Quiénes prefieren indagar las causas de los comportamientos humanos antes que juzgarlos, no logran comprender qué pasó con Bush, ignoran dónde estaban y qué hacían Cheney, el Presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor, el Secretario de Seguridad Interna, la Agencia Federal para el Manejo de Catástrofes, y todos los altos cargos del ejecutivo norteamericano, mientras la gobernadora de Luisiana, lloraba de impotencia ante la televisión y el alcalde de Nueva Orleáns suplicaba ayuda.

En su trabajo, el mandatario norteamericano es asistido por el más formidable aparato auxiliar que pueda ser imaginado. En el distrito de Columbia hay asesores para todo. El presidente puede preguntar lo mismo cómo se pronuncia catástrofe en idioma Swahili, o cuántos Ángeles caben en la cabeza de un alfiler con la seguridad de que recibirá una respuesta especializada.

En el caso del huracán Katrina, Bush no necesitaba la determinación que exhibió Abrahán Lincoln durante la Guerra Civil, no concurrían las complejidades de la decisión de Woodrow Wilson al involucrarse en la Primera Guerra Mundial ni las de Roosevelt cuando un día después del bombardeo a Pearl Arbor, declaró la guerra al Japón y estaba muy lejos del dramatismo del accionar de JFK durante la Crisis de los Misiles.

Hubiera bastado con que el presidente siguiera el protocolo para situaciones de emergencia no militares, levantara el teléfono y llamara al Secretario de Seguridad Interna, al Jefe de la Junta de Estado Mayor, al director de la Agencia Federal para el Manejo de Situaciones Emergencia (FEMA) e indicarle que se ocuparan de atender la tragedia del Golfo de México.

Estos cargos, por su parte, con un mínimo de instrucciones pudieron poner en movimiento un colosal mecanismo con miles de especialistas y millones de hombres, entrenados, fuertemente motivados y dotados de todos los recursos necesarios para dar al mundo una lección de eficiencia, humanismo y solidaridad.

Estados Unidos cuenta con 51 Estados, sólo tres han sido damnificados. ¿Por qué los otros se cruzan de brazos? ¿Dónde está la determinación y la solidaridad de los gobernadores y alcaldes de todo el país? ¿Es qué nadie pudo hacer nada por sus hermanos del sur? ¿O será que nadie tiene hermanos en el sur?
Tal parece como si Estados Unidos no fuera un país, sino una corporación con bandera, una entidad unida como las papas dentro de un saco y no la América cohesionada por los valores compartidos que parece haberse llevado el Mississippi.

Los norteamericanos son los reyes de las comidas rápidas, los enlatados y de las bebidas embotelladas. ¿Por qué el gobierno no hizo un pedido de emergencia a algunas de sus grandes compañías? ¿por qué Estados Unidos busca alimentos empacados en Europa? ¿Es qué acaso no las hay en Texas, La Florida, California, Illinois, Massachussets y en Nueva York?, ¿por qué a los gerentes de CocaCola no se les ocurrió enviar un millón de refrescos a Nueva Orleáns?
Es evidente que acoger a los evacuados en el un campo deportivo de Nueva Orleáns fue una medida desesperada, lo que nadie sabe es a quién se le ocurrió alojar a los desdichados que escapaban de la ciudad sumergida, en otro campo deportivo en Houston donde no había emergencia alguna.

Debe haber en la capital de Texas y localidades aledañas, decenas de hoteles, moteles, escuelas, universidades, internados, centros de recreación y descanso, buques de pasajeros y cruceros que ofrecen condiciones apropiadas para ello.

Es cierto que se trata de empresas privadas lo que inhibe al gobierno norteamericano de hacer lo que hacen todos los gobiernos en estos casos: decretar un estado de emergencia y utilizar a discreción todos los recursos del país.
No obstante, si ese fuera el caso, siempre queda la posibilidad de que el gobierno pague, decisión mucho menos dramática que «tirar a matar».
Desde el 11∕ S se sabe que las crisis son al presidente como la Kriptonita a Superman. La novedad es que no haya en la admistración alguien que pueda caminar y masticar chiclets a la vez.