En el momento de su llegada al poder en Washington, el equipo Bush-Cheney estaba decidido a lanzar un ataque militar contra Irán y a apoderarse de sus recursos energéticos. En una obra de referencia del Project for A New American Century, Present Dangers [1], había publicado ya en detalle su argumentación para «vender» aquella guerra a quienes financian la campaña electoral y, más tarde, a la opinión pública.

Se mencionaban entonces cinco slogans:
 Irán apadrina el terrorismo internacional.
 Irán apoya a los militantes islámicos en todo el mundo.
 Irán se opone al proceso de paz y a la existencia misma de Israel.
 Irán viola los Derechos Humanos, sobre todo en lo concerniente a los baha’is y los judíos.
 Finalmente, Irán está tratando de obtener la bomba atómica.

Como verán, tres de esos slogans ya no funcionan.
 En las series melodramáticas de la televisión estadounidense los productores deciden a veces cambiar al actor que interpreta determinado personaje. Una voz en «off» anuncia entonces que el papel de X será interpretado por Y. De esa misma manera se acusó durante años a Libia de ser la causante de todos los males, hasta que de pronto, y sin explicación, se le atribuyó esa responsabilidad a Irán y, más tarde, a la invisible al-Qaeda. Fue así que los atentados contra las torres de Khobar (en Arabia Saudita) fueron primeramente atribuidos, sin dejar espacio a la menor duda, a Irán. Pero más tarde, a finales de 2001, se anunció sin la menor explicación que al-Qaeda interpretaría en lo adelante el papel de culpable.

 La imputación según la cual Irán financiaba en secreto todos los movimientos radicales musulmanes del mundo fue desechada cuando se quiso transferir esa responsabilidad a la familia real saudita y tratar de derrocar al regente Abdallah. Pero pasó al olvido cuando el objetivo era tratar de separar y oponer entre sí a sunnitas y chiítas en Irak.
 Finalmente, la acusación de que Irán viola los derechos religiosos de los baha’is y los judíos generó mucho debate y polémica. En efecto, los judíos son sospechados de colusión con Israel pero pueden ejercer su religión y están representados políticamente. Respecto a los baha’is, ellos en cambio si están discriminados y muchos de sus santuarios religiosos han sido destruidos; desgraciadamente esta intolerancia religiosa no empezó con la Revolución Islámica sino mucho antes.
Quedan el antisionismo y la amenaza atómica.

En su Discurso del año 2002 sobre el estado de la Unión, el presidente Bush anunció sus prioridades militares al acusar a Irán, Irak y Corea del Norte de haber fomentado un pacto nuclear secreto para destruir Estados Unidos. Se trata de la célebre fórmula del «Eje del Mal», en la que se mezclan las referencias al Eje fascista de los años 30 y al Imperio del Mal de la Guerra Fría.

Tres años después, ya nadie cree que esos Estados hayan concluido aquel pacto. Por un lado, porque los regímenes de Irán e Irak no habían restablecido aún la paz entre ellos mismos después de una guerra larga y sangrienta, y por otro lado porque no apareció nunca la menor prueba de la existencia de aquel complot.

Washington no encuentra ya argumentos ni análisis que lo justifiquen, pero su apetito no se ha saciado. Habiéndose apoderado ya del corredor de circulación afgano y de las reservas petrolíferas iraquíes, los estrategas estadounidenses apuntan hacia Irán. La campaña preparatoria de propaganda ha sido redirigida, por consiguiente, hacia la cuestión nuclear, con una pizca de sobreentendidos en cuanto a alguna responsabilidad secreta de Teherán en el fracaso de la Coalición en Irak.

Basándose en el principio de que todas las técnicas actuales son duales, o sea que pueden ser utilizadas tanto con fines civiles como militares, Estados Unidos acusa a Irán de trabajar en secreto en la fabricación de la bomba atómica. Varios indicios, ampliamente estudiados por los expertos del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), pudieron haber hecho surgir la duda en algún momento, pero está demostrado hoy que fueron mal interpretados. Poco importa. Para Washington, la ausencia de pruebas no significa que Irán sea inocente, así que hay que lanzar un ataque preventivo contra ese país.

Por otra parte, sin preocuparse por las sutilezas orientales, los neoconservadores lograron imponer un esquema simplista de la vida pública iraní. Según ellos, la parálisis del país era síntoma de un divorcio entre el pueblo y el «régimen de los mollahs». Este último estaría siendo minado desde el interior por una oposición binaria entre «conservadores», descritos como fanáticos y misóginos, y «progresistas», abiertos a Occidente y a la modernidad.

Para apoderarse de Irán, había entonces que reforzar esa oposición, de manera que esta se apoyara en las frustraciones del pueblo, derrocara a los malos y pusiera al país del lado del Bien. A fuerza de transmisiones de radio y televisión, y de gastar millones de dólares, Washington no dudaba ya del resultado de las elecciones presidenciales de junio de 2005. El ayatollah Rafsanyani, un político hábil, sería el ganador, quizás sin tener que disputar siquiera una segunda vuelta. La prensa occidental aplaudía ante esta posibilidad, con excepción de la prensa israelí que denunciaba un simple cambio de fachada.

