas originalmente por Rodrigues Lapa y, después, en gran abundancia, por Helena Brants, basadas, primero en las declaraciones de Antonio de Oliveira Lopes y refrendadas, después, en numerosa documentación, indicando que el seudónimo Vendek, referente a dos emisarios brasileros, se refería, muy probablemente, a Tiradentes y posiblemente también al padre Rolim.

Por la libertad de Brasil

Las declaraciones del inconfidente Antonio de Oliveira Lopes no podían ser más expresivas. Después de delatar, en una primera declaración, a su primo Domingos Vital Barbosa, contando que le oyó hablar sobre un estudiante brasilero que escribió una carta al ministro de la América inglesa, residente en París, indagado por los jueces especificó así lo que oyó decir a su primo: “Que estando en Montpellier andaban por allí dos enviados, de quienes no se conoce el nombre, ni el mencionado testigo se lo dijo, apenas que uno era de la Lapa del Río de Janeiro, enviados por los comisarios de esa ciudad para tratar con el ministro de la América inglesa residente en Francia sobre la libertad de la América portuguesa, y que a ese respecto dichos enviados mantuvieron algunas conferencias con el mencionado ministro, a una de las cuales asistió el referido testigo, y que el ministro dijo que había avisado a su nación, y personas, pagándoles los sueldos y obligándoles a tomar el bacalao, y el trigo, que tras realizar la ruptura avisaran rápidamente par ir en su socorro, y que también diría al rey de Francia para inclinarlo a su favor, que uno de los enviados dijo que la nación de quien se temía era la española, por ser confiante, a lo que dicho ministro les respondió que no temiesen porque era una nación sombría, y Río de Janeiro era una plaza que se defendía bien, y si fuese necesario utilizasen balas ardientes sin hacerse problemas con las leyes del Papa”. Está aquí, en los autos del proceso.

La confirmación de esos entendimientos daría otra dimensión a las luchas mineiras por la independencia del Brasil. Por eso precisaba ser negada por toda la historiografía escrita para el trono. Nuestra independencia no se alcanzó a causa de la denuncia que desarticuló el núcleo de Ouro Preto y por la mezcla de brutalidad y sagacidad con que los agentes de la corona portuguesa defendieron su presa más preciada.

Los entendimientos con Thomas Jefferson comenzaron con las cartas de Joaquim José da Maia, estudiante de Coimbra y de París, enfermo de tuberculosis y que murió antes de los acontecimientos analizados aquí. A través de esa correspondencia, se marcó un encuentro bien definido en la ciudad de Nimes, y otro, muy probable, también debió ocurrir en el sur de Francia. Sobre ese encuentro, Jefferson dio noticias en una carta circunstanciada, detalladísima, a su gobierno, con datos que sólo pudo haber recogido con personas procedentes de Brasil, muy bien informadas, como bien podían ser aquellos dos citados mineiros: Rolim y Tiradentes.

Tiradentes, estadista y líder

Lo cierto es que, por toda Europa de aquellos años previos a la Revolución Francesa y posteriores a la Revolución Americana, se discutía mucho sobre la libertad de los pueblos americanos. En ese sentido, es ejemplar la propuesta del Conde de Aranda, embajador español en París. Sospechando que era inevitable la emancipación de toda la América Meridional, el conde planeó un acuerdo diplomático, mediante el cual Brasil y Perú serían dados a un príncipe de la Casa de Braganza, a cambio de la renuncia de la corona portuguesa de sus derechos sobre Portugal, que sería incorporado a España. Viejo sueño español. Viejísimo temor portugués.

La aclaración total de estos hechos, particularmente de los entendimientos con Thomas Jefferson, constituye a mi juicio, la más desafiante tarea de la historiografía brasilera. Confirmada daría una nueva dimensión a la Insurrección Mineira, como parte de la lucha de las Américas por la liberación. Pero, principalmente, redibujaría, en toda su estatura, la figura histórica de Tiradentes, concediéndole el papel no apenas de hombre de acción, de militante combativo, sino de estadista. Sólo así se puede comprender como aquel hombre, aparentemente rudo, descrito como un tropero, sacador de muelas, fue capaz de imponer su liderazgo entre tantos conspiradores ricos y letrados e, incluso, entre las altas jerarquías militares. El, que era un sencillo alférez.

