Tres veces consecutivas, cada seis años, había sido candidato presidencial mi porfiadísimo compañero. Esta sería la cuarta y la vencida.
Pablo Neruda: «Confieso que he vivido».

Este porfiadísimo compañero se llamaba Salvador Allende. Asumía la candidatura después que el poeta había sido precandidato habiendo recorrido el país en una singular campaña donde renovó el lenguaje político.

Las candidaturas de Allende eran hitos en cada una de nuestras vidas: lo sentíamos cercano, lo respetábamos, reconocíamos su consecuencia, pero, en realidad, muy poco sabíamos de él. En la primera, trabajé por él, siendo estudiante aun sin derecho a voto. En la segunda: ya estaba casada, tenía dos hijos y fui vocal en una mesa de San Fernando: ahí en Colchagua había dado un bofetón a la oligarquía terrateniente al obtener la primera mayoría en la votación masculina. En la tercera, ya había estado cuatro años fuera del país, trabajando en la República Popular China y en Checoslovaquia, con mi familia, donde vivían felices mis tres hijos, y había venido por primera vez de vacaciones para ser testigo de una terrible amargura por la derrota.

Ahora, era periodista. En una de esas jornadas, como reportera había acompañado a Pablo Neruda a su proclamación como candidato a presidente en la comuna de la Granja. Mientras recorría la feria libre, se tentaba con el cuchillo hechizo de una verdulera y luego palpaba, olía, saboreaba con los dedos y ojos los frutos de mar y tierra. Parecía entregado por completo al goce de sus sentidos, pero luego, en un almuerzo rústico, muy alegre, cuyo anfitrión era el alcalde Pascual Barraza, Neruda al hablar, nos asombró a todos, al referirse con mucho conocimiento a los problemas capitales de una de las comunas más populosas, pero desfavorecidas del país. Eso fue antes de que en una inmensa fiesta popular en el Parque Cousiño renunciara para proclamar como candidato de la izquierda a Salvador Allende.

Esta última campaña de Allende comenzó en el verano de 1969-70 en una humilde población de Barrancas. Aunque yo era la reportera dedicada a tiempo completo a la actividad cultural, encargada de mi sección «No sólo de pan…», Sergio Villegas, el jefe de crónica del diario El Siglo me encargó el reportaje. Pero ni siquiera se contempló la compañía de un reportero gráfico. Yo conocía muy bien esa comuna porque me inicié como periodista reporteando los problemas de vivienda y su carencia y allí había pasado jornadas enteras para escribir sobre el movimiento de los sin casa y sus importantes tomas de terreno que culminarían con la formación de las poblaciones Herminda de la Victoria y Violeta Parra.

Una tarde a pleno sol, escasa vegetación, pocos árboles, ausencia de jardines en esa tierra caliza donde unos chiquillos se ganaban la vida raspando polvo de las rocas y vendiéndolo como «sapolio», marca de un detergente para fregar las ollas; de vez en cuando, el viento armaba un remolino feroz, el «pata de cabra», que barría con cuanto hallaba al paso. Allende, de guayabera y sombrero de paja, llevaba un megáfono en la mano. No lo acompañábamos sino unas cinco personas; dos éramos periodistas: uno, famoso, alto y flaco, muy observador, el más agudo e irreverente comentarista político de ese tiempo: Alejandro Lira Massi. Esa comitiva no era alegre, pero Allende le ponía humor, confianza y coraje:

«Compañeras, compañeros, aquí está Salvador Allende, candidato del pueblo, que viene a dialogar con ustedes».

Ni un alma. Poco menos que las puertas cerradas a piedra y lodo. Ni siquiera aparecía una muchachita, como en el éxodo de Mio Cid, a pedirle que siguiera de largo. Al poco rato, en medio de una polvareda, se aproximó la citroneta de Laura Allende, parlamentaria por el Segundo Distrito, al que pertenecía Barrancas. Por megáfono la saludó Salvador: «Aquí viene Laurita, atrasada, como de costumbre». Ella se acercó, severa, y lo regañó. Siguió la caravana por la calle sin pavimentar.

De pronto, Allende golpeó las tablas de una puerta. Tardaron en abrir. Se asomó una mujer hosca. «Compañera, tengo sed. ¿Podría convidarme un vaso de agua?» La mujer no demostraba mucho ánimo de brindárselo. «Compañera, ¿me permite pasar? Soy Salvador Allende, senador elegido por el pueblo y ahora candidato a la Presidencia». Unos niños tímidos se arrimaban a las pretinas de la madre. «Como parlamentario he hecho las más importantes leyes de este país para proteger a la madre y al niño. Cuando sea Presidente, elegido por ustedes, no sólo se realizará un Programa de Cuarenta Medidas que favorecerá en especial a las madres y a sus hijos, sino que promulgaré el Código del Niño. ¿Me va a dar un vaso de agua?». La mujer fue al rincón que hacía de cocina, espantó las moscas y escanció la botella en un jarro desportillado. Se produjo un amago de conversación en que ella fue respondiendo con monosílabos. Terminó procediendo como dueña de casa y él se despidió invitándola a la concentración que se haría al caer la tarde.

Allende siguió perifoneando con su megáfono. Tocó varias puertas, habló con mujeres de edades diversas, marcadas todas por la miseria y el sufrimiento; a cada una, la miró como si fuera la única que existía sobre la tierra.

Fue un recorrido agobiante. La pequeña comitiva no podía disimular el calor ni el cansancio. Sólo Allende seguía fresco y animoso. Al atardecer, en un descampado que estaría destinado a plaza, sobre una improvisada tarima, algunos dirigentes de la población, jóvenes sobre todo, con el mismo megáfono convocaban a la gente. Poco a poco, fueron apareciendo algunas personas, pero no se acercaron, sino se ubicaron en las esquinas, en los alrededores. No sumaban un centenar. Allí el candidato dijo su discurso.

Al día siguiente, el periodista Eugenio Lira Massi publicó un artículo donde explicaba por qué había tomado la decisión de apoyar a Allende: porque se había dado cuenta de que estaba solo, porque lo había seguido en esa desolada proclamación del día anterior y no había visto respuesta de su pueblo para el hombre que durante toda la vida le había estado defendiendo sus intereses. En su breve columna, Lira fue muy elocuente y estremeció muchas conciencias.

Gradualmente, esas proclamaciones callejeras en los barrios más desamparados y populosos, fueron tomando bríos y esparciéndose al país entero. No fue una campaña de lujo, consumista, de carros suntuosos ni derroche de accesorios y publicidad. Su fundamento era el Programa de Cuarenta Medidas. Los resultados ya forman parte de la historia y baste sólo con recordar la nacionalización del cobre como un hecho señero en el decurso de este siglo.

El Programa de Cuarenta Medidas tiene un sólido fundamento en una obra borrada y olvidada —semejante olvido es una forma de censura—: La realidad médico social chilena, escrita por Salvador Allende en 1939, cuando era ministro de salubridad del presidente Pedro Aguirre Cerda. Este lúcido y muy documentado ensayo enfoca todas las miserias de un pueblo sometido durante ciento veinte años a la degradación y el yugo de la derecha.

Cuando triunfó por primera vez en la historia de Chile un candidato de izquierda, Chile tenía mortalidades infantil y materna de las más altas del mundo, lo cual impedía el crecimiento de una población que mayoritariamente se debatía agobiada por la tuberculosis, las venéreas, el alcoholismo. De las condiciones de vida daba una idea en las urbes el infierno de los conventillos. Ya entonces Allende había diseñado un programa para una política de salud, previsión social, educación, vivienda y cultura como única forma de sacar al país de su marasmo. Más de medio siglo permaneció La realidad médico social chilena sin ser reeditada. Este libro no se citaba, no figuraba ningún fragmento suyo en las antologías y recopilaciones de discursos de Allende. Hortensia Bussi lo recordó en una entrevista y dijo que ella había ayudado a Salvador a ordenar datos cuando lo estaba escribiendo. Acababan de conocerse. Estaban en un teatro, cuando empezó el temblor muy fuerte. El remezón y la alarma les permitieron acercarse y presentarse. Y comenzó el enamoramiento con la comunicación y el mutuo apoyo en algo tangible: el libro que Allende escribía...

Era la cuarta campaña.

La primera había tenido por generalísimo a un estudiante muy alto y alegre: José Tohá, muy popular porque había sido elegido presidente de la FECh. Entonces, los afiches de propaganda se reproducían en silkscreen, como llamábamos corrientemente la serigrafía, o se hacían a mano pintando con gouaches las hojas de diarios y pegándoles rondas y figuras recortadas. Nos amanecíamos confeccionándolos con los estudiantes de Arquitectura y Bellas Artes, sobre todo. Entre tantos autores, Javier (Maco) Gutiérrez, Sergio Bravo, Yoly Schwartz, Sergio González Espinoza, Jano Tapia Chuaqui. Estas verdaderas joyas artesanales no significaban un capricho ni un refinamiento de estetas sino, simplemente, que no había un céntimo para propaganda y, a falta de dinero, se acudía a la imaginación creadora.

No sólo en los afiches se notaba la huella de la creación artística: desde esa primera campaña, la actividad pública de Allende se caracterizó por la participación de artistas capaces de ofrecer todas sus manifestaciones en los actos públicos, como la actriz y cantante Inés Moreno, a más de cantores populares, actores y mimos.