Sin embargo, como hemos notado desde hace años, ese análisis está basado en factores imaginarios. La parálisis del país no se debía a un rechazo popular del régimen, sino a la presencia de tres fuerzas en el poder, no de dos. La primera de ellas encuentra su legitimidad en la revolución islámica. Tiene un carácter social en materia económica y rigorista en lo concerniente a las costumbres (se trata de los supuestos «conservadores»). La segunda está enfocada en el mundo internacional de los negocios y es, por supuesto, favorable a la distensión con Washington (son los «reformistas»). La tercera fuerza se compone de antiguos combatientes de la guerra Irak-Irán y tiene un carácter social y nacionalista. Esta última es la que recibió el amplio apoyo de los electores para salir de la trihabitación. En cuanto al problema nuclear, éste es objeto de un consenso nacional que no tiene nada que ver con las tendencias antes mencionadas.

Dado que el Guía Supremo de la Revolución condenó desde hace tiempo la bomba atómica como algo incompatible con el Islam, no es posible imaginar cómo podrían desarrollarse en Irán grandes programas militares secretos. Ello no impide a Teherán dejar planear la duda en la medida en que su belicoso vecino, Israel, sí posee el arma nuclear. El propio desarrollo económico del país supone actualmente la producción de energía nuclear y en la medida en que los iraníes se sienten orgullosos de sí mismos y de sus científicos es poco probable que estén dispuestos a renunciar a su propio porvenir.

La elección de Mahmud Ahmadineyad a la presidencia de la República Islámica ha sido ampliamente calificada de «sorpresa» por los mismos que se equivocaron. Ante el primer momento de indecisión de la prensa occidental y la caída de la movilización contra Irán, Israel emprendió rápidamente una campaña de prensa contra el ganador de las elecciones. Testigos más providenciales que creíbles lo acusaron de haber participado en la toma de rehenes de la embajada de Estados Unidos, de tener algo que ver con torturas contra civiles y hasta de haber asesinado a un disidente kurdo en Viena. Después, organizaciones manipuladas, como la AIPAC, lo describieron como un misógino patológico que los «duros» del régimen utilizan como títere. Al verificar esto se supo que la prueba de su odio por las mujeres sería que, como alcalde de la capital, hizo construir un amplio parque al que los hombres no pueden entrar. Más tarde, ese argumento miserable dejó el terreno al calificativo ultrajante de «islamo-populista». Le Figaro, por ejemplo, acusaba así al nuevo presidente iraní de haber comprado a los electores de la capital desarrollando en ella los servicios sociales.

Sin embargo, en materia de propaganda, el hecho de que esos argumentos hayan sido invalidados uno tras otro en cuatro años no tiene importancia ya que han sido utilizados sucesivamente de manera que Irán aparezca siempre en posición de acusado. Así se transmite la idea de que «no hay humo sin fuego» y que Teherán tiene que ser culpable de algo.

Entretanto, el poder iraní no se ha quedado cruzado de brazos sino que ha fortalecido sus relaciones con Rusia, país que supervisa su industria nuclear civil y le proporciona misiles estratégicos, mientras que ingenieros iraníes construyen un puerto en el Mar Caspio ruso; ha establecido una alianza económica con China, así que no teme a posibles sanciones económicas por parte de Estados Unidos y la Unión Europea, y finalmente movió sus peones en Irak de tal manera que incluso controla un sector del gobierno instaurado por la Coalición.

Los protagonistas libran hoy una verdadera carrera de velocidad. Primeramente, el gabinete de Dick Cheney confió al general Ralph Ed. Eberhart la elaboración de planes de ataque nuclear contra Irán. En segundo lugar, el Pentágono dejó que se filtraran hacia sus aliados los pormenores de un plan político-económico-militar global contra Irán. En tercera, el MI6 y la CIA financiaron el desarrollo de los movimientos separatistas con base en Londres y del grupo terrorista de los Muyahidines del Pueblo, con sede en Washington. Por su parte, los iraníes han bloqueado todos los canales de manera que la Coalición no pueda atacar sin destruirse a sí misma debido a la interrupción de la mayor parte de los suministros de petróleo que causaría dicha agresión. Lógicamente, una guerra parece improbable en estos momentos ya que sería desastrosa para los propios atacantes, pero la arrogancia ha empujado a veces a los imperios a lanzarse sobre presas demasiados fuertes.

[1Present Dangers, Crisis and Opportunity in American Foreign and Defense Policy, trabajo colectivo realizado bajo la dirección de Robert Kagan y William Kristol (Encounter Books, 2000). El título de la obra hace referencia al Comité sobre el Peligro Presente que avivó en su época el espíritu de la Guerra Fría en Estados Unidos.