Para dibujar la figura de Tiradentes es necesario, asimismo, recordar sus comprobados proyectos, analizados hasta el mínimo detalle, la canalización de los ríos Andaraí y Maracaná para abastecer agua potable al pueblo de Río de Janeiro; así como la construcción de un depósito de trigo en el puerto de Río de Janeiro; además de un puesto para embarque y desembarque de ganado, en la llamada playa de los mineiros.

Conspirador a ultranza

La primera pregunta que surge es cómo explicar que aquel hombre descrito como un pobretón, inculto y rudo, pudiese estar metido en emprendimientos tan grandes, cuya consecución exigió contactos directos y órdenes expresas de la reina María I y que estaba en plena concreción, cuando se dio el desastre. La hipótesis osada del revisionismo histórico es que, por detrás de aquellas empresas comerciales de Tiradentes, estaría su actividad principal de conspirador, que buscaba en Europa el apoyo para la liberación del Brasil.

La documentación hasta ahora analizada indica que en las conversaciones con Jefferson se habría llegado a detallar cuál era la mejor fórmula para realizar la sublevación, incluso la sugestión de que se apuraran los quintos, una vez realizada la derrama (cobro de los quintos atrasados), para costear con ellos la guerra de liberación. También se ve claramente, aquí, el interés norteamericano de hacerse pagar, en oro, por el servicio de las tropas de mercenarios, de los navíos y armas que enviasen, así como un tratado comercial en el que los Estados Unidos nos proveerían de trigo y bacalao, a cambio de los productos brasileros de exportación, detallados por Jefferson en su carta.

El principal motivo que hacía viable nuestra guerra de liberación estaba fundamentado en la casi total inaccesibilidad de la región de Minas, siempre que la insurrección fuese victoriosa allí, y en la posibilidad de ampliar las luchas hasta Río de Janeiro y Bahía, incluso con el uso de negros y mulatos quilombolas (esclavos refugiados en quilombos, es decir aldeas localizadas en lugares de difícil acceso donde iban a vivir los negros que huían de la esclavitud, de los cuales el más conocido fue el Quilombo de los Palmares), que eran especialmente convocados como aliados de guerra.

Comienza el martirologio

Otro fundamento de la practicidad de la insurrección era el entusiástico apoyo que concitaba la idea de independencia e, incluso, la utopía republicana, entre los hombres de letras. Principalmente, el clero, compuesto casi todo por brasileros que constituían, asimismo, la élite cultural de la población. También se relaciona con la posibilidad del apoyo de los mandos militares de las propias tropas reales, que estaban, en parte, en manos de los brasileros.

Fracasada la Insurrección Mineira por las declaraciones registradas en la historia, los conspiradores fueron presos, primero en Ouro Preto, después en Río de Janeiro, y durante tres años maltratados, interrogados, enfrentados y humillados.

La defensa de todos los acusados corrió a cargo del abogado de la Santa Casa de Misericordia, que tuvo cinco días para conocer el enorme volumen de autos, resultado del proceso judicial, de dos indagaciones sumarias y sucesivos interrogatorios y careos. Su trabajo consistió, principalmente, en admitir que hubo apenas una intención locuaz de conspiración, y pedir clemencia a la reina y sus magistrados. Doce fueron condenados a muerte por horca y los demás al exilio y al castigo físico.

Condenado a la horca y al descuartizamiento

La sentencia de los jueces de María La Loca dice así: “Condenan al reo Joaquim José da Silva Xavier, alias el Tiradentes, que fue alférez de la tropa paga de la Capitanía de Minas, a ser conducido por las calles, atado y anunciado por el pregonero hasta el local de la horca, y en ella morir de muerte natural para siempre, y que después de muerto le sea cortada la cabeza y llevada a Villa Rica, en donde será clavada en un poste alto, en el local más público, hasta que el tiempo la consuma; y su cuerpo será dividido en cuatro cuartos, y clavado en postes, por el camino de Minas, en la finca de la Varginha y de las Cebolas, donde el reo realizó sus infames prácticas, y el resto en las fincas de mayores poblaciones, hasta que el tiempo también las consuma, declaran al reo infame, y a sus hijos y nietos, confiscando sus bienes para el tesoro público y Cámara Real, y la casa donde vivía en Villa Rica será arrasada e impregnada de sal para que nunca más pueda edificarse en ese suelo, y no siendo propia será tasada y los bienes confiscados se pagarán a su dueño, y en el mismo suelo se levantará un monumento para que se conserve el recuerdo de este abominable reo”.