Esa determinación de ofrecer lo mejor del arte al pueblo fue una innovación que marcó las campañas allendistas. Culminaría años más tarde cuando, como primera disposición presidencial, organizara el Tren de la Cultura en el primer verano de su gobierno con los mejores artistas para recorrer el sur del país y yo fuera la afortunada en subir a ese tren y reportear todo su recorrido. Entre los participantes había actores notables como Pedro Villagra, el cantante Julio Numhauser, los guitarristas Eulogio Dávalos y Miguel Ángel Cherubito, el mimo Eugenio Noisvander, los cómicos Guillermo Bruce y Sergio Feito. Y a medida que avanzaba el tren, se incorporaban artistas y escritores. Me reuní con Alfonso Alcalde en Concepción, iniciando una amistad que duraría hasta su muerte, y fuimos a ver a Daniel Belmar.

Pronto, Alfonso Alcalde me invitó a colaborar en su colección «Nosotros los chilenos», de Editorial Quimantú, con un ensayo sobre la emancipación de la mujer en nuestro país.

Pero no debo anticiparme. La mayor manifestación callejera de la primera campaña la encabezó un bote a vela portado en andas, así, todo el mundo pudo conocer el famoso «yate», pues Allende había sido acusado de tener una de esas embarcaciones en Algarrobo. El bote fue echado al agua en la pileta de Plaza Bulnes. El día de las elecciones, se formaron brigadas contra el cohecho y se denunciaban encerronas donde se pagaba a los «carneros» con un vaso de vino y una empanada. Los jóvenes los ubicaban señalándolos con un poco de harina o tiza para denunciarlos, más de algún carnero sufría una golpiza, pero el castigo a estos desgraciados no tocaba para nada a los felices cohechadores.

Allende sacó en aquella oportunidad cincuenta y dos mil votos calificados como los más limpios de todas las elecciones celebradas hasta esa fecha. Las otras campañas —este somero testimonio no pretende ser evaluación crítica— se realizaron con ánimos redoblados y las más diversas iniciativas.

En la cuarta, desde las palomitas, los rayados murales, el Tren de la Victoria, donde se llevaba la exposición de grabados, a las once de las pobladoras que elaboraban queques y canapés; del rasgueo de las guitarras, la participación de los conjuntos artísticos y cantantes populares hasta los murales iniciados por los artistas plásticos en el río Mapocho y, sobre todo, por las brigadas juveniles, reflejaban una propaganda imaginativa realizada por el pueblo mismo: no derroche de millonadas ni carnaval, sino formas creadoras, por medios entre los que no sobresalían, por cierto, la radio, la televisión, la mayoría de la prensa escrita, de llegar a la ciudadanía para que tomara su decisión y fuera agente del proceso.

¿Y cómo participaba el candidato? ¿Cómo actuaba Allende? Neruda dice al respecto: «A veces íbamos por las infinitas tierras áridas del norte de Chile. Allende dormía profundamente en los rincones del automóvil. De pronto, surgía un pequeño punto rojo en el camino: al acercarnos se convertía en un grupo de quince o veinte hombres con sus mujeres, sus niños y sus banderas. Se detenía el coche. Allende se restregaba los ojos para enfrentarse al sol vertical y al pequeño grupo que cantaba. Se les unía y entonaba con ellos el himno nacional. Después les hablaba, vivo, rápido y elocuente. Regresaba al coche y continuábamos recorriendo los larguísimos caminos de Chile. Allende volvía sumergirse en el sueño sin el menor esfuerzo. Cada veinticinco minutos se repetía la escena: grupo, banderas, canto, discurso y regreso al sueño. Y era esa manera de reposar, como un combatiente, la que le daba energías: Enfrentándose a inmensas manifestaciones de miles y miles de chilenos. Cambiando de automóvil a tren, de tren a avión, de avión a barco, de barco a caballo, Allende cumplió sin vacilar las jornadas de aquellos meses agotadores».

¿De dónde sacaba Allende tanta energía? ¿De dónde provenía tanta voluntad, tanta disposición y la capacidad de recuperarse en medio de la dificultad y no sólo esto, sino también la capacidad de no caer desmoralizado ente momentos que todos asumían como de derrota?

Estirpe de Patriotas

Incapaz de claudicar, su voluntad y lealtad al pueblo se sustentan en sus principios, en su ética, en su intransable consecuencia. Pero hay otra que sería injusto ignorarla, porque ello significaría desconocer la continuidad histórica tan deliberadamente embestida. Salvador Allende descendía por línea directa de criollos ilustrados que fueron soldados de la Independencia de Chile, de mujeres que se habían entregado con pasión a crear y criar, de seres que sacrificaron sus vidas por la dignidad de su pueblo. Allende se refirió a sus orígenes casualmente una sola vez, en una entrevista concedida a Julio Lanzarotti, la cual no tuvo mayor difusión.

Cuando el escritor francés Régis Debray entrevistó al presidente y le dijo que provenía «de una familia bastante acomodada, digamos de una familia burguesa», Allende respondió de muy escueta manera, sin explayarse:

«Conforme a una definición ortodoxa, mi origen es burgués, pero agrego que mi familia no estuvo ligada al sector económicamente poderoso de la burguesía, ya que mis padres ejercieron profesiones denominadas liberales y los antepasados de mi madre hicieron otro tanto».

Después añadió algo sobre su ubicación política:

«»«Todos mis tíos y mi padre fueron militantes del Partido Radical cuando ser radical implicaba, indiscutiblemente, tener una posición avanzada».

Pero nada más dijo de sus ancestros.

Vale la pena detenerse en los orígenes de Salvador Allende, porque sus más directos antepasados no sólo están estrechamente ligados a la historia de Chile, a su vida política, social y cultural, sino también fueron destacados protagonistas.

Los hermanos Allende Garcés son inseparables de la gesta de la independencia de Chile: Gregorio fue jefe de la escolta del director supremo Bernardo O’Higgins y su hermano Ramón integró las huestes de los Húsares de la Muerte, cuerpo fundado por Manuel Rodríguez para defender la república naciente.

Ramón Allende Garcés fue desterrado durante el gobierno de O’Higgins, después de la muerte de los hermanos Juan José y Luis Carrera y de Manuel Rodríguez. El propio José Miguel Carrera, en una de sus cartas, lo menciona entre los oficiales expatriados y enviados a combatir bajo las órdenes del general Simón Bolívar. En rigor, fue condenado a muerte, pero se le conmutó la pena por el expatriamiento.

El historiador Jaime Eyzaquirre en su libro O’Higgins, rememora cuánta indignación había en Santiago, después de los asesinatos de los hermanos Juan José y Luis Carrera:

«Don Ramón Allende, el teniente de la guardia de honor del Director Supremo fue apresado junto a otros conspiradores decididos a derribarlo; muy tarde se darían cuenta de que a su reunión secreta había asistido el propio O’Higgins...»

Luego de analizar los móviles de O’Higgins para tomar esa determinación y las conjeturas que sobre ello se hicieron, Eyzaguirre refiere que la Cámara de Justicia sentenció a los siguientes patriotas a ser pasados por las armas:

«en el término de veinticuatro horas a don Ramón Vásquez de Novoa, don Martín de la Cuadra y don Ramón Allende, y ordenando el confinamiento de los demás reos. Pero el Director, no obstante hallarse seguro de que el triunfo de los revolucionarios habría acabado con su propia vida, la perdonó a los tres primeros, conmutándoles la pena capital por la de destierro perpetuo del territorio de la República».

Ese destierro perpetuo a cambio de la vida, lo obligaba a ponerse al servicio de Simón Bolívar y combatir bajo sus banderas.

Don Ramón Allende peleó en las batallas de Boyacá y Carabobo, decisivas para la independencia de América. Su determinación la explicaba diciendo: «Todos somos americanos».

José Zapiola en sus Recuerdos de treinta años, afirma de los hermanos Allende Garcés: «Habían pertenecido a nuestro ejército desde la campaña de 1813 y habían conquistado gran fama por su raro valor».

Don Ramón Allende al retorno del exilio se radicó en Valparaíso, donde fue comandante del Cuerpo de Serenos. En este puerto fundó su familia.

El Abuelo Rojo

Ramón Allende Padín (1845-1884), su descendiente, abuelo de Salvador Allende Gossens, se tituló de médico en 1865 y se destacó como gran impulsor de reformas a la higiene pública y a la beneficencia. Emparentado por línea materna con el eminente médico Vicente Padín (1815-1869), cirujano militar, decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile.

Don Ramón en su corta vida fundó el hospital San Vicente. Fue presidente de la Sociedad Médica entre 1876 y 1880. Editó un periódico para denunciar los problemas de las víctimas de la injusticia social, titulado La Guía del Pueblo.

Gracias a mi guía porteño, el profesor de Filosofía Sergio Vuskovic Rojo, quien fue Alcalde de Valparaíso designado durante el gobierno de la Unidad Popular, pude conocer la primera escuela laica que hubo en Chile fundada por el doctor Allende Padín en 1871. No lejos de la iglesia de la Matriz, se alza la Escuela Nº 157 «Blas Cuevas», en cuyo patio se puede ver un busto en bronce de su fundador. Bajo el gobierno del presidente Allende fue provista de un moderno edificio, inaugurado para su centenario, con su asistencia, el 25 de octubre de 1971. Un mural pintado por profesores y alumnos es la mejor crónica ilustrada de la historia de la escuela, donde tampoco falta el presidente con su bata blanca.

Destacado dirigente del Partido Radical, Ramón Allende Padín fue elegido diputado por Santiago de 1876 a 1879 y luego senador por Copiapó de 1879 a 1882, pero renunció a su sillón parlamentario cuando estalló la Guerra del Pacífico. Marchó al frente con el Séptimo de Línea. Designado por el gobierno, Superintendente del Servicio Sanitario en Campaña, organizó la atención y dispuso los recursos de tal manera que es considerado el fundador de la sanidad militar en el ejército chileno.

