“No hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista”. Modificando una palabra de este refrán popular podríamos decir: “ni pueblo” que lo resista. Y esto es lo que ha sucedido en la Amazonía ecuatoriana; dos provincias de donde se extrae la mayor parte de la riqueza petrolera del país se cansaron de mendigar al gobierno y a las compañías extranjeras que manejan la industria petrolera y resolvieron exigir, mediante un paro indefinido, que se les atienda en sus necesidades elementales, para lo cual se lanzaron a las calles a reclamar, por la fuerza, con sobrada razón, lo que por justicia les corresponde.

Si en sus territorios están los pozos petroleros, si desde ahí se produce casi toda la riqueza que mueve al Ecuador en su economía, es justo que las provincias de Orellana y Sucumbíos tengan buenas carreteras y aeropuertos, servicios de luz y agua potable, hospitales, escuelas, colegios y universidades y, sobre todo, posibilidades de trabajo y producción, para ponerse a tono con las otras regiones del país y con las necesidades de desarrollo del mundo moderno.

Hoy se levantaron y no cedieron hasta que se atiendan en sus justas demandas. Y en eso estamos seguros que no estuvieron solos, que la solidaridad nacional estuvo presente y que todos los sectores que también son explotados repudian que toda la riqueza petrolera sea entregada a las compañías extranjeras, que se la llevan en crudo y en cocinado.

¿Y el gobierno de la refundación? ¿y el gobierno del respeto a las libertades públicas como aquella de la libertad de expresión y de reclamo, que surgió de la lucha contra un presidente “dictócrata”?

Ese gobierno, el de Alfredo Palacio, no solo que ha incumplido con su discurso de posesión en Ciespal y en el Ministerio de Defensa, que hablaba de recuperar la soberanía nacional, entendida ésta como la expulsión de los soldados norteamericanos de la base aérea de Manta, la suspensión definitiva de las negociaciones del Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos, la atención prioritaria a la salud y educación pública, entre otras, sino que no ha dudado en reprimir brutalmente las lógicas manifestaciones populares que reclamaban coherencia de ese discurso con la práctica.

No están lejos los días de aquel estado de emergencia que el “dictador” -como se lo calificó al antecesor de Palacio- decretó para reprimir y callar al pueblo que exigía respeto a su soberanía. Lo de Orellana y Sucumbíos no resulta muy distinto: Palacio también decretó un estado de emergencia con el que pretendía que los pobladores de esas provincias no reclamen respeto a la soberanía nacional frente la compañía Occidental, una de las más importantes del imperialismo norteamericano, en la cual se dice que tiene intereses el mismo George Bush; se les coartó la libertad de información y expresión a los medios de comunicación locales que, como la fraterna radio Sucumbíos, hacían lo obvio frente a la agresión del Estado a su pueblo. ¿No recuerdan los ecuatorianos la persecución, hostigamiento y amenazas contra radios quiteñas por parte del “dictócrata”?

En este paro se vivió una situación similar ¿O es que por no ser quiteños los agredidos por la fuerza pública, no es lo mismo? ¿Por no ser “forajidos”, sino sectores pobres de la amazonía, sus acciones de protesta deben ser criminalizadas? ¿Qué fue lo del incendio del Ministerio de Bienestar Social en Quito, un acto cívico? ¿Podemos seguir creyendo que éste es un gobierno de “la refundación de la república”? En realidad, más bien se nos presenta el escenario de OTRO DICTÓCRATA que hay que combatir.

Luego del paro se han cosechado victorias para el pueblo: las compañías petroleras saben que ya no podrán seguir haciendo lo que les da la gana, ante la vista y paciencia de gobiernos entreguistas y de instituciones corrompidas que, para llenar sus bolsillos, no les importa traicionar los sagrados principios de la soberanía nacional.