Pena de desesperación

A once de ellos les fue reservada una pena adicional, la de desesperación. Después de pasar años en la cárcel, aislados, en las peores condiciones, en las prisiones de la isla de las Cobras de la Fortaleza de Santa Cruz. Reunidos en una capilla mortuoria, cada uno de ellos oyó su condena, idéntica a la de Tiradentes: muerte por horca, decapitación, cabeza expuesta frente a la casa donde vivió, declaración de infamia para sus hijos, confiscación de bienes. Todos sufrieron por entero, desesperados, el dolor de sus muertes proclamadas. Oyeron el terrible veredicto y lloraron durante dos días la tortura de la desesperación de sus vidas perdidas.

La sentencia real leída a los reos, en la capilla, condena a muerte al alférez Joaquim José da Silva Xavier, el Tiradentes, autor y cabeza de la subversión proyectada, entusiasta de la república norteamericana, recién llegado de Europa, según las anotaciones de su abogado.

También condena a muerte al teniente coronel Inácio José de Alvarenga Peixoto, gran poeta satírico, autor de las Cartas chilenas, marido de Bárbara Heliodora.

Asimismo, condena a la pena mayor al teniente coronel Francisco de Paula Freire de Andrade, gran terrateniente, comandante del regimiento en que servía Tiradentes.

También fue condenado a muerte el sargento mayor Luis Vaz de Toledo Pisa.

La pena capital fue asimismo el castigo del coronel Francisco Antonio de Oliveira, rico terrateniente que denunció, con minuciosa narración, las negociaciones de los emisarios brasileros con Jefferson en Francia.

Idéntica condena cayó sobre el joven José Alvarez Maciel, graduado en Coimbra, con prácticas en Inglaterra, quien participó del encuentro con Thomas Jefferson y sería el encargado de promover la industrialización del Brasil republicano.

Muerte también fue la pena de Domingos Vidal Barbosa, de Domingos de Abreu Vieira, de Salvador do Amaral Gurgel, del capitán José de Resende Costa y de su hijo.

Generoso y altivo con sus verdugos

Tiradentes se mantuvo altivo durante todo el juicio, asumiendo toda la culpa, pidiendo perdón a los compañeros por no poder salvarlos. Decía que daría hasta diez vidas, si las tuviera, para salvar a cada uno de ellos. De ese calibre están hechos los héroes. Ellos se mantienen, digo yo, del fervor de su fe por la causa que abrazaron, de la certeza de que luchan por la buena causa y de que el oprobio de hoy, mañana recaerá sobre sus verdugos.

Tan sólo al tercer día el magistrado torturador les anunció, generoso, que la reina les había perdonado hacía mucho tiempo, convirtiendo el ahorcamiento en un eterno exilio en Africa. Eso significa que su majestad decidió dejar que se difundiese bien la noticia de los múltiples ahorcamientos, para así emocionar a todo el mundo, y después hacerse la magnánima.

La furia de la clemencia real sólo no alcanzó a nuestro primer gran poeta lírico, Claudio Manuel da Costa, quien probablemente se suicidó en la prisión, en Ouro Preto. Para vengarse, la Reina Loca ordenó que confiscasen sus bienes y sus hijos fuesen proclamados infames. Otros dos reos escaparon por la misma puerta.

Dos sacerdotes, dado el prestigio de la iglesia, conspiraron y se vieron, si no libres, condenados a cumplir pena en conventos portugueses. Uno de ellos fue el cura José da Silva Oliveira Rolim, diamantino, pero revolucionario como suele ocurrir con las gentes de Diamantina, muy propensas al contrabando y a la rebeldía. No parece improbable que Rolim haya acompañado a Tiradentes para, bajo el seudónimo de Vendek, encontrarse con Thomas Jefferson. Lo cierto es que se preparó para eso y también tenía recursos de sobra para costear su viaje. Igualmente revolucionario y condenado, el vicario Carlos Correa de Toledo fue, asimismo, enviado a rezar en un convento lusitano.