En su Breve Historia de la Medicina en Chile, el doctor Sergio de Tezanos-Pinto afirma:

«Por decreto supremo del 8 de diciembre de 1879, firmado por el presidente Aníbal Pinto y por el ministro Gandarillas, se nombró jefe del Servicio Sanitario en Campaña al doctor Ramón Allende Padín, quien daría cuenta directa de sus actividades al Intendente General del Ejército, en Valparaíso

Ya había publicado en el diario Los Tiempos, el 14 de marzo de 1879, un proyecto de organización de Ambulancias Militares.

Don Ramón Allende fue director fundador del Cuerpo de Bomberos, luego de la ardua labor que le cupo desempeñar como médico identificando a las víctimas del incendio de la Compañía, como bien lo señala el doctor De Tezanos-Pinto:

«Allende Padín se había distinguido como estudiante, a raíz del incendio de la Compañía, en la identificación y sepultura de las casi dos mil personas fallecidas en la catástrofe. Fue parlamentario, médico jefe de un hospital de sanidad, en 1870, en la calle Libertador de Santiago, gran educador. Falleció a los treinta y nueve años de diabetes

Se comprende el impulso que lo llevó a semejante determinación, luego de la pavorosa experiencia vivida en plena juventud que puso a prueba su resistencia física, moral y espiritual.

El incendio de la iglesia de la Compañía, ubicada donde estuvo durante la Colonia el famoso Colegio de la Compañía de Jesús y donde después se alzaría el Congreso Nacional, fue una tragedia de proporciones atroces. Las personas muertas eran casi todas mujeres, de dos mil a dos mil quinientas, madres en edad fértil, la mayoría. Trabajaron en el reconocimiento de los cadáveres los doctores Vicente Padín y Guillermo Middleton, con varios alumnos, entre ellos, Ramón Allende Padín, debiendo cumplir la penosa tarea entre el martes y el sábado de la misma semana de la catástrofe. Dice De Tezanos-Pinto:

«Los cadáveres habían llegado al cementerio en doscientas carretadas y debieron ser amontonados en un terreno vecino y, luego trasladados en hombros o en carretillas a las fosas comunes que se iban abriendo. Dicen las crónicas de la época que Allende Padín perdió la salud y casi la vida en tan sacrificada tarea».

Tan destacado médico y hombre público no sólo impulsó las medidas favorables a la higiene pública y la beneficencia, también fue parlamentario, presidente de la Sociedad Médica, decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile y llegó a ser alto jerarca de las logias masónicas y, como afirma su nieto Salvador:

«Mi abuelo, el doctor Allende Padín fue Serenísimo Gran Maestre de la Orden Masónica en el siglo pasado, cuando ser masón significaba luchar […] Mi abuelo fundó la primera escuela laica de Chile y por su posición lo llamaron el «Rojo Allende».

El doctor Allende Padín casó con una de las pintoras más importantes del siglo pasado: Celia Castro.

La Abuela Artista

Celia Castro ha sido injustamente olvidada de nuestra historia artística y sólo se hace referencia a ella en algunas investigaciones especializadas, aunque se la considera «la primera pintora profesional de nuestro país, es decir una personalidad que no tuvo otra meta en su agobiada existencia que el ejercicio desinteresado del arte, al que se entregó con toda su alma», en la opinión del historiador Eugenio Pereira Salas.

Celia Castro nació en Valparaíso en 1860 y murió en Viña del Mar el 19 de junio de 1930. En el puerto estudió pintura con don Juan Francisco González. Casó muy joven con el doctor Ramón Allende Padín.

El ejercicio desinteresado de su arte le proporcionó a Celia Castro el reconocimiento oportuno del medio cultural nacional, pero también le exigió enormes sacrificios y dolorosas decisiones, y cómo lo expresa Eugenio Pereira Salas: «Esta temprana consagración le permitió encontrar las fuerzas necesarias para el desarraigo familiar en una carrera de creación».

Tal ejercicio ha sido considerado «como una vocación admirable» por José María Palacios (diario «La Segunda», 29.09.81) y «una vocación apasionada» por el crítico Enrique Melchers («El Mercurio de Valparaíso», 16.07.84).

La joven viuda se entregó por completo a la creación artística dando muestras de una vocación incuestionable a lo largo de su vida. Ese mismo año se trasladó a Santiago y se incorporó al dinámico grupo de Pedro Lira, quien también tuvo a otras discípulas muy destacadas: Magdalena y Aurora Mira; estas tres mujeres forman el gran trío femenino de las artes plásticas del siglo diecinueve.

Un aspecto de su espíritu rebelde se advierte en su decisión de dejarlo todo para seguir su vocación, así es como en 1908 acepta la beca que le confiere el gobierno chileno para irse a París.

Ese mismo año de 1908, el 26 de junio, su hijo, el abogado Salvador Allende Castro, casado con Laura Gossens Uribe, la hizo abuela de su primer nieto, un muchachito que, como el padre, fue bautizado con el nombre de Salvador.

Digno de destacarse es el ascendiente del maestro de Celia Castro en sus discípulos: fue Pedro Lira (1849-1912), alumno de Alejandro Ciccarelli (1810-1879). El napolitano Cicarelli llegó a Chile y aquí se quedó para siempre; es reconocido no sólo por la calidad de su obra, sino también por haber sido el animador del medio cultural de la época donde impuso su influencia moral, su capacidad de crear un intenso espacio para el arte y de rodearse de discípulos que compartían sus principios, su inquietud y su amor por la creación artística.

Celia es una de las primeras artistas chilenas que sobresale por su obra y actitud de gran independencia. Tiene apenas veinticuatro años cuando rompe con todos los cánones de su tiempo. Se da a conocer en el medio artístico con Las Playeras, hoy en el Museo de Talca. En este cuadro el mar es el elemento coprotagónico que inviste a las dos mujeres del primer plano de su calidad de seres dependientes de él y ligados a sus cambios y movimientos; cabe destacar esta circunstancia, por cuanto en esa época el mar solía ser ajeno a los pintores nacionales.

En el Salón Oficial del año 1884 causan asombro veintiséis mujeres pintoras. Celia se presenta con Una naranja y un limón, Una piña, Una sandía y un limón, Flores y frutillas, Nísperos, Macetero de violetas, Erizos. Dicha presencia femenina es destacada por Manuel Rodríguez Mendoza:

«La mujer chilena rompe de una manera brillante y audaz el círculo tradicional y estrecho de los antiguos planes de estudio» («La Época», 08.11.1884)

Entonces el crítico Diógenes afirma que Celia Castro «ha conseguido sobreponerse a los artistas de profesión en el género que ha escogido. Sus naturalezas muertas son admirables. Los inteligentes habrán saboreado con fruición aquellas frutillas, aquella sandía y aquel melón en que hay tanta verdad y tan intensa riqueza de color» («El Taller Ilustrado», 20.01.1884). Ella se hace notar entre pintores tan importantes como Pedro Lira, Magdalena Mira, Cosme San Martín, Ramón Subercaseaux, Juan de Dios Vargas. Esas mismas naturalezas muertas provocan la entusiasta exclamación de Benjamín Vicuña Mackenna: «Ha robado a los trópicos todas sus luces y sus jugos a todas las frutas con su pincel que destila en el paladar los ricos deleites de la piña…»

El 22 de febrero de 1885, «La Época» anuncia: «Exposición de Bellas Artes para el día siguiente en el edificio de la Quinta Normal, frente a la plazuela que sirve de vestíbulo al Salón». Entre exponentes como Pedro Lira, Onofre Jarpa, Alberto Orrego Luco, están cuatro destacadas mujeres: Celia Castro, Magdalena y Aurora Mira, Ana Ovalle.

Del Salón de Santiago, organizado por la Sociedad «Unión Artística» en la Quinta Normal, en 1888, el joven pero exigente crítico Pedro Balmaceda Toro (1868-1889), hijo del presidente José Manuel Balmaceda, afirma:

«si hubiese de caracterizar la pintura chilena en algunos de los cuadros de nuestros pintores, ya sea por la novedad de la factura, por ese aire que me imagino ha de tener el arte en cada país, según sea su clima y sus condiciones sociales escogería por ejemplo, El podador (La poda), de Celia Castro, con su crepúsculo de ópalo disuelto en rosas, La Náyade de Valenzuela y su Resurrección de la hija de Jairo».

Más adelante, Pedro Balmaceda ofrece una reflexión que si bien permite apreciar lo que comúnmente se esperaba de una mujer dedicada al arte, también indica que Celia había roto con esos prejuicios:

«La señorita Celia Castro abandonó sus naturalezas muertas, aquellos rinconcitos donde crecían fresas y margaritas, aquellos pequeños estudios entonados en las luces más vigorosas y a la vez más profundamente sentidas, para explorar un nuevo campo en el cual, si ha ganado la novedad y la energía de la factura, ha perdido un poco su temperamento de mujer, aquella poesía que firmaba todas sus telas».

Con el dramático retrato titulado Vieja donde se advierte su exacerbada sensibilidad y su profundidad psicológica ya había logrado digno reconocimiento.

Con Primero de Noviembre se presenta a la exposición de Roma.

Elegida por su maestro, junto a otros pintores chilenos, viaja a Europa en 1889 participa en la Exposición Universal de París, con motivo del centenario de la Revolución Francesa. En tan importante muestra le fue conferido el diploma especial de honor y la tercera medalla.

