La noticia es directa, escueta: “Muerte en alta mar: Un barco con capacidad para 20 personas iba con 113 inmigrantes nacionales. Se hundió en aguas colombianas. Nueve sobrevivieron”. Impersonal y fría, como parte de la rutina; después de todo, los náufragos y desaparecidos, son del montón, todos pobres, la mayor parte de ellos campesinos del Azuay y del Cañar, provincias con un altísimo índice de desocupación.

No hay nada nuevo, todos los días en aguas internacionales, se capturan lanchas o pequeños barcos, inflados por la codicia, con sobrecargas increíbles, llevando en sus entrañas hombres y mujeres hacinados, engañados por coyoteros inescrupulosos, que les ofrecen el paraíso en tierras extrañas, para apoderarse del ultimo centavo que les queda.

La novedad es el naufragio, la muerte de 104 ecuatorianos; porque el éxodo es la rutina: todos los días zarpan pequeñas embarcaciones llevando en sus inmundas bodegas, hombres y mujeres, desarraigados, inconformes, desesperados, porque en este país se mueren de hambre, porque no se les presenta ninguna posibilidad de subsistir decentemente, con un empleo normal, cuyo salario por lo menos cubra sus necesidades de supervivencia.

La noticia se vuelve sensacional, cuando la televisión nos deja ver a los náufragos rescatados del piélago mortal. Sus cuerpos, sometidos a la tortura de los rayos ultravioletas y al frío de las aguas profundas, tienen laceraciones increíbles, su piel ha cambiado de color y se desprende a pedazos, hay lágrimas colmadas de fatalidad en su pupilas ensombrecidas. Creen que se han salvado por el milagro de algún dios que los tenía olvidados. Sin embargo hay amargura y rencor cuando reclaman justicia, cuando piden a las autoridades que arresten a los coyoteros y les sometan al peso de la Ley.

Ante la realidad, la tragedia nos conmueve, nos duelen los náufragos rescatados, nos conmueven los cien desaparecidos, y nos ponemos a meditar que hay seres humanos en este país, que prefieren el casi suicidio a la angustia de la miseria y el hambre. Hay muchos inmigrantes capturados que, cuando llegan a nuestras costas de regreso, se les pregunta si volverán a intentarlo, con desesperación y como renunciando a todo, responden afirmativamente.

Pero, ¿tiene algún valor la solidaridad, demostrada después de la tragedia? ¿Sirven para algo las lágrimas de cocodrilo, las buenas intenciones, las promesas de acabar con el coyoterismo?

Creo que no. El culpable es el sistema y sus organismos. La corrupción que nos cerca por todos los costados, la explotación del hombre por el hombre, la inoperancia y la lenidad de los gobernantes y sus autoridades. Ellos son los culpables; y culpable la impavidez de un congreso logrero e incapaz, que apuesta a sus propios intereses y es cómplice de todas las aberraciones legales.

La fatalidad, con una secuela de l04 desaparecidos, nos despierta del letargo. Ahora pedimos justicia, ofrecemos solidaridad y buscamos a los culpables. Ellos están riéndose a nuestras espaldas, los tenemos a nuestro alcance, pero su poder los vuelve intocables. El barco desaparecido no tenía nombre, no tenía dueño: era un barco fantasma ¿Puede una lancha pesquera, con capacidad para 20 personas zarpar con 120, sin que ninguna autoridad portuaria se de cuenta? ¿Qué papel cumplen las lanchas guardacostas? ¿Los elegantes marinos están en sus garitas, cuando por las noches surgen en lontananza luces sospechosas? Y los policías: ¿acaso no presumen que algo pasa, cuando en un parque o en un muelle se juntan tantas personas, con posibilidades de embarcarse clandestinamente? ¿Son ciegos o les importa un pepino la seguridad ciudadana, cuando la infracción es susceptible de coima? ¿Pueden los ecuatorianos abandonar el país sin pasaporte, sin tarjeta de turismo, sin alguna identificación que certifique que son seres vivos y reales?

Todo pasa a través de los filtros de la corrupción y el soborno. Si se compran jueces y magistrados, ¿Por qué no se puede comprar a mal pagados aduaneros o angurrientos guardias costeros, que viven del cohecho y la propina?
Ciento cuatro ecuatorianos han muerto ahogados por soñar en una casa propia, en un trabajo bien remunerado, en un futuro promisorio. No serán los últimos. Mientras no cambie el sistema de explotación y miseria al que estamos sometidos; mientras la riqueza esté en poder de los veinte privilegiados de siempre, mientras en el Congreso solo se busque el acomodo político y el hombre del maletín con diferentes disfraces, camine por los pasillos del recinto legislativo, buscando la hegemonía de los grupos privilegiados, los náufragos, de mar y tierra, seguirán proliferando ante la indolencia de un sistema que se derrumba, víctima de su propia podredumbre.