Fueron condenados al destierro perpetuo en Africa el magistrado Tomás Antonio Gonzaga, auditor de la jurisdicción de Ouro Preto, novio y poeta, cantor de Marilia; el coronel José Aires Gomes; Vicente Vieira; el posadero Joao da Costa Rodrigues, de Varginha, quien, llorando, dejó en Brasil diez hijas doncellas; el piloto Antonio de Oliveira Lopes.

Fueron condenados al azote y al destierro eterno el mestizo Vitoriano Gonzalves Veloso, ya muerto; y Fernando José Ribeiro. Fue condenado al azote y a diez años de cárcel José Martins Borges. El capitán Joao Dias Vicente da Mota, labrador, sufriría diez años de exilio.

Los condenados que oyeron desesperados la noticia de sus condenas a la horca, se exaltaron jubilosos cuando el magistrado leyó la revocación de la sentencia de muerte, convertida en destierro perpetuo en Africa, que era apenas otra forma de morir.

Solamente la pena y execración de Tiradentes se cumplió entera. Y se cumplió con júbilo, en la plaza engalanada. Con las tropas reales en formación de cuadrado, comandadas por oficiales montados en caballos de raza, con arreos de plata y palas escarlatas y doradas. La nobleza, con sus mejores trajes, estaba allí, alegre, en locales privilegiados. Muchos jueces y alguaciles, así como muchísimos sacerdotes, también estaban allí, con sus trajes de gala.

Era una fiesta en torno a la alta horca a la que Tiradentes subió a través de los veinte peldaños, para conversar con el verdugo que, según la costumbre, le pidió perdón por darle muerte, no por voluntad propia, sino por orden de la justicia.

Retrato de Tiradentes

Cumplida la sentencia, un sacerdote se asomó al balaustre para discursear a la multitud una arenga sobre el derecho divino de los reyes y la hediondez del crimen de traición y de lesa majestad. Lo sorprendente es que ese orador sacro, Raimundo de Panforte, hablando allí, al lado del cuerpo aún caliente de Tiradentes, nos ofreció de él una imagen digna. Dijo, refiriéndose a nuestro héroe, que él fue “uno de aquellos individuos de la especie humana que espantó a la misma naturaleza. Entusiasmado con la dureza de un comando, emprendedor con un fuego de don Quijote, hábil con desinterés filosófico, audaz y osado, sin prudencia en ocasiones; y en otras, temeroso del ruido que produce una hoja al caer; pero con un corazón bien formado”.

Bajaron, finalmente, el cuerpo muerto y allí, al pie de la horca, lo decapitaron, descuartizaron, salaron y depositaron en un carro que lo llevaría a las montañas de Minas para cumplir la pena del escarmiento, plantando sus despojos en postes altos. Incluso su cabeza, que descolgaron, ya podrida, derramando los sesos, en el más elevado poste, ubicado en la plaza principal de Villa Rica.

Arrojo temerario

Cuenta la generosa leyenda que un mineiro anónimo subió una noche por el poste, robó el cráneo de Tiradentes y le dio sepultura cristiana. El primer acto oficial de consagración de Tiradentes fue del gobierno mineiro que, tras la independencia, mandó derribar el monumento de ignominia, erguido en Ouro Preto, contra el héroe mártir de la liberación nacional.

Permítanme, aquí un registro personal. Estando yo preso, una vez, en la isla de las Cobras y en la fortaleza de Santa Cruz, recorrí todas las celdas que me dejaron ver, tratando de adivinar donde habían padecido su prisión los subversivos mineiros. Viví aquellos meses siempre consciente de que compartía con mis héroes el límpido azul del cielo, la visión del mar bravío que golpea el paredón de granito, las viejas piedras de los patios, las ásperas paredes y los rígidos portones, siempre cerrados.

Evocación personal

Loco que soy, envidié el destino heroico de Tiradentes, como envidiaría después, públicamente, la vida en la muerte de mis dos amigos, amados y borrados, Ernesto y Salvador. La posibilidad de que me matasen era remota. Pero no tanto que no llegase a oír de un oficial de la marina, que me conducía al juicio, la tenebrosa frase: “Quería llevarlo para el fusilamiento”. Esta brutalidad, dicha con odio, apenas me despertó una risa ante la cara de ese tonto.