Al respecto, Vicente Grez, quien consideraba a Celia «un alma joven desbordante de vida», comentó en Les Beaux-Arts au Chili:

«Ningún artista ofrece en el mismo grado que la señorita Castro esa quietud de talento que busca ansiosamente su camino».

Más tarde, Celia vuelve a exponer en los salones franceses y también en 1904, en la Sala Latinoamericana de Bellas Artes de París.

Enviada a Francia como pensionada del gobierno en 1908, Celia permaneció hasta 1927 en Europa, con breve viaje a Chile, exponiendo en los salones. De su estancia de más de veinte años en Europa, resultan obras como Techos de París y Techos nevados de París, con la elegante estatura de edificios de evocación gótica.

Celia Castro sabe dominar la reciedumbre, la simplicidad y la ternura, como se aprecia en Conejito con su rica gama de grises. También ama la naturaleza potente, de ello dan testimonio sus Uvas: cuelgan de la rama viva, acaparan la luz y los granos se tornan incandescentes reflejando el rosa moscatel y el azul malva velado de esporas, mientras las hojas de parra se iluminan al trasluz.

Obras suyas pueden apreciarse hoy en varios museos del país: en el Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago, en el Palacio Baburizza, Cerro Alegre, Museo Municipal de Valparaíso, y en la Universidad de Concepción, cuya Pinacoteca considera entre sus tesoros el óleo sobre tela La poda.

En La poda, su figura central es un jardinero encaramado en un árbol, modelo de equilibrio. Está enmarcado sobriamente con madera dorada y un paspartout como pasamanería de oro y negra. Se puede apreciar este óleo sobre tela en la Sala «Tole Peralta» de la Casa del Arte de la Universidad de Concepción. Prodigio de equilibrio tenso, La poda capta un momento específico del empeño del ser humano por dominar la naturaleza y ponerla a su servicio. La poda es preanuncio de primavera florida y de verano frutoso. Con la intervención del hombre, los frutos no serán tan abundantes, pero tendrán calidad superior. En una atmósfera melancólica dada por la vasta gama plateada, un hombre y una mujer trabajan concentrados en su tarea. El cuadro evoca futuro. El protagonista es un árbol en primer plano; a la izquierda –en la orilla de la tela se asoma un tercer árbol aún no podado– asciende el tronco como señalando la armonía áurea al delimitar el primer tercio del óleo sobre tela, y se curva como un hombre agobiado. En un nudo de la axila del árbol se apoya el pie derecho del podador que se equilibra y se asegura afirmando el pie izquierdo, flexionada la pierna en el nacimiento de otra rama. La mano izquierda se sujeta de una vara erguida, mientras la mano derecha, muy asida la tijera de podar, corta una ramita en el ápice. Del rostro tapado por el brazo que poda, sólo se distinguen parte de la oreja y la sien. Ese rostro dirige su mirada hacia arriba, mas a la rama, no al cielo. Por efecto de la posición forzada, el cuerpo del podador se yergue echándose hacia atrás. De camisa blanca y chaleco pardo como el pantalón, ha de tener muy calado el sombrero de paja, pero parece equilibrarse como indicando que no hay brisa. Se percibe una tensión resultante de la no violencia: no viento, no fuego, no lluvia, es decir, el invierno no es maldición. No hay oscuridad ni amenaza. No hay pobreza ni frío ni temor ni alarma ni inquietud. El invierno es vida. El segundo tercio está delimitado por un árbol ya podado, abierto en Y como un hombre que desde el suelo elevara sus brazos. En el tercer tercio se inclina una joven como siguiendo la curvatura del primer árbol. El suelo está cubierto de hojas en descomposición, casi humus, y de ramas cortadas. Todo indica que los árboles pertenecen a un huerto interior. Árboles y figura femenina contrastan con la tapia pintada a la cal y rematada por tejas cuyos intersticios han permitido que broten unas hierbas. Este remate forma ángulo casi agudo con el tercer plano: más atrás hay otra muralla de tono más sombrío; corresponde a una casa o bodega y deja en evidencia la inclinación de su tejado. El cuarto plano es el cielo, formidable indicio de un día nublado, como amenazante de lluvia; este cielo de plata se ilumina por tenues celajes rosados. De manera magistral lo describió Pedro Balmaceda Toro: un cielo de ópalos derretidos.

Celia Castro logró formidable acierto al dar la luz plata, tonalidad exacta de un día de invierno chileno; uno de esos días nublados, amenazador de lluvia, de temperatura casi tibia, esto se nota muy bien por mujer en blusa y el hombre en mangas de camisa, sin más protección que el chaleco. Otra característica de semejante día invernal es la ausencia de brisa, que le permite al hombre conservar el sombrero. La joven sujeta una rama en el momento previo al acto de apoyarla en una rodilla para quebrarla. El ademán sugiere el empleo que tendrá esa rama y también las otras: alimentar el fuego, ya sea para calentar la casa, cocinar los alimentos o lavar la ropa; de modo que la mujer completará el ciclo podar-quebrar-arder. De su rostro se deja ver la nariz respingona y un pómulo. La cabellera castaña espesa parece estar atada por un pañuelo del mismo tono. Son justamente los tonos marrones y sepia los que prevalecen, en contraste con los matices plateados. Sólo la falda de la mujer tiene flores de colores, aunque parecen añejos, como si la pátina hubiera querido envejecer su vivacidad. Esta riqueza de tonalidades pardas —cabellos, ropaje, troncos, tejas, ropaje, calzado, tierra húmeda, hojas marchitas conjugan los matices castaños—, ponen énfasis en el vínculo ser humano, tierra, invierno, trabajo. La joven, como el árbol, se toma el tiempo para dar el fruto, alimentar el fuego, proseguir la vida.

Llaman la atención las manos de ella y las de él, manos formadas por el trabajo, muñecas gruesas, dedos eficaces para asir-se, para sujetar la herramienta que es su natural prolongación; resulta inevitable no asociar estas manos de homo faber a los estudios de casi un millar de manos que hizo más tarde Fernand Léger para sus cuadros de Los Constructores. Todo el cuadro La poda es una sinfonía del trabajo, una cotidianeidad sin sombras, ausente de melancolía, captación de un tiempo que desgasta, da peso, nutre y permite maduración; el muro mismo es concreción de trabajo humano, La obra en su conjunto no revela ni claridad ni oscuridad sino serenidad en la labor propia de la estación. Aquí se da con precisión un aspecto de la obra de Celia Castro al que el crítico Antonio Romera supo asignarle la debida importancia: «los efectos psicológicos derivan de la forma plástica, no de lo narrativo».

Para mejor apreciar la gran obra de Celia Castro es indispensable recorrer la Pinacoteca o Casa del Arte de la Universidad de Concepción. En la Sala «Tole Peralta», muros y piso dignamente revestidos de noble madera, hemos podido admirar junto La poda, el Retrato de Belisario Briceño de Juan Francisco González que, como sabemos, fue maestro de Celia Castro en Valparaíso; dos obras maestras de Alfredo Valenzuela Puelma: Ninfa de las cerezas donde alcanzan poderosa significación sensorial las texturas de piel humana, peluda piel animal y cuero curtido, y El hijo pródigo; dama del abanico, de Pedro Lira; el retrato de gregorio mira, donde el caballero, que también fue pintor, contempla la obra de la autora de su efigie: su hija Magdalena Mira y meditando la lectura, de Julio Fossa Calderón. La Pinacoteca o Casa del Arte de la Universidad de Concepción merece reconocimiento nacional por corresponderle el enorme mérito de haber reunido las más notables pinturas del último tercio del siglo XIX, a más de muchas otras anteriores y posteriores, indispensables para configurar el mapa de las artes plásticas nacionales.

Celia Castro aún no ocupa el sitial que le corresponde en nuestra historia cultural y sólo se hace referencia a ella en algunas investigaciones especializadas, aunque se la considera «la primera pintora profesional de nuestro país, es decir una personalidad que no tuvo otra meta en su agobiada existencia que el ejercicio desinteresado del arte, al que se entregó con toda su alma», en la opinión del historiador Eugenio Pereira Salas. Un aspecto de su espíritu rebelde se advierte en su decisión de dejarlo todo para seguir su vocación artística, así es como en 1908 aceptó la beca que le confiere el gobierno chileno para irse a París. Ese mismo año, el 26 de junio, su hijo, el abogado Salvador Allende Castro, casado con Laura Gossens Uribe, la hizo abuela de su primer nieto, un muchachito que, como el padre, fue bautizado como Salvador.

Regresó de Europa en 1927 con su salud quebrantada y se radicó en Valparaíso donde abrió su taller a los pintores jóvenes. A sus clases asistieron artistas que después ocuparían destacado lugar en nuestras artes plásticas, como Roko Matsjacic, René Tornero, Chela Lira, Jim Mendoza. Se caracterizó por su generosidad y su gran capacidad para demostrar su afecto a los jóvenes artistas que fueron sus discípulos.

El Padre: Versos y Humor

Salvador Allende Castro, hombre de gran sentido del humor, muy querido en los círculos sociales, ameno improvisador de versos, no faltó la revista porteña que publicara algún poema suyo y muchos se conservaron en álbumes femeninos, casó con Laura Gossens Uribe y fueron padres de Salvador, Laura, Alfredo e Inés.