Siempre que pienso en eso recuerdo que oí a Allende, en más de una ocasión, la afirmación de que él no tenía cargo de héroe, pero, que enfrentaría con dignidad cualquier cosa. Como enfrentó. Del Che, todos sabemos que, en el fondo de su pecho, pensaba que lo único importante, de verdad, era la ternura.

Tiradentes, como vimos, caminó tranquilo y altivo el camino lúgubre al cadalso, el verdugo y la horca. Cada uno de ellos, llegada su hora, enfrentó su muerte con grandeza.

Ahí están ellos, siempre estarán, hablándonos de la dignidad humana.

Mural de Portinari

La mejor reconstrucción que conozco del drama de los conjurados es el gran mural de Portinari sobre la epopeya de Tiradentes, que está expuesto en el Memorial de América Latina. Lo que más me impresiona es la presencia de la gente del pueblo. Negros esclavos, negros libres, mulatos libres y esclavos, gente común mirando asombrada la enorme atrocidad. Serían cautivos soñando con la libertad. Serían enfermos que Tiradentes curó. Serían las sencillas gentes brasileras mirando aquella extraña fiesta de muerte engalanada.

Una preciosa visión poética de este episodio mayor de la historia patria nos la da Sergio Buarque de Holanda. En una de las raras ocasiones en que se permitió componer algunos versos:

Enquadrado na escolta, ele caminha
Rufam tambores fúnebres ao passo
Da lenta procissao range a carreta.
A litania evola-se no espaco.
Na praca do martírio ergue-se a forca
E uma escada infinita espera o réu.
Vinte degraus de horror. Vinte degraus
De crime sob o azul neutro de céu.
O condenado sobe, sem palavra,
Ao patíbulo. Cala-se o tambor.
A litania emudece. O povo espera.
Movem-se os lábios frios do confessor.
Um minuto de séculos e o corpo
Tomba no vácuo, fruto decepado.
O calvário cumpriu-se. A luz se apaga
Nas pupilas imensas do enforcado.

Migo

Yo también escribí en mi novela Migo una página sobre la emoción que me embarga al evocar Minas y sus héroes.

¿Viendo estas minas tan mohínas, quién diría, desatinado que escarmentados, somos el pueblo destinado? Somos el tibio pueblo de los héroes señalados. Ellos están ahí, hace siglos, cobrándonos amor a la libertad. Filipe grita, Joaquim José responde:

Libertas quae sera tamen.

 ¡Libertad, aquí y ahora! ¡Ya!

¿A Filipe, descuartizado, cómo fue que lo acabaron? Los caballos más fuertes del Brasil estaban allí: mordiendo los frenos, echando espuma, coceando en la plaza empedrada. Eran cuatro. Un caballo fue atado a su brazo izquierdo. Otro caballo, a la pierna derecha. El tercer caballo, al brazo derecho. El último caballo, a la pierna izquierda. Cada caballo, montado por un tropero acorazado.

Azotados, espoleados, los cuatro caballos salieron en disparada, cada uno para un lado. Pero quedaron parados allí, soltando chispas con las herraduras en el pedregal, atados como estaban a las duras carnes de Filipe. Azotados, espoleados hasta sangrar, finalmente, con Filipe despedazado, partió liberado el caballo del brazo derecho, llevando junto con el brazo un pedazo del pecho. Rápidos, instantáneos, los otros tres caballos dispararon, despedazando a Filipe, cada uno con su trozo.

¿Qué hicieron cuando los caballos sudados, ya lejos, pararon, una vez cumplida la repugnante orden? Los caballeros se fueron, arrastrando sus cuartos por los caminos, hacia el basurero de una antigua mina. Allí en el agujero negro, ya por la mitad de cal, tiraron lo que quedaba de las carnes y huesos del héroe, lanzando más cal por encima. Filipe hirvió en las carnes parcas su muerte última. Para siempre jamás, mataron a Filipe. Mataron tan matado que para siempre será recordado.

Medio siglo transcurrió con el pueblo agachado hasta llegar la hora de otro señalado. El destino cayó, coronó de esta vez la cabeza de Joaquim José, condenado por la reina loca a morir de muerte por ahorcamiento, ser descuartizado y expuesto para escarmiento del pueblo. Descuartizado, allí quedarán sus partes pudriéndose, hasta que el tiempo las consuma, como quería doña María. Los cuatro cuartos plantados, mal oliendo, en la carretera real. La cabeza con el cabello y la barba, abundantes, sobre un alto poste, en Ouro Preto, guardada por buitres hambrientos de alas de hierro, picos agudos y tenaces. Ellos fueron, apenas ellos, sus sepultureros. Acabado así, tan acabado, sin siquiera la caridad de la cal virgen, Tiradentes no se acabó ni se acaba.

Tiradentes en nosotros

Continúa en nosotros latiendo. Por los siglos continuará clamando en la carne de los nietos de nuestros nietos, exigiendo de cada uno de nosotros su dignidad, su amor a la libertad.

As barbas. As barbas. As barbas
Aqui permanecerao
A espera doutra cara e doutra vergonha

Estos son nuestros héroes señalados, símbolos de una grandeza recóndita que había. Que todavía hay, quiero creer, más escasa que los oros aún por excavar.

Arenga multitudinaria

Mayor que los dos juntos, sin embargo, es la multitud que voy a llamar. Vean:
 Vengan, yo los convoco, vengan todos. Vengan aquí para contar el dolor de los nervios lacerados, el cansancio de los músculos agotados. Vengan todos, con sus caras tristes, con sus ilusiones marchitas, vengan vestidos o desnudos. Vengan a morir aquí de nuevo sus muertes sin gloria.

¡Ven tú, primero, tu mineiro anónimo que robó el cráneo de Tiradentes, rezó por su alma y lo sepultó! ¡Pero vengan todos!

¿Los ves? Fueron millones de almas vestidas de cuerpos inmortales, locos, los que aquí en estas minas se gastaron. Míralos de nuevo, mira bien. Mira. Al principio, eran principalmente indios nativos y algunos, muy pocos, blancos importados. Después, principalmente negros, llegados de muy lejos, africanos. Pero después, enseguida, mira tú: eran multitudes de mestizos, criollos, de aquí mismo. Esos millones que han lavado grava. ¿Has visto como todos nos miran, ojos bajos, temerosos, preguntando callados?:
¿Quiénes somos nosotros? ¿Para qué existimos? ¿Por qué? ¿Para nada?

Nosotros, mineiros, somos el pueblo de héroes señalados. Pero somos también el pueblo de asombrosas multitudes, de gente engañada y cansada. Somos el pueblo escarmentado en la carne y en el alma. Somos el pueblo que vio y que ve. El pueblo que vigila y espera.

Minas madre del oro y del azogue

Minas estelar, páramo, madre del hierro, madre del oro y del azogue. Madre mineral, resplandor sulfúrico. Minas sideral, esquina de roca viva enterrada más allá del mar.
Minas antigua, cruel satrapía de la hiel y de la agonía, yo te lo pido: ¡pon fin a esta agonía: relampaguea! Relampaguea ahora. Minas pide la muerte. ¡Muere! ¡Muere y renace!. Rueden las piedras saltadas del mar petrificado: rueden, derrumben el subterráneo paredón de granito que aprisiona al pueblo y al tiempo, esclavizando, sangrando, provocando hambre, asesinando.

Minas, árbol alto. Minas de sangre, de lágrima, de cólera. Minas, madre de los hombres. Minas del semen, del maíz, del pétalo, de la pala, de la dinamita. Minas carnal de la flor y la semilla. Minas madre del dolor, madre de la vergüenza. Minas, madre mía crepuscular.

Hemos de amanecer. El mundo se tiñe con las tintas de la alborada.
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*Darcy Ribeiro, Revista Nuestra América, febrero-marzo 1992, Memorial de América Latina, Sao Paulo, Brasil. Antropólogo, escritor y profesor. Uno de los impulsores del Memorial de América Latina al lado de Oscar Niemeyer. Autor de una vasta obra ensayística en el área de antropología, sociología y política. Escribió también los romances Maíra, Utopía Selvagem, O mulo, Kadiwéu y Migo.
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