Doña Laura era hija de Arsenio Gossens, comerciante francés que se avecindó en Chile y fundó familia en Concepción y luego se trasladó a Lebu donde organizó el cuerpo de bomberos; fue padre de Laura y de Arsenio Segundo. Este hijo se cuenta entre las víctimas de la conspiración juvenil de Lo Cañas contra el presidente José Manuel Balmaceda, donde la mayoría de los participantes sucumbió a una emboscada de la que se salvó Arturo Alessandri Palma por no haber tenido caballo para llegar a la cita.

Salvador Allende Castro, teniente artillero, participante activo en la batalla de Concón para la guerra civil de 1891. Militante radical, llegó a ser miembro de la Junta Central de su partido. Por sus funciones de abogado, notario, miembro del Consejo de Defensa Fiscal de Valdivia, luego designado relator de la Corte de Apelaciones, más tarde abogado de la Comisión del Plebiscito de Tacna y Arica, a cargo de la defensa de los intereses chilenos, estuvo obligado a trasladarse a puntos extremos del país. Por ello, su hijo Salvador debió estudiar en ciudades diversas como Santiago, Valdivia, Valparaíso, Tacna.

Del final de sus días, da cuenta su propio hijo que estaba preso junto con su hermano cuando agonizaba su padre. En esa ocasión pidió permiso para acompañarlo y fue conducido con una guardia armada:

«Mi padre estaba enfermo, se le había amputado una pierna y tenía síntomas de gangrena en la otra. Estaba prácticamente en sus últimos momentos. De ahí que estando detenidos, se nos permitió a mi hermano y a mí, ir a ver a nuestro padre. Allí como médico me di cuenta del estado de gravedad suma en que se encontraba. Pude conversar unos pocos minutos con él y alcanzó a decirnos que nos legaba una formación limpia y honesta y ningún bien material. Al día siguiente falleció; en sus funerales hablé para decir que me consagraría a la lucha social, promesa que creo haber cumplido

Salvador Allende Castro no había alcanzado a conocer a su padre, pero recordó siempre la frase que su progenitor tenía como divisa: «Lo importante es permanecer leal a los ideales».

En la hora de la muerte, la misma lección legaría a sus hijos.

¿Dónde nació Salvador Allende? Aunque Valparaíso se disputa su cuna, quise salir de dudas y fui a buscar al Registro Civil los certificados de nacimiento y muerte del Presidente Allende.

Salvador Guillermo Allende Gossens nació el 26 de junio de 1908 a la una y media de la madrugada en avenida España Nº 615, Santiago, como lo demuestra el certificado firmado por su propio padre que lo inscribió en la Circunscripción Nº 2 del Registro Civil de Santiago, el diecisiete de julio de ese mismo año, bajo la partida 1754. Sin embargo, es indiscutible que Salvador sentía como suyo ese puerto de donde procedían sus antecesores, es así como él mismo afirmó:

«Soy porteño y soy el primer Presidente porteño».

Luchador Social

Campeón juvenil de decatlón y natación del Liceo Eduardo de la Barra, buen ajedrecista, hizo el servicio militar, presentándose como voluntario, en el Regimiento de Coraceros de Viña del Mar.

A muy temprana edad asume el ideario socialista y participa activamente en las luchas estudiantiles; reconoció siempre la gran influencia que en él tuvo el zapatero anarquista Juan Demarchi:

«Cuando era muchacho, en la época en que andaba entre los catorce y quince años, me acercaba al taller de un artesano zapatero anarquista, llamado Juan Demarchi, para oírle su conversación y para cambiar impresiones con él. Eso ocurría en Valparaíso en el período en que era estudiante del liceo. Cuando terminaba mis clases iba a conversar con ese anarquista que influyó mucho en mi vida de muchacho. Él tenía, o tal vez sesenta y tres años, y aceptaba conversar conmigo. Me enseñó a jugar ajedrez, me hablaba de cosas de la vida, me prestaba libros […], como de Bakunin, por ejemplo, y sobre todo los comentarios de él eran importantes porque yo no tenía una vocación de lecturas profundas y él me simplificaba con esa sencillez y esa claridad que tienen los obreros que han asimilado las cosas

Allende fue presidente del Centro de Alumnos de Medicina y vicepresidente de la Federación de Estudiantes de Chile. Participó activamente en la lucha estudiantil contra la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo:

«En esa época, antes de 1932, estuve expulsado de la Universidad y estuve preso […] tuve cinco procesos, fui sometido a cortes marciales. Cuando vino la caída de la República Socialista de Marmaduke Grove estaba haciendo mi internado de Medicina en Valparaíso. Entonces pronuncié un discurso como dirigente universitario en la Escuela de Derecho, como consecuencia del cual se me detuvo. Además fueron detenidos otros familiares míos entre los cuales mi cuñado, hermano de Marmaduke Grove, y un hermano mío que casi no participaba en política».

A poco de titularse, fundó el Partido Socialista:

«…para poder entrar a trabajar a los hospitales de Valparaíso tuve que presentarme a cuatro concursos y a pesar de que era el único oponente no me nombraban por lo que había sido como estudiante. Entré a trabajar como ayudante de anatomía patológica, es decir, mi primer trabajo fue muy duro, muy pesado, tenía que hacer autopsias. Siempre en Valparaíso, a pesar de mi trabajo, hice militancia partidaria y prácticamente yo fui el fundador del Partido en Valparaíso y recorrí los cerros, y los barrios e iba al campo…»

Su gran amor filial por su madre, doña Laura, católica devota, Salvador lo extendió a la Mamita Rosa, mujer que conoció cuando ya era adolescente, empleada de una tía suya. La Mamita Rosa no hacía sino representar a las ilustres pero anónimas mamas que a lo largo de la historia de nuestro país habían criado a hijos que no habían parido.

La Mamita Rosa lo regaloneaba, le preparaba la cazuela, el chupe de locos y otros platos favoritos, a su gusto. Un día, cuando él estaba en una de sus candidaturas, la anciana llegó muy disgustada porque había ido a comprar a la Vega y sus caseros se había reído de ella cuando les aseguró que su hijo era Salvador Allende. Éste sintió que ella merecía un desagravio y decidió acompañarla al día siguiente y, tomado de su brazo, ante todos los veguinos la llamó con alegría y amor: «Mamita Rosa». También alcanzó a llevarla a la Moneda cuando fue investido presidente de la República.

Antes de los treinta años, Salvador Allende ya había sido elegido diputado. Pronto fue designado ministro de Salubridad por don Pedro Aguirre Cerda, el primer presidente de izquierda en la historia de Chile, elegido por el Frente Popular, a fines de 1938. Como ya dijimos,al comienzo del nuevo año, en un cine, empezó un fuerte temblor, Allende conoció a la que sería su esposa, una mujer menuda y bella, de ojos impresionantes, profesora de Historia: Hortensia Bussi.

Con el terremoto de enero de 1939, Allende demostró su asombrosa capacidad de organización. A la cabeza de los médicos de este país, inició la mayor obra médica, social y solidaria para enfrentar una tragedia que había asolado a una región entera dejando millares de muertos y heridos.

Amistad de Allende y Neruda

Amor a la vida, humor, la acción, la audacia, el compromiso y consecuencia son, sin duda, algunos de los factores que incidieron en la amistad entre Allende y Neruda, como también el hecho de haber sido senadores en el mismo período. Ambos vivieron idénticos motivos vitales y fueron estremecidos por similares experiencias. Llegan al apogeo de sus existencias cuando uno es presidente de la república y el otro recibe el Premio Nobel mientras representa a Chile en la embajada de Francia. Le corresponde al presidente Allende dar a conocer al país que el poeta ha sido galardonado con este premio. En este momento de gloria, Allende expresa sobriamente:

«Por cierto que no es ésta la oportunidad de señalar o bosquejar aunque fuera en forma muy somera la obra de Pablo Neruda, cuya prodigiosa imaginación alcanza todos los aspectos de la vida del hombre, quiero destacar que nada ha escapado a la imaginación de este poeta nuestro. Sus libros y sus poesías están traducidos desde hace tiempo a todos los idiomas. Sin embargo, es útil decir que éste es el premio al poeta comprometido con su pueblo, el que ha paseado por sus versos una fase significativa de su tarea; por eso es natural que en esta hora sea el pueblo el que con mayor alegría festeje a su compatriota, a su hermano».

Esa amistad que los unía no pudo evitar traslucirse en dicha comunicación:

«Personalmente tengo motivos muy especiales para sentirme en este instante conmovido por esta distinción que se otorga a Pablo, con quien durante tantos años participara en los combates populares. Fue un compañero de muchas giras en el Norte, Centro y Sur de Chile. Siempre recordaré con emoción cómo el pueblo que escuchaba nuestros discursos políticos escuchaba con emoción y en silencio expectante la lectura que Pablo hacía de sus versos. Qué bueno fue para mí ver la sensibilidad del pueblo y cómo los versos del poeta caían en el corazón y la conciencia de las multitudes chilenas».

Fue portentosa la indiferencia de los medios comunicacionales ante el Premio Nobel conferido a Pablo Neruda. Dos factores principales la explican: uno político y el otro, acultural. El suprapoder que estaba gestando el golpe de Estado tomaba una medida política contra el gobierno de la Unidad Popular y este gobierno estaba siendo bloqueado. Se unía al sectarismo el afán de minimizar el suceso cuando el Nobel lo recibía Neruda, no sólo un poeta famoso sino también un representante de la izquierda de ese tiempo: una izquierda consecuente.

Por si fuera poco, ese poeta era el embajador del gobierno de Salvador Allende en Francia. El manejo de los medios de comunicación por el suprapoder afectaba, como siempre, al continente entero. También conviene recordar que en esos días Neruda estaba realizando una gran actividad para dotar de obras de arte al Museo de la Solidaridad, nacido como una forma del arte y el pensamiento para combatir el bloqueo.

El factor acultural indica en qué medida se menosprecia en nuestro país y en todo el continente el acontecimiento artístico o literario: la cultura no es noticia, la cultura no vende. Digo todo el continente, porque ningún medio envió reporteros. De Chile, fuimos Sergio Silva, locutor de Televisión Nacional y yo, responsable en el diario El Siglo de mi columna cultural «No sólo de pan...» El aculturalismo impregnaba a otras instancias políticas de la misma izquierda que no hicieron ni el menor esfuerzo por enviar un representante a Suecia en esas circunstancias.

Indiscutiblemente, el Premio Nobel para Pablo Neruda fue la máxima expresión cultural del período.

En Chile, la alegría de tener otro Premio Nobel después de Gabriela Mistral, quien lo recibió en 1945, fue refrendada con una de las trascendentes, pero también muy olvidada, iniciativas del presidente Salvador Allende: la publicación de la Antología Popular de Pablo Neruda, por la que el vate no percibiría derechos de autor. Formato grande (1/4), con prólogo de Allende, ciento veintiséis páginas y una breve columna biobibliográfica en la contratapa; se advierte al inicio:

«Este libro no puede ser puesto en venta. Su finalidad es que llegue en forma gratuita al pueblo chileno».

El «Colofón» reza:

«Este libro, que contiene algunos de los poemas de Pablo Neruda tomados de sus diversas obras, ha sido impreso por orden del Presidente de la República, compañero Salvador Allende, para ser distribuida entre los más amplios sectores del pueblo chileno.

La selección fue confiada por el autor a Homero Arce y el trabajo se realizó entre este escritor y el poeta en su casa de «La Manquel», aldea de Condé-sur-Iton, de la Normandía francesa, en el mes de septiembre de 1972.

Fue impreso en los Talleres Gráficos García, terminándose el 20 de noviembre de 1972».

Esta Antología no alcanzó a repartirse en su totalidad y la mayor parte de la edición fue quemada por Carabineros en la Editorial Quimantú.donde se hallaban almacenados los ejemplares.

Vida Cultural

Muchos acontecimientos bajo el gobierno de Allende revelaban una gran participación de artistas e intelectuales en el acontecer nacional. Ya durante la campaña, a partir de una idea del pintor Guillermo Núñez, se realiza una exposición de serigrafías de cuarenta artistas que se presenta simultáneamente en ochenta lugares del país en 1970. En Santiago, la inaugura Salvador Allende en la carpa de un circo instalada en el Parque Forestal, frente a la Escuela de Bellas Artes y detrás del Museo.

A medida que iba tomando vuelo la cuarta campaña presidencial de Allende, los comités de la Unidad Popular (CUP) rivalizaban en iniciativas, entre ellos, el CUP de Artistas Plásticos. Primero, fueron los murales callejeros, después una carpa en el Parque Forestal, ante la Escuela de Bellas Artes. Se abría al público con manifestaciones diversas de arte y allí se ofrecieron muestras del cine cubano. Comenzaron a hacerse exposiciones callejeras en los barrios más apartados. Los artistas salían a pintar murales en espacios abiertos y algunos cometieron la audacia de pintar los muros de la canalización del río Mapocho. Esta intensa actividad culminó con el álbum de serigrafías de los exponentes, entre las cuales se destacaba una espléndida cabeza de caballo de Delia del Carril. De esta serigrafía, el artista Guillermo Núñez obtuvo muchas copias y se vendía a muy bajo costo, de modo que se podía hallar hasta en casas muy modestas.

Durante el gobierno de Allende, tampoco amainaron las realizaciones e iniciativas de los artistas plásticos y se fueron plasmando en las muestras realizada en el Museo de Arte Contemporáneo, en la Quinta Normal, por iniciativa de su director Guillermo Núñez: las Cuarenta «Medidas del Gobierno Popular», «Los grabadores de La Granja», «Las brigadas muralistas», «Encuentro Chile-Cuba», «Museo de la Solidaridad», «Apoyo a la lucha del pueblo brasileño. No a la Bienal gorila». En «El pueblo tiene arte con Allende» se presentó Delia del Carril con una de sus obras. ¿Qué interpretaba su caballo? Acaso la metáfora.

Delia del Carril presenta en aquella ocasión una cabeza de caballo que va a terminar siendo su obra más difundida y reimpresa hasta ahora. Después del triunfo de Salvador Allende, también por iniciativa de Guillermo Núñez, en los festejos de la transmisión del mando, son repartidas en los alrededores de la Moneda diez mil carpetas con dieciséis dibujos en offset inclusive la famosa cabeza.

Mucho después, al trabajar en el Instituto de Arte Latinoamericano de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile, bajo la dirección de Miguel Rojas-Mix, conocí a Carmen Waugh, cuya eficiencia marchaba al compás de su silencio. Carmen fue la directora del Museo de Solidaridad «Salvador Allende» hasta que la echaron ahora en este año de 2005. Muchos años después, ya en «democracia transicional, transitoria o transitiva», un día invité a mis alumnos a conocer ese museo; para mi sorpresa, encontré bastante resistencia. Al fin, uno me dijo: «mire, profe, no nos da la gana de ir a ver panfletos políticos, afiches y cosas por el estilo». Cuando les dije que se trataba de arte moderno, se entusiasmaron, lo recorrieron con sumo interés y algunos volvieron.

La llegada al Instituto de Arte Latinoamericano del crítico de arte brasileño Mario Pedrosa, el organizador de la Bienal de Sao Paulo, sería determinante para echar las bases del Museo de Solidaridad, por iniciativa de José María Moreno y Galván y el apoyo de los artistas de todo el mundo al Comité Internacional de Solidaridad Artística con Chile. Entre los integrantes de este comité se hallaban Louis Aragon, Giulio Carlo Argan, Rafael Alberti, Aldo Pellegrin.

En ese período comenzaron a llegar a Chile muy importantes obras de los maestros de este siglo: Joan Miró, Calder, Franz Stella, Quaytman, Chillida, Carlo Levi. Desde Montevideo, doña Manolita Piña, la viuda de Torres García, regaló un cuadro de su esposo y lo envió por intermedio del doctor Emilio Ellena.

El Museo de la Solidaridad «Salvador Allende» perteneciente al pueblo de Chilecontiene la más importante colección de arte contemporáneo existente en nuestro país y una de las más representativas de América Latina.

Artistas e intelectuales progresistas habían venido participando ciega y activamente en la campaña contra la guerra civil, de la que era motor Pablo Neruda. Aún no hacía un mes que se había estrenado Las troyanas, de Eurípides, en versión de Jean-Paul Sartre, bajo la dirección de Pedro Orthous. Sufríamos con el dolor de Hécuba y Andrómaca y no queríamos que nuestro destino se identificara con el de ellas.

Bajo la consigna «no a la guerra civil», lanzada por el Partido Comunista, se habían venido realizando peñas, encuentros, concursos, exposiciones. Recuerdo un cartel de Gracia Barrios: una madre amamantando a su niño, la sombra de ambos manchada con sangre. La Sociedad de Escritores de Chile había llamado a un concurso de poesía, cuento, etc., con el tema impuesto por la consigna: «No al fascismo, no a la guerra civil».

Durante el gobierno de Allende, tampoco amainaron las realizaciones e iniciativas de los artistas plásticos y se fueron plasmando en las muestras realizada en el Museo de Arte Contemporáneo, en la Quinta Normal, por iniciativa de su director Guillermo Núñez: las «Cuarenta Medidas del Gobierno Popular»,«Los grabadores de La Granja», «Las brigadas muralistas», «Encuentro Chile-Cuba», «Museo de la Solidaridad», «Apoyo a la lucha del pueblo brasileño. No a la Bienal gorila». En «El pueblo tiene arte con Allende» se presentó Delia con una de sus obras. ¿Qué interpretaba su caballo? Acaso la metáfora.

Parece borrado de la memoria colectiva el alucinante acto oficial organizado para recibir al Premio Nobel Pablo Neruda en gloria y majestad.

El Estadio Nacional dejaba ver vacía no menos de la mitad de las localidades. El Presidente Allende se hallaba fuera del país. En la tribuna de honor, se podía ver al general Prats y a José Tohá. Estaba todo el cuerpo diplomático. En un momento dado, se sintió mal Nada Radovic, esposa del embajador de Yugoslavia, pero se esforzó para disimular el malestar... Después, Sanda Dumitrescu, esposa del embajador de Rumania, me diría que tuvo que poner a prueba el dominio de sí para no ponerse de pie y salir del recinto: uno de los números del programa era una larga presentación de perros policiales amaestrados; los uniformados obligaban a los perros a hacer toda clase de destrezas, inclusive perseguir a un hombre y capturarlo... Sanda exclamaba: «¿Cómo pudieron presentar esas pruebas? ¡Hemos revivido lo que nos hacían con sus perros los nazis durante la ocupación!» Esos perros y los recuerdos de Hormiga sobre la guerra civil española sonarían después como anuncios no oídos de lo que vendría.

Volví de Cuba el 28 de agosto de 1973, luego de un mes de estancia en la isla, invitada por el diario Granma. Era de noche y Santiago estaba a oscuras. Pasé por el diario y sólo había un reportero de turno. Me dijo que todos estaban en la peña de René Largo Farías celebrando el aniversario de El Siglo. Fui y los encontré felices. Entre los invitados estaban Víctor Díaz y su esposa Selenisa Caro. Víctor había sido tipógrafo de la Editora Horizonte. Siempre me llamaba la atención ver a este hombre moreno de apariencia ruda tratar con tanta dulzura y delicadeza a su rubia mujer; parecía que los dos juntos creaban un círculo impenetrable a su alrededor. Pregunté qué estaba pasando. Le dije al director Sergio Olivares que no entendía nada, pues en el lobby del «Habana Libre» acaba de encontrarme con Fresia, la esposa de Samuel Riquelme, subdirector de Investigaciones, que me contó llorando a lágrima viva que su marido la mandó a Cuba con la hija para salvarla de lo que se venía encima. Olivares desestimó el asunto como si fuese un chisme de menor cuantía. Los días sucesivos me dediqué a escribir mis crónicas del viaje hasta que terribles dolores cervicales me condenaron a un cuello ortopédico, a un tratamiento de kinesiterapia y a quedarme en cama. El viernes 7 de septiembre, después de almuerzo, se detuvo un Mercedes Benz ante mi edificio: algo insólito. Subió a mi departamento un señor que al principio no reconocí porque venía de civil: el coronel Arturo Barros Vecchiola, ex agregado militar en Estados Unidos, ex director de FAMAE (Fabrica de Material de Guerra del Estado). Qué sorpresa. Don Arturo, me conocía desde niña, porque su hermana Laura fue mi profesora de historia en el Liceo Nº 6 de Niñas. Don Arturo me advirtió que a muy poca gente había visitado.

Me dijo que se iba a dar el golpe y que yo me quedara en casa. Me habló de que se pondría orden y se respetarían todas las medidas de beneficio para el pueblo, sobre todo en salud y educación y derecho del trabajo. Algo le conté sobre mi reciente viaje a Cuba, pero lo sentí distante. En cuanto se fue, pese a lo enferma que estaba: andaba con una minerva y no había movilización, fui al Canal Nueve de la Universidad de Chile donde se haría el último programa en que yo intervenía, la semana Cultural, pues se cerraría el canal. Sergio Ortega me dijo que fuera a Teatinos. «Esperé mucho tiempo. Hablé con Orlando Millas y se rió de mí: ¿Qué te dijo el coronel Barros del general Prats?» Que es un traidor, le respondí. ¿Ves? Ese caballero está equivocado. Quédate tranquila.

A Augusto Olivares, nacido en Punta Arenas el 27 de junio de 1930, hijo de un oficial de ejército, llamado cariñosamente por sus colegas el «Perro Olivares», lo conocí personalmente cuando yo trabajaba en China y lo invitamos a mi departamento con unos pocos chilenos que vivíamos en el «Ioí-ping Huan» u Hotel de la Amistad de Pekín. Me sorprendieron su sentimentalismo y afectividad sin disimulo unidos al invariable sentido del humor de este muy conocido periodista político, fundador de la revista Punto Final. Al casarse con Mireya Latorre, el Perro Olivares concitó mayor simpatía irradiante del cariño popular por la gran dama del teatro y la televisión. Con Mireya, hija del escritor Mariano Latorre, Premio Nacional de Literatura, formaban un neto hogar de intelectuales comprometidos con la izquierda. Gran amigo de Salvador Allende, estuvo a su lado como asesor político y miembro de su equipo de prensa. Su suicidio en la Moneda no es sino la digna decisión de un hombre que tuvo la visión de las vejaciones y torturas a las que sería sometido y que no estaba dispuesto a aceptarlas. Habría corrido la misma desdichada suerte de mi inolvidable amigo de adolescencia Arsenio Poupin, del doctor Eduardo Paredes, Jaime Barrios, Domingo Blanco Tarres o el doctor Klein.

Ese año de 1973, se conmemoraban los cuatrocientos años del nacimiento de Molière y esperábamos con entusiasmo la ya anunciada visita de la Comedia Francesa; pero en el curso de la primera semana de septiembre, la Embajada de Francia avisó que se había suspendido el viaje de tan importante compañía.

El 11 de septiembre de 1973, estaba anunciada la inauguración de una exposición contra el fascismo y la guerra civil en la Universidad Técnica del Estado (UTE), en la que cantaría Víctor Jara; él también era funcionario del área de extensión y comunicaciones de dicha universidad.

Del 11 al 12, la UTE fue sitiada y bombardeada durante toda la noche. En el operativo se emplearon hasta tanques. Adentro se hallaban seiscientos profesores, estudiantes y funcionarios decididos a defender su universidad. Dentro de un clima de pánico, había tareas que cumplir. la gente no caminaba, sino que se arrastraba, evitando los impactos de la metralla.

Tolerancia

La tolerancia y consecuencia de Allende fueron ajenas a toda presión; así lo ratificó de muchas maneras. En lo internacional dio muchas pruebas de ello y no fue la menos importante la de reunirse con el general Alejandro Lanusse, presidente de Argentina para firmar en Salta la Declaración Conjunta Chileno Argentina, en 1971. Tolerancia y amplia visión política lo impulsaron a entablar relaciones diplomáticas con la República Popular China, la nación más grande del mundo, a reanudar relaciones con Cuba, a relacionarse con todos los países de la tierra acabando con las exclusiones mezquinas. También la demostró cuando recibió a los huelguistas del Teniente en la Moneda y por ello recibió la pública condena de los partidos socialista y comunista.

Fue la tolerancia el sustento del más revolucionario de sus planteamientos la vía chilena al socialismo. Allende vivió convencido hasta el fin de que «El pueblo de Chile está conquistando el poder político sin verse obligado a utilizar las armas. Avanza en el camino de su liberación social sin haber debido combatir contra un régimen despótico o dictatorial, sino contra las limitaciones de una democracia liberal. Nuestro pueblo aspira legítimamente a recorrer la etapa de transición al socialismo sin tener que recurrir a formas autoritarias de gobierno», como lo afirmó en su Primer Mensaje al Congreso Pleno. Por esa convicción dio su vida.

Salvador Allende había sido elegido presidente de la república en 1970, sin embargo es conveniente reiterar que no había sido elegido por mayoría popular, pues sólo obtuvo poco más de un tercio de los votos, treinta y seis por ciento, con una leve superioridad sobre la segunda mayoría. Mayor proporción de votos. El treinta y nueve por ciento, obtuvo en 1964.

Su elección fue decidida por el Congreso y aquí sí que estaba representado el sesenta y cuatro por ciento del electorado chileno que votaba por cambios profundos, por opciones de socialismo (el candidato demócrata cristiano Radomiro Tomic proclamaba el socialismo comunitario). Salvador Allende no tenía el enorme poder que confiere el voto directo a la mayoría absoluta en una elección.

Este factor no ha sido suficientemente considerado entonces ni después, como tampoco se ha hecho una reflexión profunda sobre la importancia de Salvador Allende en nuestra historia, acerca del tremendo significado del Programa de Cuarenta Medidas, del significado del gobierno de la Unidad Popular ni de los errores cometidos por todos los partidos de la izquierda y proyectados hasta el presente.

Un Testimonio fe la Isla Dawson

En el verano de 1976, ya había noche cerrada al fin de otra jornada en la Isla Negra. Estábamos leyendo. De repente, Matilde se anima, va a buscar una fuente y dos botellas de vino, me pasa una y me advierte: «Cuídala como hueso de santo». Partimos en medio del mayor misterio y la absoluta oscuridad a la casa de la vecina. Nos recibió Lala de Bulnes y pasamos. Estaban Carlos Matus y su mujer; él acababa de recuperar la libertad y se hallaba en vísperas de partir al exilio.

Lala, suave, serena, nos contó las patochadas con que la habían tratado cuando fue a ver a su hija presa; un guardia hasta revisó uno por uno los tampones higiénicos que la madre le llevaba. Lala, muy serena, lo dejó hacer, luego le dijo: «bote todo eso, ya no sirven porque usted les metió los dedos».

La esposa de Matus, por su parte, dio a conocer la situación de Daniel Vergara, a quien admiraban por su constancia para ejercitar la mano que le habían herido poco antes de embarcarlo para la isla Dawson. El mal que fosilizaba su piel, tornaba más dificultosa la rehabilitación.

Carlos Matus, economista que en sus ratos libres pintaba cuadros admirables, no podía evitar hablar de lo acumulado desde que el 11 de septiembre de 1973 entraron en la Escuela Militar treinta y tres colaboradores directos de Salvador Allende: él mismo, José Tohá, Jaime Tohá, Daniel Vergara, Clodomiro Almeyda, Arturo Jirón, Orlando Letelier, Edgardo Enríquez, Patricio Guijón, Alfredo Joignant, Osvaldo Puccio, Carlos Morales, Carlos Lazo, Fernando Flores, Aníbal Palma, Aniceto Rodríguez, Eric Schnake, Miguel Lawner, Osvaldo Puccio, Orlando Budnevich, Enrique Kirberg, Adolfo Silva, Jaime Concha, Vladimiro Arellano, Hugo Miranda, Julio y Tito Palestro, Carlos Jorquera, Sergio Bitar, Luis Matte, Miguel Muñoz, Hernán Soto. Se notaba que procuraba atenuar el recuerdo del dolor, pero lo vivido era más intenso y nos alucinaba. Se nos apretaba la garganta al oír tantos sufrimientos, como los de Pedro Felipe Ramírez, a quien le anunciaron que ya podía partir y al último minuto le quitaron la autorización...

Mario Carreño y su Mujer, la Pintora Ida González

A Ida González yo la conocía desde que llegó, niña, a un curso inferior al mío en el Liceo N. 6 de Niñas, que fue fundado por Gabriela Mistral. Idita provenía de las mismas tierras de la fundadora, pues nació en Vicuña. Muy alegre, con los ojos verdes siempre rientes, ya se destacaba por sus dotes de pintora. Las mismas profesoras del Liceo la orientaron para que siguiera estudiando en la Escuela Experimental Artística. La fui a ver. A Mario Carreño lo encontré rodeado de su serie de cuadros con mascarones del mundo nerudiano. Me contó que una de las hijas había ganado un premio de pintura infantil. La entrevistaron en «El Mercurio» y dedicó su premio a su madrina, que estaba lejos. Nada de esto podía llamar la atención, salvo que, de habérselo preguntado, la niña habría dicho que su madrina era la Payita, es decir, Miria Contreras Bell, secretaria de Salvador Allende...

A Mario le había ocurrido algo insólito. Días antes del golpe soñó a su comadre llegando de blanco, muy angustiada. Él no pudo disipar la pesadilla, porque la revivió de madrugada.

Llamaron a la puerta de su casa. Carreño vio en el umbral a Payita vestida como enfermera. Llevaba días huyendo. El hijo de unos amigos la había estado llevando en interminables recorridos por la ciudad, hasta que se hacía de noche y la guarecían para dormir. Payita aún nada sabía de su hijo, quien la había acompañado hasta la Moneda y se lo habían arrebatado a la entrada de Morandé 80. Subió con la esperanza de que el Presidente la ayudara a salvarlo... El bombardeo. El doctor Allende, muerto. El hijo perdido para siempre... Al pintor Carreño le costaba comprender tanta infamia. Pronto, Payita estuvo asilada.

Entretanto, Carreño sufría siniestras presiones y ofensas. El nuevo decano de la Facultad de Bellas Artes había llegado a su casa en Valenzuela Castillo, vestido todo de cuero negro, montado en su motocicleta; se bajó y se desabrochó la bragueta y mientras le orinaba la puerta de calle, le gritaba alusiones a su país de origen y soeces improperios...

Muerte Limpia

Mucho se ha lucubrado sobre la muerte de Salvador Allende, y también calumnias soeces pretendieron enlodarlo.

El doctor Arturo Jirón nos entregó en Caracas su directo testimonio de los sucesos de la Moneda del 11 de septiembre de 1973. Esa madrugada, Arturo invitó a un amigo y colega suyo, muy ajeno a la política, el doctor Patricio Guijón, de quien conocía sus dotes de cirujano; por cierto, ambos habían sido discípulos de un cirujano eminente, don Arturo, el propio padre de quien llegó a ser ministro de Allende. No sólo se trataba de una gran responsabilidad médica, sino también de valor, nos dijo Arturo. Tras cuatro horas de combate, luego que el presidente Allende les hubo exigido a todos sus acompañantes que abandonaran la Moneda, éstos salieron por Morandé 80. Pero al doctor Guijón se le ocurrió una peregrina idea: «Ya que estuve en una guerra, ¿por qué no llevarme un recuerdo de ella?» Se devolvió pensando en el casco que había usado y, en eso, vio el fulgor. La violencia del impacto lo estremeció obligándolo a apresurarse y entró.

El presidente Allende estaba sentado en un sillón, los sesos desparramados por la pared. El doctor Guijón tuvo un reflejo sólo comprensible en un médico: se acercó y cogió la muñeca de Allende para tomarle el pulso; después entró el coronel Palacios, lo detuvieron y lo obligaron a declarar por televisión atestiguando el suicidio de Allende. Comenzó su via crucis. A este hombre inocente lo vituperaron partidarios y enemigos de Allende y vivió un amargo exilio interior. Por otra parte, a Arturo Jirón le tocó vivir la pesadilla que culminó en la isla Dawson donde debió ser el médico de los presos y de los soldados viviendo tensiones tales que culminaron con una incontenible hemorragia provocada por una úlcera estomacal reventada. Al fin, en grave estado lo transportaron al hospital de Punta Arenas…

La muerte de Allende sigue siendo para los pueblos un asesinato encubierto de suicidio. Hay algo irrefutable: Allende estaba dispuesto a rendir la vida, pero no a suicidarse.

El inspector de Investigaciones Pedro Espinoza declaró oficialmente que era un «suicidio atípico» . ¿Querría decir un acto casual?

El doctor Guijón al devolverse a buscar el casco, vio el resplandor previo a la detonación. Un suicida asegura la boca del arma introduciéndola en su propia boca, porque, por muy inexperto que sea en el manejo del arma, sabe que el retroceso exige afirmarla muy bien. En este caso, la boca del fusil estaba a distancia del mentón de Allende. Él no era un perito en armas y la suya, bastante compleja, sin duda tenía cargadores intercambiables, con un selector de tiro al lado derecho que, de seguro, de sus tres fases –ráfaga, tiro a tiro, seguro —estaba en la segunda. Se sabe que las armas poseen un embrujo que incita a acariciarlas, es posible que en ese gesto maquinal haya presionado el disparador. Como en la chaqueta tenía una tarjeta con el teléfono de la Embajada de la India, se puede deducir que ese era una suerte de apoyo esperanzador para acudir a un eventual último refugio.

Armando Moreno Martín, miembro de la Sociedad Chilena de Historia y Geografía y organizador del monumental Archivo de Carrera, nos ha contado que le preguntó al coronel Sergio Larraín, también miembro de la misma Sociedad, médico sanitario y uno de los participantes en la autopsia de Salvador Allende, si se hallaron huellas de alcohol o drogas en su cuerpo. Este oficial le respondió que no había en el cadáver indicio alguno de tales elementos. Moreno Martín, por su parte, cree que Allende no tuvo nunca el propósito de suicidarse. A su juicio, en el caso de que el mismo presidente haya disparado, se debería a que, muy agotado o en estado de máximo stress, al sentarse a reposar un momento, habría accionado, sin darse cuenta, el gatillo de su arma...

Saqué del Registro Civil el documento con el registro de la defunción de Salvador Allende. Esta partida se efectuó el siete de julio de 1975, en Independencia Nª 6, departamento de Santiago, Inscripción Nº 593. Requirente: Segundo Juzgado Militar de Santiago. Que comprobó la defunción con el certificado del médico Tomás Tobar Pinochet y José Vásquez Fernández, fojas 448.

Dicha partida inscrita un año y diez meses después de la muerte. señala que falleció el 11 de septiembre de 1973 a causa de «herida de bala cérvico buco craneo encefálica» . En «observaciones» se inscribe: «Inscripción practicada según oficio 499 de fecha 3 de julio de 1975 del Segundo Juzgado Militar de Santiago. Documentos archivados con el Nº 499, 450 y 451» . Firma y sello del oficial civil Lya Barría Barrientos.

Toda conjetura sobre su determinación final es irrelevante para quien dijo en sus «últimas palabras» que su sacrificio sería «una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición» Fue asesinado. Por sobre todo, se impone su última decisión política: poner a resguardo el Acta de la Independencia firmada por Bernardo O’Higgins en Talca el 12 de febrero de 1818. Para este efecto, le encomendó a su secretaria Miria Contreras Bell, la Payita, que la sacara de la Moneda y la entregara a un soldado (sic). Ella cumplió su cometido y vio con horror cómo el soldado hacia añicos el sagrado papel.

Nunca podremos conocer los íntimos pensamientos del solitario de la Moneda. Hayan sido cuales fueren, cumplió su palabra: «Soy y seré el presidente. Sólo me sacarán muerto» .

Algo tangible queda de esas horas: sus cinco alocuciones al pueblo de Chile: a las 07.55, a las 08.15, a las 08.45 y a las 09.03, desde la Radio Corporación y la última, a las 09.10, desde la Radio Magallanes. En una dijo: «no soy apóstol ni mesías ni mártir: sólo un luchador social».

Pionero en la solidaridad con la Revolución Cubana triunfante en 1959 y en la ayuda precisada por los revolucionarios del continente, nadie puede dudar de la actitud internacionalista de Salvador Allende; se le puede aplicar la definición que hizo de Lenin el poeta salvadoreño Roque Dalton:

«no traicionó a su hermano
ni lo denunció ante las masas como aventurerista y anarquista ni lo dejó solo en la montaña enfrentando a todos sus enemigos porque él hubiera dicho, en su momento, a los reformistas:
«Este no será nuestro camino».

A treinta y dos años de la conmemoración de su muerte, la izquierda chilena desintegrada, pero con algunos de sus exponentes en diversos ejercicios, sigue eludiendo una valoración integral de la vida y obra de Salvador Allende y un análisis exhaustivo de la experiencia de la Unidad Popular. Se falsea, borra y rebaja su memoria y, como se ha denunció en publicación de prensa, hasta el 2001, se prohíbía publicar libros sobre Allende. El culto al olvido se está convirtiendo en la característica principal de la identidad de los chilenos.

En cambio, su personalidad y la experiencia de la Unidad Popular han sido objeto de estudio cabal tanto en los centros de poder, especialmente de las metrópolis, sobre todo al elaborar políticas para el tercer mundo, como también por gobiernos y partidos más decididos a generar el poder que a delegarlo o a renunciar a él.

Más allá de las «pequeñas colinas» —así llamó el Che Guevara a las adoradas concejalías y escaños parlamentarios que se disputan reaccionarios y renovados—, Salvador Allende quería ser presidente para avanzar en al conquista del poder político para el pueblo; de su consecuencia y raro valor dejó prueba imborrable con su vida y con su muerte. Por algo, el nombre de Salvador Allende se ha impuesto como el símbolo más limpio y puro de lo que pudo ser Chile, para la mayoría de los pueblos.

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Anaquel Austral